Publicidad
Derecho a educación en la nueva Constitución: puntos críticos importantes de atender Opinión

Derecho a educación en la nueva Constitución: puntos críticos importantes de atender

Publicidad
Sebastián Donoso Díaz y Juan Sepúlveda Fuentes
Por : Sebastián Donoso Díaz y Juan Sepúlveda Fuentes Director del Instituto de Investigación y Desarrollo Educacional, Universidad de Talca; profesor de Estado en Historia y directivo escolar de Educación Pública, respectivamente.
Ver Más

Atendiendo a la relevancia del tema en discusión en nuestro país –pese al desencanto y anomia que se han ido instalando en nuestra sociedad– nos parece crucial destacar ciertos aspectos fundamentales que gravitan sobremanera sobre el derecho a una educación de calidad que deberíamos garantizar a nuestros ciudadanos, independientemente de cualquier condición.


La gran reforma de la educación chilena de 1980 –que instala el hacer neoliberal en el sector hasta nuestros días– ha tenido una trascendencia mayor en los resultados de la educación chilena en estos más de 40 años, de la cual –desgraciadamente– prácticamente nadie se hace cargo plenamente ante los enormes problemas que aún se manifiestan.

Dos aspectos son claves desde la perspectiva actual de la discusión del fenómeno constitucional: el primero, que la Constitución de 1980 y su reforma de 2005 no alteraron sustancialmente la esencia del tema sino en ciertos aspectos secundarios y, el segundo, que su gran instrumento operativo, la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (LOCE) –dictada impúdicamente días antes de la finalización legal de la dictadura–, se mantuvo vigente hasta el segundo semestre de 2009, es decir, la friolera 29 años, gran parte de ellos en el periodo democrático, y fue gracias al movimiento de estudiantes secundarios de 2006 que se crearon las condiciones políticas para su reemplazo por la Ley General de Educación.

Atendiendo a la relevancia del tema en discusión en nuestro país –pese al desencanto y anomia que se han ido instalando en nuestra sociedad– nos parece crucial destacar ciertos aspectos fundamentales que gravitan sobremanera sobre el derecho a una educación de calidad que deberíamos garantizar a nuestros ciudadanos, independientemente de cualquier condición.

El primero, de naturaleza instrumental pero no por ello menos importante, es que el derecho a educación no es solamente un fenómeno discursivo, sino que debe traducirse en condiciones, oportunidades y recursos tangibles que garanticen a todo ciudadano este derecho en los términos que se defina. De lo contrario es letra muerta.

En segundo lugar, respecto de sus definiciones claves, es imprescindible delimitar el derecho a educación en su esencia. Es decir, qué se entiende por educación y qué conlleva el ejercicio de este derecho, elementos que la Constitución vigente no posee y que resultan decisivos a la hora de exigir por la sociedad chilena, a su mandado el Estado, el cumplimiento de los derechos constitucionales en este plano.

Esto nos conduce, en tercer lugar, al debate sobre el rol de Estado y esencialmente de su papel en educación. En estos 40 años hemos convivido con una propuesta de Estado Subsidiario muy famélica en su definición, pero altamente consistente en su aplicación, esencialmente por su incidencia en el financiamiento del fenómeno educativo y el rol del Estado en esta tarea, que ha sido sin lugar a dudas el gran “caballo de batalla de los neoliberalismos de derecha y de izquierda”.

Consistentemente, entonces, el falso y desbalanceado dilema que se ha sostenido en estas décadas por los sectores más conservadores de la sociedad chilena entre libertad de enseñanza versus derecho a educación, debemos superarlo sin negacionismos. Si bien la libertad de enseñanza es un principio respetable e importante, no puede ser usado bajo ninguna circunstancia y condición como causal para proveer calidad educativa bajo los parámetros nacionales definidos. Es decir, no puede ampararse en el principio de libertad de enseñanza el daño –casi irreparable– que ocasiona la provisión de un servicio educativo de mala calidad –especialmente a la población más vulnerable–, y deberemos como sociedad garantizar una educación de calidad que no transgreda la libertad de enseñanza.

En razón de ello es clave poder desprendernos de esta lacra subsidiaria y dar contenido a un Estado Social de Derechos, que corresponsabilice (al Estado) en el desarrollo de esta tarea, para que deje de ser un actor pasivo y sancionador, y sea un agente comprometido y responsable de ella ante las tareas que le encomendamos los ciudadanos. Sin un Estado que asuma un nuevo rol determinante en los resultados pedagógicos, difícilmente la educación nacional tendrá avances mayores en las décadas que vienen.

Finalmente, dentro de un marco de muchos elementos claves, la discusión de los temas de financiamiento de la educación nacional es determinante. Al extremo que puede que cambie todo lo anterior, pero sin transformaciones sustantivas en este componente nos mantendremos –pese a las buenas intenciones– en la lógica neoliberal, por su escasa visión del mediano y largo plazo y la creencia mercantil que subyace a su operación.

En este marco es insostenible –más allá del debate constitucional– que como país no tengamos estudios de costos pertinentes, actualizados que: (a) habiendo definido un parámetro de calidad de educación al que queremos llegar –más allá de la orfandad del SIMCE y otras pruebas afines–, (b) nos permitan identificar empíricamente y con precisión ¿cuál es el costo de formación de un estudiante según el quintil socioeconómico de su familia?, (c) ¿cuál es el costo de gestión de los establecimientos escolares según sus diversos tamaños, localización, tipo de enseñanza, etc.?, (d) ¿cuáles son efectivamente los costos fijos y variables de un estableciendo escolar?, y luego lo fundamental: ¿cuáles serán los criterios técnicos bajo los cuales se financiará la educación chilena de manera consistente con los objetivos a alcanzar?

Seguir con este engendro irresponsable de asignar el subsidio escolar por “la asistencia promedio diaria del estudiante al establecimiento”, no solamente es de una irresponsabilidad flagelante, sino que su vigencia condena, aborta y liquida cualquier intento de mejoría de la educación de las mayorías de este país, no solamente de los más de abajo, sino de buena parte de nuestros futuros ciudadanos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias