Si durante los próximos 50 años continuamos creciendo a una tasa de apenas 0,7% anual per cápita, que corresponde al promedio de nuestros últimos diez años (2014-2023), a 2073 habremos llegado a un PIB per cápita de US$ 34.137. Solo un 42% mayor que nuestro PIB per cápita actual. En cambio, si volvemos a retomar la senda del crecimiento y lo hacemos a un 4% anual, que es la tasa a la que se expandió en promedio nuestro PIB per cápita entre 1990 y 2013, habremos logrado un PIB per cápita de US$ 171.16, más de siete veces que nuestra situación actual. ¿Entenderá nuestra clase política, por nosotros, por nuestras próximas generaciones, por las posibilidades económicas de nuestros nietos, la relevancia de volver a impulsar el crecimiento y situarlo en el centro de la agenda?
En 1930, en un discurso pronunciado bajo el mismo título de esta columna, el célebre economista británico John Maynard Keynes reflexionaba ante sus contemporáneos sobre el devenir económico de su tiempo. Se preguntaba Keynes: «¿Cuál podemos esperar razonablemente que sea el nivel de nuestra vida económica dentro de un centenar de años?, ¿cuáles son las posibilidades económicas de nuestros nietos?». El economista concluía, en contra de los sentimientos más pesimistas que campeaban en aquel entonces producto de la depresión, que era razonable anticipar que el perenne problema económico de la humanidad –a saber, la lucha por la subsistencia–, sería finalmente derrotado en un plazo de cien años, dando paso a una era de la abundancia y del ocio. Lamentablemente, cuando uno analiza la dramática desaceleración que han sufrido las cifras de crecimiento de nuestro país durante la última década, no resulta fácil compartir el mismo optimismo de Keynes sobre las posibilidades económicas que esperan actualmente a nuestros propios nietos. De continuar por esta senda, las oportunidades de progreso para las próximas generaciones están condenadas a retrasarse cada vez más.
Chile lleva una década completa (2014-2023) padeciendo un severo proceso de desaceleración económica, el cual nos ha impedido continuar expandiendo nuestras posibilidades de bienestar. No es aventurado sostener que este haya sido uno de los factores –mas no el único– que estuvo en la base de la gran frustración de expectativas destapada con intensidad durante la revolución política de octubre de 2019.
Lamentablemente, tanto la izquierda antimercado como una parte de la derecha –que parece no entender cómo el mercado genera bienestar y edifica la autonomía personal–, han sostenido que la desaceleración del crecimiento en Chile se debe a que, al parecer, “el modelo se ha agotado”. De ahí que sus recetas para salir del estancamiento sean siempre socavar los principios que sostienen una economía libre, apuntando al lucro como la peor de las prácticas, subiendo cada vez más los impuestos, demonizando el rol de los privados en la provisión de bienes públicos o, en suma, abogando por una mayor intervención estatal en los asuntos más relevantes de la vida de las personas. Sostengo que tal lectura es equivocada y no hace otra cosa que continuar profundizando nuestra crisis.
Tampoco es el caso que nuestra desaceleración haya respondido a un escenario económico internacional de menor crecimiento. Los datos descartan aquella hipótesis. Mientras que en el cuatrienio 2010-2013 nuestro PIB per cápita se expandía, en promedio, a más del doble que el PIB per cápita del mundo (4,4% anual en Chile versus 2,1% en el mundo), entre 2014 y 2017 el mundo pasó a crecer tres veces más rápido que nosotros (0,6% anual en Chile versus 1,9% anual en el mundo). Así, todo apunta a que la degradación económica chilena se gestó desde dentro.
Que nuestra desaceleración haya comenzado el 2014 está lejos de ser una coincidencia. Precisamente ese año emprezó a operar la retroexcavadora destinada a «destruir los cimientos anquilosados del modelo neoliberal» y el discurso antimercado comenzó a inundar la psique de nuestra clase política.
Ejemplo de ello fue la fatal reforma tributaria de 2014, que dio la punta de lanza inicial a este proceso y que ni siquiera logró recaudar la mitad de los 3 puntos del PIB que prometía. Elementos claves contenidos en dicha reforma, como la derogación del Decreto Ley 600, que había provisto por más de cuarenta años la certeza y la seguridad jurídica que impulsan la inversión extranjera directa, o el significativo aumento de la tributación a las empresas, constituyen factores fundamentales para entender el origen de nuestra gran desaceleración.
Sin embargo, más importante aún fue el quiebre del consenso político entre la derecha y centroizquierda sobre las virtudes del mercado, que permitió a nuestro país crecer a tasas elevadas y emprender camino hacia el estrecho pasillo de la modernización. Los mejores años de Chile, cuando la pobreza extrema caía desde 48,8% a cifras de solo un dígito, la cobertura en educación se expandía sostenidamente, y las clases históricamente alejadas del consumo comenzaban a experimentarlo de primera fuente, tuvieron como base un sólido proceso de crecimiento económico, fundado precisamente en dicho consenso. Hoy aquel entendimiento común sobre las virtudes de una economía competitiva y abierta se ha esfumado en el aire, y cualquier proceso de reformulación constitucional resultará infructuoso si no se logra retomarlo.
De esta forma, la obsesión antineoliberal no solo ha revelado por largos años la precariedad intelectual de nuestra discusión pública, sino también le ha costado a Chile una década completa de menores perspectivas de bienestar. Y es precisamente de aquella obsesión de la cual nos debemos sacudir como país para volver a recuperar nuestro camino hacia el desarrollo.
Si durante los próximos 50 años continuamos creciendo a una tasa de apenas 0,7% anual per cápita, que corresponde al promedio de nuestros últimos diez años (2014-2023), a 2073 habremos llegado a un PIB per cápita de US$ 34.137. Solo un 42% mayor que nuestro PIB per cápita actual. En cambio, si volvemos a retomar la senda del crecimiento y lo hacemos a un 4% anual, que es la tasa a la que se expandió en promedio nuestro PIB per cápita entre 1990 y 2013, habremos logrado un PIB per cápita de US$ 171.16, más de siete veces que nuestra situación actual. ¿Entenderá nuestra clase política, por nosotros, por nuestras próximas generaciones, por las posibilidades económicas de nuestros nietos, la relevancia de volver a impulsar el crecimiento y situarlo en el centro de la agenda?