Uno de los argumentos más utilizados por quienes impulsan la llamada “agenda de seguridad”, en la que se incluye el proyecto de ley Naín-Retamal o la “legítima defensa privilegiada”, es la supuesta necesidad de adoptar medidas efectivas en materia de seguridad pública y para la actuación de Carabineros en el combate a la delincuencia. No es posible distinguir claramente los aspectos concretos de dicha agenda y del proyecto de ley Naín-Retamal de aquellos elementos que son meramente discursivos, simbólicos y, por lo mismo, ineficaces. Es paradójico que algunos legisladores, quienes deberían asegurarle al país que su trabajo –crear leyes y normas– es la forma civilizada para combatir la delincuencia, en el fondo nos digan que las leyes son inútiles y que se necesita poder de fuego en las calles.
El proyecto de ley Naín-Retamal presenta una serie de dificultades si se tiene a la vista la seguridad jurídica que debe garantizar el ordenamiento nacional. En este sentido, es importante recordar que el derecho, desde la modernidad, ha tenido por objetivo pacificar nuestra existencia en el marco de una comunidad en la cual nos relacionamos, entre otras formas, de manera jurídica. De esto se desprende que es fundamental que podamos tener conocimiento sobre qué nos cabe esperar de las disposiciones que forman parte del derecho vigente y su funcionamiento en nuestras vidas, constituyéndose así la seguridad como un fin del derecho.
Ahora bien, no basta con tener una legislación vigente para que podamos gozar de un grado de previsión sobre el derecho, sino que también sean relevantes las distintas dimensiones en torno a la previsibilidad que el ordenamiento jurídico pueda entregarnos. Siguiendo al jurista español Manuel Atienza, podemos distinguir entre los siguientes niveles de previsibilidad a propósito del derecho: I) la existencia de un orden jurídico, inherente a cualquier derecho positivo, pero solo como un primer nivel de previsibilidad; II) enseguida, hay certeza respecto del derecho, a partir de cierto nivel de sofisticación y desarrollo de un determinado ordenamiento; III) finalmente, estamos frente a la seguridad propiamente tal cuando se han superado los dos momentos anteriores y se vuelven previsibles los valores de libertad e igualdad.
Es a partir de los elementos señalados que el proyecto se vuelve reñido con la seguridad jurídica como fin del derecho, especialmente en el polémico artículo 7 que consagra la exención de la responsabilidad penal para miembros de las Fuerzas de Orden y Seguridad en ejercicio cuando estos, en ejercicio de sus funciones, hagan uso de sus armas letales ante agresiones que puedan ocasionar la muerte o lesiones corporales graves, cuando lo hagan para impedir o tratar de impedir la consumación de ciertos delitos, o, lo que es más preocupante, cuando dichos miembros empleen sus armas de uso letal en casos de agresiones que puedan resultar mortales o lesivas y sean perpetradas por grupos de dos o más personas, quedando la calificación de dichas circunstancias a criterio del funcionario policial.
En este sentido, no cabe previsibilidad alguna si se introducen elementos manifiestamente subjetivos para evaluar la pertinencia del uso de armas letales en la hipótesis introducida en el número dos del artículo 7 comentado, la cual en su redacción actual queda totalmente en manos de los agentes policiales. Hasta este momento se han anunciado una serie de matices a propósito de esta parte del proyecto, los cuales más que una posibilidad se vuelven una necesidad si lo que se espera es ser coherentes con los fines de nuestro ordenamiento jurídico.
Por otra parte, uno de los argumentos más utilizados por quienes impulsan la llamada “agenda de seguridad”, en la que se incluye el proyecto de ley Naín-Retamal o la “legítima defensa privilegiada”, es la supuesta necesidad de adoptar medidas efectivas en materia de seguridad pública y para la actuación de Carabineros en el combate a la delincuencia. No es posible distinguir claramente los aspectos concretos de dicha agenda y del proyecto de ley Naín-Retamal de aquellos elementos que son meramente discursivos, simbólicos y, por lo mismo, ineficaces. Es paradójico que algunos legisladores, quienes deberían asegurarle al país que su trabajo –crear leyes y normas– es la forma civilizada para combatir la delincuencia, en el fondo nos digan que las leyes son inútiles y que se necesita poder de fuego en las calles. Porque eso es lo que subyace a la “agenda de seguridad”, no una planificación acerca de cómo enfrentar con seriedad un problema que parece crítico (aunque en la comparación con el resto de Latinoamérica pareciéramos estar en mucho mejor situación) sino que se pretende enfrentar este asunto solo con señales, símbolos y no soluciones.
Existe una fuerte discrepancia entre lo que se manifiesta en la propuesta legislativa, lo que actualmente existe y lo que traería como resultado. En general, las leyes simbólicas que son una contradicción real entre apariencia y realidad apuntan al elemento del engaño, a la falsa apariencia de efectividad e instrumentalidad, ya que en este caso prometen ayudar a combatir la delincuencia con herramientas de dudosa efectividad y, además, dañando la apreciación general acerca del debido proceso, la justicia y también la función propia de la policía. No existe en este proyecto ninguna disposición que permita por sí misma evitar ni la comisión de delitos ni el daño a Carabineros. Lo que no entienden quienes promueven esta iniciativa es que las personas que cometen delitos no piensan al momento de actuar en la pena que arriesgan –una persona que asalta un banco no llega calculando agravantes, atenuantes ni si su conducta es robo simple o calificado– y, por lo tanto, no se abstienen de actuar midiendo las repercusiones. Pero, al contrario, si se le otorga una exculpación tan calificada como se pretende al agente policial, se le entrega la señal de que tiene mayor libertad para disparar y que las consecuencias son menores o inexistentes.
La mal llamada “legítima defensa privilegiada” (un mejor nombre sería “ley de fomento al uso de armas de fuego”), entonces, es una ficción que parte de dos falsedades anunciadas por sus promotores: busca “disminuir los delitos violentos” y establece el “derecho de los agentes del Estado a defenderse”, pero no opera en ninguno de esos ámbitos realmente, ya que justifica el uso excesivo de la fuerza, incluso letal en contextos en los cuales no siempre se requiere esa respuesta y desalienta la resolución pacífica de conflictos sin incidir en la disminución de los delitos, puesto que no ataca ninguna de sus causas ni contiene normas para prevenir su acontecimiento. Lo que se promueve tras el proyecto, entonces, es un desincentivo respecto al derecho y la confianza en las armas. Y ese es un problema más grave a futuro, ya que los legisladores, de tanto repetir que las leyes no sirven, que las penas son insuficientes y que la justicia es infructuosa –todos ámbitos de su responsabilidad–, le dicen a la ciudadanía que el derecho es un símbolo inútil. No existe ningún país que haya detenido homicidios a balazos o disminuido los asaltos cortando manos.
Si lo que se pretende es lesionar la confianza de las personas en el derecho, el Congreso –que debe hacer lo contrario, esto es, restablecer la convicción en las leyes y el Estado de derecho– no pudo haber elegido una vía más rápida. Elaborar leyes simbólicas que anuncian resultados imposibles, solo trae como consecuencia el abandono de estas por otros medios, en este caso, las armas.