El poder oligárquico busca bloquear en todo lo que pueda los cambios constitucionales y circunscribir el espacio público al tema de la inseguridad. Aunque no para hablar de sus causas, como la desigualdad y la globalización del crimen organizado, sino de sus manifestaciones más sensibles, cuando no truculentas. El problema es que es una ilusión pensar que las dinámicas concentradoras, que son la fuente principal de inseguridad estructural en la sociedad, van a dejar de producir sus efectos polarizadores simplemente porque no se hable de ellas.
Nuestro país se ha visto envuelto de manera insólita y obsesiva en el tema de la seguridad. La muerte lamentable de tres carabineros en actos de servicio en lo que va de abril parece tener un significado muy distinto que otras muertes, como el fallecimiento diario del orden de diez personas por COVID, o que se produzcan 4.500 defunciones cada año porque un 60% de la población está expuesta a concentraciones de material particulado superiores a lo permitido, o que unas 600 mil personas padezcan subalimentación (hambre persistente), conducente a muertes prematuras.
La esfera pública está sometida a la máquina mediática de fabricar temor a la delincuencia, que paraliza y excluye casi todo lo demás. Una mayoría está convencida de que “el país está perdiendo la batalla contra el narcotráfico”, lo que es falso. En respuesta, las autoridades discurren cotidianamente sobre “la crisis de seguridad”, lo que será de nunca acabar. Delitos se cometen todos los días y ocurrirá incluso cuando las policías aumenten su eficiencia y se controle todo el crimen organizado y bajen todos los índices de delincuencia.
Entretanto, nadie menciona demasiado que mientras en 2022 el ingreso nacional real creció en 1,5%, las empresas que entregan resultados a la Comisión para el Mercado Financiero (550) obtuvieron un incremento anual de sus beneficios de 49%. Sumaron 45,9 mil millones de dólares, con 10 empresas que concentran un 51% de esas ganancias. Estas constituyen el corazón de la oligarquía económica chilena. Dos pertenecen al sector de materias primas y dos al financiero. Quiñenco y Antofagasta PLC, del grupo Luksic, dueño de un canal de TV, sumaron ganancias por 5,7 mil millones de dólares. SQM, tras el boom del precio del litio en 2022, consiguió beneficios por 3,9 mil millones de dólares, un alza de 567%. Las empresas del grupo Matte sumaron utilidades por 2,2 mil millones y AntarChile, de la familia Angelini, obtuvo utilidades por 924 millones de dólares. El sector eléctrico fue el que ostentó el mayor aumento de ganancias, nada menos que un 210%, y sumó 2,9 mil millones de dólares, lo que revela que el sistema tarifario no está repercutiendo como debiera en las bajas de costos de producción sobre el consumidor.
No es de extrañar, entonces, que las 30 empresas del IPSA hayan subido su valor en bolsa en 128% en 2022. En contraste, los salarios reales cayeron en -1,8%. Cuando han crecido en años previos, ha sido a un menor ritmo que el del ingreso nacional. Como resultado, la mitad de los ocupados ganaba menos de 528 mil pesos en 2021, el dato más reciente del INE. Vale la pena recordar lo dicho por Warren Buffett en 2014: “Hay una guerra de clases, de acuerdo, pero es la mía, la de los ricos, la que está haciendo esa guerra, y vamos ganando”.
El problema no es que se remunere el capital invertido, es la magnitud de esa remuneración en contraste con la del trabajo. Y más aún cuando se trata de sobreutilidades por la apropiación privada de rentas de escasez (recursos no renovables) o de monopolio, lo que se agrava con la negativa tanto a pagar impuestos suficientes (SQM debe 745 millones de dólares de regalía por el litio que sostiene no le corresponde pagar) como a terminar con las rentas de monopolio y respetar con rigor las reglas laborales y ambientales. Así, “la desigualdad factorial” en la retribución del capital y del trabajo sigue aumentando. El aumento de la regalía minera sigue sin avanzar y no se legisla sobre negociación colectiva supraempresa. Mientras, sigue bloqueada la posibilidad de disminuir “la desigualdad de las familias”, que se puede aminorar a través de impuestos progresivos y transferencias, pues la derecha y sus aliados en el Parlamento se niegan siquiera a la posibilidad de legislar en la materia.
Tampoco hay un mayor debate sobre los cambios estructurales en curso. Citemos al economista Daren Acemoglu: “El poder predictivo de los algoritmos se podría usar para servir a la gente en vez de reemplazarla. Por desgracia, nadie presta atención a estas oportunidades, porque la mayoría de los directivos de empresas tecnológicas estadounidenses siguen apostando al desarrollo de software que pueda reemplazar a los humanos en tareas que estos ya hacen bien. Saben que podrán ganar dinero fácilmente vendiendo esos productos a corporaciones que han desarrollado una visión de túnel. Todo el mundo está enfocado en aprovechar la IA para reducir costos laborales, y a nadie le interesan ni la experiencia inmediata de los clientes ni el futuro del poder adquisitivo de la gente”.
Si esto es así, la defensa de una mayor seguridad para el mundo del trabajo y de la cultura parece estar más que vigente, y debiera alimentar la agenda pública. ¿O dejó de tener sentido un Estado social que contribuya a que el trabajo sea decente, creativo y protegido y que la negociación colectiva de los salarios permita una mejor distribución del excedente económico entre capital y trabajo? ¿Y que las tarifas y precios no abusen de los consumidores? ¿Y que se socialice una parte de ese excedente para el financiamiento de más bienes públicos de uso colectivo, una mejor cobertura de los riesgos de enfermedad, desempleo y vejez sin ingresos y más redistribuciones al margen del mercado? Establecer una tributación progresiva, financiar y gestionar mejor los servicios estatales y expandir la inversión pública para avanzar en diversificación productiva, ciudades y territorios sostenibles e infraestructuras para la resiliencia ambiental crearían, además, condiciones macroeconómicas más favorables para aumentar la prosperidad colectiva, el pleno empleo y la estabilidad de precios, contrariamente a la leyenda neoliberal. La concentración del ingreso en los poseedores de capital no crea una demanda efectiva suficiente para dinamizar la economía ni menos aumenta la productividad.
¿Conclusión? La inercia del dominio oligárquico considerado como un hecho natural y de un Estado militar-policial reforzado es una respuesta posible a los desafíos del país. Pero hay otras, como las propias de un Estado democrático y social de derecho. El poder oligárquico busca bloquear en todo lo que pueda los cambios constitucionales y circunscribir el espacio público al tema de la inseguridad. Aunque no para hablar de sus causas, como la desigualdad y la globalización del crimen organizado, sino de sus manifestaciones más sensibles, cuando no truculentas. El problema es que es una ilusión pensar que las dinámicas concentradoras, que son la fuente principal de inseguridad estructural en la sociedad, van a dejar de producir sus efectos polarizadores simplemente porque no se hable de ellas.