Observamos con preocupación una disminución de la cobertura de vacunas a nivel mundial, lo que ha llevado a la reaparición o aumento de enfermedades que estaban controladas y que podemos volver a controlar si se recuperan las coberturas necesarias. Esta situación es alertada tanto desde los ministerios de Salud de muchos países, como desde organizaciones transversales como la OMS y la UNICEF, entre otras. En efecto, la UNICEF alertó recientemente que “por primera vez en 30 años, estamos asistiendo al mayor retroceso continuado de la vacunación infantil”.
La pandemia del Covid-19 no ha terminado y no tiene fecha de expiración. Sin embargo, desde médicos y científicos a ciudadanos de a pie, sabemos que no tiene las condiciones de gravedad iniciales, que nos llevó a extensas cuarentenas y duras medidas de cuidado. También sabemos que el presente no hubiera sido tal, sin la vacunación, un tema que sigue escalando en la discusión pública y que resulta clave para abordar en los equipos de salud.
Sin lugar a dudas, las vacunas han sido y son una de las medidas de Salud Pública más relevantes, debido a su efectividad y seguridad. Su uso masivo ha permitido prevenir enfermedades, secuelas graves y muertes, tanto en niños -donde se observa el mayor impacto-, como en adultos de todas las edades. Enfermedades que generaban grandes epidemias en el pasado han dejado de ser una amenaza gracias a las inmunizaciones: Viruela, Sarampión, Poliomelitis, Hepatitis B, Meningitis Meningocócica, por nombrar algunas. La evidencia es incontrarrestable.
Las vacunas actúan tanto a nivel individual como a nivel poblacional; protegen a quien recibe la inmunización y -si se alcanza una cobertura poblacional suficiente- resguardan también a la población susceptible, al crear una “barrera” en la transmisión del agente infeccioso. Esta es la llamada “inmunidad del grupo” o “inmunidad colectiva” (“herd immunity”): mientras menos individuos vacunados haya, la barrera se debilita y, por tanto, las posibilidades de contagio aumentan.
La seguridad de las vacunas también ha sido evaluada y demostrada por múltiples estudios. Sabemos que, como en todo medicamento o intervención sanitaria, siempre existe un riesgo de efectos secundarios, pero la aparición de eventos serios es muy baja y el riesgo de la enfermedad es mucho mayor. Si lo ponemos en una balanza, los beneficios de prevenir enfermedades al recibir una vacuna son mucho mayores que sus posibles efectos secundarios. Además, las vacunas son los productos farmacéuticos a los que se les exigen los estándares de seguridad más altos.
Pese a todo lo anterior, observamos con preocupación una disminución de la cobertura de vacunas a nivel mundial, lo que ha llevado a la reaparición o aumento de enfermedades que estaban controladas y que podemos volver a controlar si se recuperan las coberturas necesarias. Esta situación es alertada tanto desde los ministerios de Salud de muchos países, como desde organizaciones transversales como la OMS y la UNICEF, entre otras. En efecto, la UNICEF alertó recientemente que “por primera vez en 30 años, estamos asistiendo al mayor retroceso continuado de la vacunación infantil”.
Esta disminución obedece a múltiples factores, incluyendo condiciones económicas de los países y los efectos de la pandemia de Covid-19, pero quisiera centrarme en el rol de la desinformación y falsas creencias respecto de la necesidad y seguridad de las vacunas, alimentadas por algunos grupos e incrementadas en redes sociales.
El rol de los especialistas en salud como agentes de información a sus pacientes es clave para seguir previniendo enfermedades, secuelas y muertes, impulsando la adecuada cobertura de las vacunas incluidas en los programas nacionales y las vacunas recomendadas para grupos de riesgo, sin olvidar tampoco las vacunas del viajero, tan necesarias en nuestro mundo globalizado. Así, ayudaremos a las personas a contrarrestar la desinformación y tener vidas más largas, sanas y felices.