Vivimos en un tiempo de cambios, donde la estructura de la sociedad está crujiendo, partiendo nada menos que por su Constitución. Y todo el andamiaje que afirma nuestra democracia, con sus fortalezas y debilidades, está basado en la confianza. O, mejor dicho, en la suma de múltiples confianzas en que cada uno hará su parte. Si no entendemos y partimos de esa base mínima, la crisis será difícilmente superada.
En un ambiente sobrecargado de crispaciones, tanto menores como mayores, en una sociedad sobrecargada de pulsaciones, tanto menores como mayores, en comunidades sobrecargadas de decisiones, tanto mayores como menores, en un país donde la farmacología reemplaza los afectos y el buen vivir, pareciera que se hace necesario una especie de retiro, un respiro mirando hacia adelante y con las hachas de guerra enterradas. Algo como esas escenas de película donde dicen “bajemos las armas al mismo tiempo y arreglemos esto antes de que sea tarde”. En las películas generalmente resulta, salvo cuando alguien hace trampa y dispara primero. La escena descrita resulta bien cuando por un momento (el momento justo) todos confían en los demás, en que cada uno cumplirá su parte del trato
Y hoy en Chile, por lo ya descrito al inicio, la sensación generalizada es que estamos más cerca de la situación de la trampa, la de que alguien dispare primero, mucho más cerca que la de la paz mientras arreglamos lo que hay que arreglar. Y es que, claro, la realidad es más compleja que la mayoría de las películas donde los actores tienen su rol establecido y el guión ya está escrito, aunque el espectador lo desconozca. En la realidad, el guión se va escribiendo sobre la marcha, se va haciendo camino al andar y ahí se hacen clave elementos fundamentales como el diseño de un plan estratégico nacido desde las convicciones y la doctrina del director, un plan estratégico que debe combinar escenas a favor y escenas en contra, múltiples posibilidades de iluminación, la capacidad y compromiso de los actores principales y secundarios, los posibles factores climáticos (la paz social, por ejemplo, siempre cambiante) y un largo etcétera que a un Gobierno le corresponde manejar.
En realidad, nuestro país es una larga y angosta franja de problemas, como los que debe enfrentar todo Gobierno.
Vivimos en un tiempo de cambios, donde la estructura de la sociedad está crujiendo, partiendo nada menos que por su Constitución. Y todo el andamiaje que afirma nuestra democracia, con sus fortalezas y debilidades, está basado en la confianza. O, mejor dicho, en la suma de múltiples confianzas en que cada uno hará su parte. Si no entendemos y partimos de esa base mínima, la crisis será difícilmente superada. Como dicen que decía Gramsci, “la crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo no muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados”. Lo nuevo debe nacer, pero no debe necesariamente, como duramente muchos han aprendido, hacerlo desconociendo la historia. Historia donde encontramos desde las máximas traiciones hasta los grandes gestos de nobleza.
Pero nos pasa que lo viejo no está precisamente dispuesto a morir como gesto de buena voluntad, siente que tiene mucho que dar y que lo nuevo no está listo. Nunca lo viejo encontrará preparado a lo nuevo y no siempre estará disponible para ceder el espacio que este exige. Por otro lado, no es que lo nuevo esté automáticamente listo para tomar el testimonio. Entonces vemos que tampoco lo nuevo acaba de nacer, por lo que ese período de interregno nos deja en un escenario complicado. Llegará más temprano que tarde este momento donde las generaciones se encuentren y potencien en pos del bien común. Al parecer, estamos lejos de ese camino.
Maquiavelo dice, en sus Discursos, “que la causa porque la fortuna abandona a un príncipe, es que ella muda los tiempos, y entonces el príncipe no muda de sistema ni de recursos”. De lo que no se debe mudar es de principios.