Pareciera razonable que Gobierno y Congreso se conectaran más intensamente con los municipios de Chile por medio de sus diversas asociaciones nacionales, regionales e intercomunales y, desde ahí, tener un insumo asertivo para el diseño, ejecución y evaluación de la política pública en comento, mediada, siempre, por la escala regional (gobiernos regionales), en tanto entregan recursos y recomendaciones para concretar acciones ciudadanas y municipales, en un tema que también tiene aristas que se deben abordar a dicha escala.
Los últimos hechos vinculados a las muertes de tres integrantes de Carabineros de Chile –agregándose los ataques a funcionarios en la comuna de La Florida– que conmocionan a la opinión pública, más los recuerdos de la vulneración de derechos humanos durante el estallido social, refrendados por organismos de Derechos Humanos internacionales y también nacionales, proyectado esto incluso a los momentos de vulneración de los mismos durante la dictadura cívico-militar por parte de la institución, unido a los escándalos de desfalco que lograron mandos de la institución que se denominó Pacogate, colocan el fenómeno de seguridad pública-ciudadana, en su variable policiaca, en el sitial que corresponde, esto es, una contradictoria institución. Además, en los hechos y en el derecho se le viene prometiendo mejoramientos de gestión multinivel o multiescala, sistémica y, además, simbólica, en el entendido de que las mismas deben proyectarse en legitimidad democrática a una ciudadanía que ineludiblemente las precisa. Ello, hay que reconocer, mucho antes de que se instalara el estallido social, momento que se usa mañosamente para que un sector político, regularmente, endose responsabilidad a las fuerzas políticas que hoy concretan el Gobierno nacional, respecto de lo acontecido actualmente, dado su actuar en su condición de dirigentes estudiantiles –algunas(os)–.
En las escalas locales-comunales-barriales, es usual levantar una crítica legítima hacia la institución y su personal, ya que, en la resolución de conflictos vecinales, comunitarios, delictuales (robos, hurtos, narcotráfico, otros) y hasta familiares, varias veces no son lo suficientemente eficientes y eficaces para su resolución, cuestión que se refuerza por algún número humorístico que recrea tal situación, en más de una oportunidad, con milimétrica similitud.
Paralelamente, mientras la complejización y transnacionalización del delito se deja sentir (organización del delito), el sistema político nacional hace lo posible por no avanzar en la velocidad requerida para estar a la altura de los desafíos que precisa el sistema de seguridad pública-ciudadana nacional, regional y local (internacional también). Es como que no se quisiera apurar el tranco entre enunciados de grandes paradigmas de cómo entender el hecho delictual, la seguridad, y la gradación de cómo situar la democracia y el respeto de los derechos humanos en cuanto variable ineludible de esta política pública que debe ser.
Pero, con crítica y todo, y volviendo al espacio geográfico de barrio, comunal y de ahí al resto de las escalas-niveles territoriales, ocurre, que, igualmente, las Fuerzas de Orden y Seguridad Pública son demandadas como la expresión estatal para involucrarse en la resolución de conflictos, donde los espacios geográficos en su control se vuelven prioritarios para la gestión de lo lícito y lo ilícito –e incivilidades, como se dice por estos días–. Y es ahí donde la realidad, junto con todos los ideologismos posibles respecto de la seguridad pública-ciudadana, se observa en una “brutalidad brutal” por donde menos se imagina: a) escasez de personal idóneo para sacar adelante la tarea (formación constante); b) escasez del número de efectivos; c) alto desincentivo por asumir la carrera funcionaria, dadas las bajas rentas de la mayoría; y, finalmente, d) el también disminuido valor simbólico de la función. Se agrega la falta de tinta de impresoras en las comisarías y retenes –en algunos casos y tiempos–, bencina para hacer circular los vehículos policiales –mientras algunos están con desperfectos, como ocurre con las ambulancias–, entre otros. Ello es recurrente en la escala local-comunal-municipal, donde en más de una oportunidad algún presupuesto municipal debe “estirarse” para resolver temas de financiamiento de la institución.
Mientras, Gobierno tras Gobierno (partidos políticos mediante), con sus “programas-promesas gubernamentales” (necesarias e ineludibles), hacen el esfuerzo de disponerse de mejor manera en los paradigmas de la seguridad pública-ciudadana, buscando la territorialización o territorialidad de la fuerza efectiva… con una lectura bien poco asertiva hasta el momento, toda vez que, cuando se “afirma-reconoce” que las policías no estaban (están) lo suficientemente preparadas para enfrentar esta nueva criminalidad en barrios y otras escalas, parece que no se leyó, no se quiso leer o se leyó mal el territorio, en el entendido de que siempre las dinámicas espaciales entregan diáfanas pistas de cómo se logra cualquier proceso social, en este caso criminal, debiendo ser el sistema político en todas sus escalas el que logre la solución.
Sin perjuicio de lo anterior, cada Gobierno avanza, lento pero avanza, siendo desde lo “institucional-político” la Ley N° 21.497 que “Moderniza la gestión institucional y fortalece la probidad y la transparencia en las Fuerzas de Orden y Seguridad Pública” una muestra, encontrándose, por otro lado, en la Ley N° 20.965 de los “Consejos comunales de seguridad pública” otro aspecto que va en esa línea, de los años 2022 y 2017, respectivamente. Hoy, en otro momento de la crisis de seguridad pública-ciudadana como se le ha denominado, se avanza en una agenda temática sobre el asunto –mesa de diálogo sobre seguridad, liderada por el Gobierno–, siendo la ley Naín-Retamal la “emblemática-polémica” iniciativa, dada la coyuntura en que se dicta y sus alcances favorables al ejercicio de la función policial, en lo general, otro pronunciamiento.
El caso de la Ley N° 20.965 interesa, ya que coloca en el centro lo local-comunal-barrial, en un esfuerzo de leer mejor el territorio, pero con presupuestos financieros que, en su alcance, aún son insuficientes para una más efectiva función de “prevención-logro” de seguridad ciudadana. Pareciera razonable que Gobierno y Congreso se conectaran más intensamente con los municipios de Chile por medio de sus diversas asociaciones nacionales, regionales e intercomunales y, desde ahí, tener un insumo asertivo para el diseño, ejecución y evaluación de la política pública en comento, mediada, siempre, por la escala regional (gobiernos regionales), en tanto entregan recursos y recomendaciones para concretar acciones ciudadanas y municipales, en un tema que también tiene aristas que se deben abordar a dicha escala.
Desde lo territorial, pareciera que la cuestión de la descentralización es lo que hay que profundizar, a partir de lo que implica la Ley N° 20.965. Si eso es así, ¿qué otras variables deberían colocarse en valor para tales efectos?, el ordenamiento del territorio con todo su instrumental institucional y ajustes, también pareciera ser un aspecto a contemplar, vía su Política Nacional de Ordenamiento Territorial (PNOT), Planes Regionales de Ordenamiento Territorial (PROT), planes reguladores regionales, intercomunales y comunales, entre otros.
En fin, lo claro es que hay que perseverar, pasando de decir que el territorio es importante a incorporarlo genuinamente en el diseño, ejecución y evaluación de la política pública de seguridad.