La actual crisis ecuatoriana tuvo un factor pretoriano atávico con el pronunciamiento uniformado de algunas “líneas” en el drama. La declaración de las Fuerzas Armadas respaldando al Ejecutivo, sin esperar a otra instancia judicial, confirmó su posición política preeminente, dejando la vida política a su escrutinio. Sin duda, otra forma de involucramiento militar por invitación o con capacidad para dirimir conflictos, lo que siempre implica un riesgo de “nuevo militarismo” (Diamint, 2015) o “militarismo cívico” (Rodríguez, 2018).
Lejanos están los días en que Ecuador era descrito –en una comparación atribuida a Simón Bolívar– como un “convento”, es decir, una sociedad controlada por la Iglesia, y más bien pareciera que los terrores del Libro de Job, Behemoth y Leviathan –metáforas políticas de la anarquía y la imposición de un orden– se han desatado una vez más.
Nada nuevo en la larga duración histórica, podrá decirse, aunque coyunturalmente la tendencia ha sido la inestabilidad, esta se ha ido profundizando a partir de la ola de protestas que sacudieron dicho país entre el 2 y el 13 de octubre de 2019 y que tuvieron al gobierno de Lenín Moreno al borde de sucumbir. El oportuno trasladado gubernamental desde Quito a Guayaquil a cargo de las Fuerzas Armadas salvó la situación. La garantía del aparato militar al presidente Moreno confirmó las constantes del siglo XXI ecuatoriano: la estabilidad pasa por uniformados y movimiento indígena.
Posteriormente llegó la pandemia, y después de aquel dilatado paréntesis, unas elecciones que relucían como la oportunidad de resolver la crisis de legitimidad por la vía institucional. Sin embargo, no fue así. Los comicios, que tuvieron balotaje, catapultaron al poder al empresario conservador Guillermo Lasso, aunque en franca minoría en la Asamblea Nacional con una formidable bancada correísta. Dicha corriente no había podido regresar al poder, dado el esquivo voto de organizaciones cívicas e indígenas, desafectadas de la estrategia de desarrollo nacional de la “Revolución Ciudadana” de Correa, a la que achacaban ser extractivista.
La nueva constelación del poder fue precaria desde un principio, como expusieron las jornadas de protestas lideradas por la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) del 13 al 20 de junio del año pasado. Después, a inicios de 2023, una investigación periodística reveló una trama de corrupción en empresas públicas, administradas por el cuñado del presidente Lasso.
Fue el antecedente que encendió la mecha del juicio político por la Asamblea Nacional del Ecuador, que obtuvo la admisibilidad de la Corte Constitucional el 29 de marzo último. Y cuando pareció que los votos estaban para destituir a Lasso, el presidente optó por la “muerte cruzada”, extinguiendo a la Asamblea Nacional y abreviando su período a un máximo de 6 meses, tiempo durante el cual gobernará con decretos con fuerza de ley, hasta la convocatoria de elecciones generales.
El procedimiento, aunque responde al artículo 148 de la Constitución de Ecuador, suscitó una serie de interrogantes respecto a su fundamentación, situación que se resolvería mediante la definición del tribunal institucional pertinente. No obstante, y es aquí donde comparecen los viejos traumas latinoamericanos, las Fuerzas Armadas se pronunciaron respecto a la ejecutoriedad inmediata de las decisiones de la presidencia, actuando indirectamente como poder dirimente.
Y aunque es evidente que en Ecuador no hay visos de golpe de Estado, y que el expediente de disolución del Legislativo está previsto en su Carta Fundamental, lo que lo hace legal, hay quienes dudan de la legitimidad del sendero adoptado, aun cuando se aleje del golpe con poca estridencia y gran trascendencia que impuso a Evo Morales su exilio de Bolivia en 2019, o del malogrado autogolpe con que el ex presidente Castillo pretendió clausurar el Congreso peruano (de paradójica similitud con la ruptura institucional fujimorista del 4 de abril de 1992) y que decantó en su arresto y reemplazo por la vicepresidenta Boluarte.
Sin embargo, la manera en que decantó el episodio crítico ecuatoriano permite reflexionar respecto de dos riesgos que hay que considerar tanto para los diseños institucionales como en la dinámica política regional.
Primero, las crisis políticas del siglo XXI se apartan del viejo patrón de ruptura de la continuidad democrática, y más bien derivan en la remoción o renuncia presidencial. El trabajo de Alberto Pérez-Liñan, “Juicio político al presidente y nueva inestabilidad política en América Latina” (2009), expone cómo entre 1992 y 2004 cuatro procesos terminaron por el reemplazo presidencial (Fernando Collor de Melo, 1992; Carlos Andrés Pérez, 1993; Abdalá Bucaram, 1997; y Raúl Cubas Grau, 1999), mientras otros tres no corrieron la misma suerte (Ernesto Samper en 1996, y Luis González Macchi en 2002 y 2003). Si pensamos en los últimos 20 años, podríamos agregar varios otros nombres, seguramente encabezados por la ex presidenta Dilma Rousseff, cuya defenestración abrió a la postre una caja de Pandora.
Por lo tanto, conviene repasar si con dicho procedimiento se ha logrado exorcizar las crisis políticas o, más bien, se trata de otra estación de una prolongada “crisis sin ruptura” que continúa sedimentándose. La respuesta no es fácil, ya que toda acusación al presidente puede significar su expulsión del cargo, al tiempo que los niveles de desacuerdo cívico, lejos de retroceder, se atizan, deviniendo a menudo en el acceso al poder de un héroe prometeico (otra tendencia latinoamericana) capaz de conferir certezas a una población hastiada de la “palabrería” de los políticos de siempre. De ahí que no pocas personas se pregunten: ¿los juicios políticos acaso no cumplen las funciones de los antiguos golpes militares?
Al respecto hay que recordar que el caudillaje militar fue parte del paisaje político latinoamericano desde el temprano siglo XIX hasta avanzado el XX, con cuartelazos y pronunciamientos incluidos. Y aunque dicha figura fue con el tiempo desplazada por otra, el líder populista, este no pocas veces tuvo un origen castrense (Lázaro Cárdenas, Juan Domingo Perón, Hugo Chávez y Bolsonaro). Lo anterior, sin obviar que las dictaduras de la Seguridad Nacional en Brasil y el Cono Sur fueron algunas de las más representativas experiencias del Estado Militar en América Latina, y sin olvidar que también hubo proyectos de transformaciones antioligárquicos, redistributivos y de base popular de cuño castrense –como los gobiernos de Velasco Alvarado, Rodríguez Lara, Torrijos o Torres–, también denominados militarismos progresistas (Carmagnani, 1975; Rouquie, 1984). Lo anterior no solo confirma la volatilidad de las etiquetas de izquierda y derechas aplicadas sin más al mundo militar, sino que el predominio del cuartel en la historia larga latinoamericana.
Los procesos regionales de transición a la democracia, inaugurados precisamente por Ecuador en 1979, han experimentado fases de bonanza así como de turbulencias y agitación. La conflictividad en dicho país fue escenificada en el gran levantamiento indígena de 1990, antecedido por la creación de la CONAIE (1986) y la posterior emergencia del étnico partido Pachakutik en 1996. Hacia enero de 2000, la CONAIE respaldó el golpe militar del coronel Lucio Gutiérrez contra el presidente Jamil Mahuad, participando de su gobierno entre (2002-2005) para finalmente convertirse en franca oposición. La debacle del sistema de partidos tradicionales allanó el camino de Rafael Correa, quien estabilizó al país durante una década (2007-2017), aunque no sin críticas de sus detractores de siempre y de algunos de sus aliados circunstanciales.
La actual crisis ecuatoriana tuvo un factor pretoriano atávico con el pronunciamiento uniformado de algunas “líneas” en el drama. La declaración de las Fuerzas Armadas respaldando al Ejecutivo, sin esperar a otra instancia judicial, confirmó su posición política preeminente, dejando la vida política a su escrutinio. Sin duda, otra forma de involucramiento militar por invitación o con capacidad para dirimir conflictos, lo que siempre implica un riesgo de “nuevo militarismo” (Diamint, 2015) o “militarismo cívico” (Rodríguez, 2018).
La paradoja estriba en que precisamente los procesos de desmilitarización de la vida política latinoamericana requirieron respuestas civiles y constitucionales al desafío de la intervención militar, ofreciendo la caída presidencial como “remedio” a una crisis que, en último caso, depende de una articulación de reglas de remoción más la configuración del Congreso, que permite u obstruye la comparecencia de un escudo legislativo presidencial, un complejo sistema cuyos guardianes siguen siendo los pretores.