En un gesto equivalente al de Aylwin y Lagos, Boric ahora “anestesia” el mito de Allende. Más aún, él viene de recomendar al mundo de izquierda el libro de Daniel Mansuy y de pedirle mirar la historia más allá de la mitologización, acusando con ello ⎯a sabiendas o no del significado de su solicitud⎯ la misma tara epistemológica y la misma causa para ella que identifica el autor.
Como todo buen libro, Salvador Allende. La izquierda chilena y la Unidad Popular, de Daniel Mansuy, se estructura a partir de categorías y oposiciones que le permiten reducir la complejidad de un objeto de estudio, que se prolonga en el tiempo –abarca desde la UP hasta nuestros días– y que tiene al menos tres derivas distintas, pero entrelazadas en un solo relato –Salvador Allende, la Unidad Popular (UP) y la izquierda chilena–. En este comentario mostraré que dichas oposiciones juegan más en contra que a favor del carácter equilibrado y objetivo que pretende el libro.
“Derrota” y “fracaso” es una de las oposiciones categoriales que estructuran dicho relato. Otras categorías requieren que el lector identifique sus pares opuestos. Se trata de la diferencia entre “mito” y “realidad”, entre “sacro” y “profano” y entre “moral” y política”.
La “derrota” refiere las causas del fin trágico de la UP a la intervención de agentes golpistas, tanto internos como extranjeros. El “fracaso” refiere dichas causas a los problemas autogenerados por el propio Allende y la Unidad Popular (al resultado de su política). Toda la primera parte del libro de Mansuy se dedica a exponer dicho fracaso, exposición en que ⎯contra lo declarado por el propio autor⎯ la lógica de la derrota es minimizada, cuando no ignorada.
Tres cosas resaltan al respecto. Primero: la categoría de “derrota” genera un ruido molesto en la medida que, en el lenguaje ordinario, se la asocia a situaciones competitivas o bélicas en que uno de los bandos es ganador y, el otro, perdedor o derrotado (como en una guerra civil). Precisamente eso fue lo que no ocurrió con el golpe de Estado.
Segundo: la opción de Mansuy podría justificarse analíticamente en argumentos relativos a que es un libro sobre la izquierda chilena, sobre la Unidad Popular, a que es muy importante concentrarse en sus falencias y errores en dicha época, o a que las intervenciones externas (“derrota”) están mejor documentadas, etc. Mansuy debe saber que todo ello es distinto y no habilita a que en su reconstrucción histórica ⎯que será leída como tal, más allá de intenciones analíticas⎯ se minimice la relevancia de dichas intervenciones, concibiéndolas a ratos como epifenoménicas, como meras reacciones tardías, originalmente espontáneas y vacilantes, a las indecisiones erráticas del gobierno. A ratos da la impresión de que son las palabras de Allende, o sus silencios y omisiones, o las de Carlos Altamirano (como si poseyesen una magia descomunal), las que despertaron por sí solas la furia golpista. La reconstrucción del “fracaso” aparece como ajena a las circunstancias de la “derrota”, generando un relato desequilibrado y abstracto, donde la narración pone a las decisiones de Allende y las de la UP fuera de las circunstancias del golpismo.
Que se entienda bien mi punto. No cabe duda de que el análisis de los errores y omisiones de Allende y la UP es muy relevante, pero igualmente necesario es evitar el efecto nefasto de trasladar la responsabilidad principal del golpe al propio Allende y la coalición gobernante. En el libro se hace poco para evitar dicho efecto. Además, en el relato, el golpe aparece como inevitable, como un destino fatal.
Aludiendo a la misma relevancia que Mansuy le otorga a la idea de responsabilidad y agencia política, hay que decir y repetir (cosa que él no hace en absoluto) que el golpe era evitable y que los responsables últimos de que ocurriera fueron los golpistas. Mansuy es, en general, un intelectual equilibrado en sus puntos de vista, pero su reconstrucción histórica no lo es. En la segunda parte del libro se refiere, de manera incidental, a la “derrota” y el “fracaso” como causas en equilibrio –en el sentido de que interactúan y hacen parte de un relato complejo–, pero la minimización de la primera y maximización de la segunda es parte esencial de su relato en el primer apartado. Un par de líneas aclaratorias no pueden corregir el tenor de las más de 150 páginas iniciales.
Pero avancemos. No creo equivocarme al decir que la categoría más esencial de la narración es la de “mito”. Aplicada a la figura de Allende ⎯fundamentalmente al que da la vida en La Moneda⎯, recorre todo el libro y se constituye en un nodo que permite articular el relato global. Antes de ir a ello, hay un punto interesante a tratar. Cabe pensar que esa categoría es sintomática de la razón por la que este libro se ha transformado en un fenómeno de conversación (y muy posiblemente de ventas), aunque menos de debate crítico.
Su autor ⎯un intelectual de derecha⎯ adopta una posición de exterioridad, equivalente a la de un antropólogo que estudia los mitos de una tribu o cultura extraña, y respecto de la cual, en principio, no tiene compromisos afectivos de ningún tipo. Fictiva o no, tal es la brecha epistemológica sobre la que se levanta el libro. Ella permitiría no solo ver lo que se les oculta a los miembros de la tribu (las personas de izquierda) sino además tener la distancia crítica necesaria para realizar un análisis objetivo; distancia que no pueden o muy raramente podrían adoptar dichos miembros. Siguiendo la metáfora del antropólogo, resulta del todo legítima la pregunta acerca de si sus observaciones y valoraciones son hechas desde ese difícil lugar que llamamos neutralidad o ⎯como resultaría más plausible y humano⎯ ellas se realizan más bien desde la perspectiva de otra tribu, llamada derecha, cuestión que se conoce técnicamente como etnocentrismo.
Cuando el autor usa la categoría de “mito” ⎯el “mito” de Allende⎯ opone, de manera implícita, la categoría de “realidad”. Esta última, a su vez, tiene dos significaciones. Por un lado, mito se contrapone a la realidad objetiva, a los hechos tal cual fueron. Por otro lado, realidad significa los diferentes contextos históricos o escenarios políticos en las que el mito es encarnado o interpretado. Estas dos oposiciones son generativas de parte importante de los argumentos del libro.
El mito de Allende narra la vida de un héroe y tiene un valor simbólico en el sentido sociointegrativo, de generación y sostén de la identidad de la izquierda chilena. La realidad refiere al ámbito de los hechos objetivos, verificables, que pueden observarse y comprobarse, idealmente mediante la investigación científica, historiográfica. La mitologización de Allende tendería a resistirse frente al estudio y juicio de sus actos reales, como hombre político. Con este par categorial, muy posiblemente, Mansuy no haga otra cosa que, sin saberlo, recurrir (aumentando drásticamente el dramatismo del asunto) a la diferencia entre “historia” y “memoria”; dos formas ciertamente contrapuestas de rescatar el pasado para el presente y futuro; una que acentúa una aproximación cognitiva y otra sociointegrativa al pasado.
Hay dos juegos de categorías que son solidarias a esta oposición entre mito y realidad. Se trata de la oposición entre lo sacro y lo profano y entre moral y política. La figura de Allende se batiría entre pertenecer al ámbito de lo sacro o de lo profano; división de ámbitos que ⎯como sabemos desde la sociología de Durkheim, basada en la antropología de tribus australianas⎯ estructura la forma más elemental de la vida religiosa. Siguiendo a Tomás Moulian, Mansuy evidencia en las propias palabras finales de Allende un vínculo simbólico con el siervo doliente de Isaías y la figura de Cristo. Al ser ubicada en el ámbito de lo sagrado, de lo trascendente, la figura de Allende, venerada y tratada con infinito respeto, queda inmunizada del análisis del político común y corriente, del ministro, senador y presidente que, como cualquier ser humano, adoptó decisiones correctas e incorrectas, etc. En un sentido funcionalmente equivalente a lo anterior, se detecta la oposición entre el Allende que se suicida y el hombre político; entre valoración moral y política.
Otra cuestión que se hace evidente en la lectura del texto es que, para Mansuy, las valoraciones o evaluaciones realizadas en el marco de estas categorías se encuentran en relación de suma cero. Valorar o evaluar a Allende, sus acciones, sus palabras, sus silencios o gestos en términos míticos, sacros, morales se encuentra en relación directamente inversa a si se lo hace en términos de la realidad profana de los hechos políticos, tal cual fueron; ello, tómese nota, según la propia reconstrucción realizada en la primera parte del libro. Lo mismo vale en sentido contrario. El uso de estas categorías dicotómicas y en relación de suma cero, se traduce en tres argumentos.
En diferentes niveles, estos tres argumentos dependen de lo que se considere “la” realidad. Aquí debemos volver a la dicotomía “derrota”/“fracaso”, que son las categorías con las que Mansuy refiere a las causas del golpe, acentuando de manera excesiva la segunda de ellas. Si esa es “la” realidad, cuando ⎯contrariando la reconstrucción propuesta en el libro⎯ se acentúa la “derrota” por sobre el “fracaso”, entonces Mansuy diagnostica una tara cognitiva, y ello con independencia de la enorme cantidad de evidencia que avala la lógica de la derrota.
El punto es que producto de una mistificación de la realidad, se reduce a Allende a un ente sin agencia y sin capacidad de gobernar las circunstancias, se desresponsabiliza a la UP del golpe, y se deja de aprender así de los errores, de la historia. Salvaguardando al mito, se dejan de hacer las preguntas difíciles y necesarias, que hizo la renovación socialista, pero que hoy se encuentran olvidadas. Esto es muy claro en el apartado final, “Anexo”, del libro, en el que Mansuy revisa algunos textos sobre Allende. Salvo los análisis de Tomás Moulian y Manuel Antonio Garretón, de los años ochenta, ⎯en los que Mansuy identifica las bases más agudas de lo que fue la renovación socialista, que hizo posible la Concertación de Partidos por la Democracia⎯ el resto de los intelectuales de izquierda, de uno u otro modo, tienen un juicio desequilibrado, precisamente en el sentido de ser presas del embrujo o el encantamiento del mito, privándose con ello de un análisis objetivo de la política de Allende y la Unidad Popular.
Cabe preguntarse si Mansuy no opera con el sesgo opuesto al que acusa, y no solo respecto de su reconstrucción histórica, sino también de cómo analiza el movimiento intelectual de la renovación socialista. Las dudas sobre esta interpretación de sus textos solo la pueden resolver el propio Moulian y Garretón. Lo cierto es que Mansuy pone sobre la mesa de releer los textos de ese movimiento.
Este no es un libro de derecha en sentido clásico, cabe insistir, plagado de prejuicios y con un afán exculpatorio. Sería absurdo (des)calificarlo como tal, menos recurriendo a los antecedentes familiares del autor, cercanos al golpismo. Pero tampoco está escrito desde “la perspectiva de ninguna parte” (the view from Nowhere). Cabe recordar (sospechar) que Mansuy ⎯el antropólogo con una perspectiva externa a la tribu⎯ no observa desde un punto objetivo y neutro, sino que él mismo pertenece (legítimamente) a otra tribu, la tribu de derecha. Ello se delata en lo desequilibrado de su reconstrucción histórica y en que acuse taras cognitivas a quien ponga los acentos en los polos opuestos (la derrota por sobre el fracaso).
El “mito” también se opone a “realidad” cuando esta última refiere a los diversos escenarios políticos postgolpe en las que el mito de Allende es reinterpretado. Parte importante de la riqueza y brillantez de Salvador Allende. La izquierda chilena y La unidad Popular se debe a las reflexiones concentradas en la segunda parte del libro.
Mansuy rescata que Moulian y Garretón hayan sabido separar aguas entre la dimensión mítico, sacra y moral de Allende, de una parte, y la realidad mundana del hombre político, de la otra; que hayan entendido que realizar un análisis político ⎯capaz de dar cuenta de las causas internas del fracaso de la Unidad Popular; es decir, de la responsabilidad que el propio Allende y su coalición tuvieron en dicho fracaso⎯ debía interrumpirse ahí donde se trataba de reconocer la figura mítica de Allende, su estatura moral. Mansuy refiere aquí al “potencial de despliegue” que posee esa figura, como el mismo autor lo llama, citando a Garretón.
El mito no solo se resiste a perder su estatura frente a la reflexión autocrítica de la izquierda, sino que, además, “se resiste a ser encerrado” o atrapado por los modos en que se le interpreta en las realidades histórico-concretas. El “mito se resiste a ser encerrado, todo mito tiene vocación y potencial de despliegue”.
En el contexto de los gobiernos de la Concertación, Patricio Aylwin ⎯en el momento de presidir los actos de los funerales oficiales de Allende⎯ habría buscado recuperar para sí la figura de este, pero mediante una operación de “domesticación del mito”, o de un conjuro que lo liberase de todo potencial disonante o peligroso para el nuevo orden. Se trató de “convertir a Salvador Allende en una figura funcional al proyecto concertacionista”. Allende fue interpretado como un socialista renovado, acorde a la convergencia entre socialistas y democratacristianos y la noción de reconciliación nacional. Un ejercicio equivalente de interpretación del mito de Allende habría acometido Ricardo Lagos en el contexto de la inauguración de su estatua en 2000 y de la reapertura de la puerta de Morandé 80, pero ahora bajo una operación que Mansuy identifica como “sustitución”. Según esta operación, Lagos busca unir en su propia personalidad el ideario de la tradición socialista y, más aún, la unidad y reconciliación de los chilenos.
Pero estos intentos de atrapar el mito de Allende fueron momentáneos, pues “los mitos tienen vida propia, no es posible dominarlos sin más. Las leyendas no se manipulan impunemente”. En los noventa comenzaba a crecer una crítica de la Concertación y, con ello, a despertar una resignificación del mito de Allende. De la mano del propio Moulian, ahora crítico perspicaz de la Concertación ⎯el Moulian de Chile actual. Anatomía de un mito (1996)⎯, Allende pasa al bando de quienes enarbolan una crítica radical al modelo y son oposición al gobierno de la Concertación. “En los años ochenta, la renovación realiza ingentes esfuerzos por mantener el equilibrio entre el mito y el examen descarnado de la realidad política; en los noventa, Moulian abandona del todo la búsqueda de dicho equilibrio. El mito ha triunfado en la mente y en el corazón de uno de los críticos más agudos de la mistificación de la UP”.
Ignorando la tradición de la renovación socialista (al primer Moulian), las nuevas generaciones, el Frente Amplio, radicalmente críticas de la Concertación, buscaron “profundizar y darle traducción política al diagnóstico autoflagelante formulado en Chile actual. Anatomía de un mito, de Tomás Moulian”. El mito de Allende debía encarnarse en un proyecto más fiel al gesto radical de Allende y que superara la prudencia y moderación, el afán de reconciliación, con que se le había encerrado y traicionado mediante las operaciones de “domesticación” y “sustitución”. Gabriel Boric, en sus discursos (y hasta gestos) originales busca encarnar en él mismo la figura de Allende, tomar la posta histórica de su gobierno, saltándose todos los años de la concertación. Al poco andar, “hubo de resignarse, por la fuerza de los hechos, a anestesiar al mito del que quería beber. Esta es, sin duda, su mayor derrota ideológica: se vio obligado a transformar su gran punto de referencia en un mensaje vago y sin mayor consistencia. Allende ha quedado despolitizado”. En un gesto equivalente al de Aylwin y Lagos, Boric ahora “anestesia” el mito de Allende. Más aún, él viene de recomendar al mundo de izquierda el libro de Mansuy, y de pedirle mirar la historia más allá de la mitologización, acusando con ello ⎯a sabiendas o no del significado de su solicitud⎯ la misma tara epistemológica y la misma causa para ella que identifica Mansuy.
Mansuy tiene mucha razón en señalar que los mitos tienen “un potencial de despliegue”, que los lleva siempre más allá de sus encarnaciones concretas. Los mitos pueden siempre reinterpretarse y reimaginarse de diversas maneras y según diferentes momentos históricos; fluidez que hace que sigan siendo relevantes. Ese es el caso de Allende. Pero nuevamente las dicotomías traicionan al autor; en este caso aquella entre el Allende que se suicida en la Moneda y el hombre político; entre gesto sacral y sacrificial y vida política real y mundana. Una lectura atenta muestra que el propio Mansuy encierra el mito de Allende en esta última figura, en “su gesto radical”, “su último gesto”, la “radicalidad de su exigencia” expresada en su suicidio; en “la lógica sacrificial”. Esta dicotomía es abstracta. De imponerse esta interpretación del mito de Allende, este volverá a desplazarse y a mostrar que es más que eso.
El momento sacrificial, sin duda clave, no puede aislarse de la vida y, de hecho, tiene sentido porque en la vida mundana, con todas sus contradicciones, se logra identificar un significado universal. Que Allende hubiese sido asesinado por los militares, como muchos han creído, no cambia la historia del significado de Allende. Piénsese en Gandhi, Martin Luther King o Mandela. Sus asesinatos o el encarcelamiento no tienen sentido propio, sino en el marco de toda una vida. En el caso de Allende, lo que muchos consideraron su error político cardinal —esto es, el no haber cedido frente al llamado a la violencia, proveniente tanto desde adentro como desde afuera, de sus supuestos aliados como de sus enemigos— es lo que lo eleva a una figura universal. Su victoria en cuanto arquetipo universal de justicia y democracia resulta inseparable de su vida política real.
Este libro recuerda indirectamente que, a 50 años del golpe de Estado en Chile, las disputas sobre el pasado están lejos de cerrarse. Ese ya es un fenómeno en sí mismo. La disputa versa sobre qué ocurrió, cuál es el significado de ello, y su valor para nuestros días. Mansuy ha dado su versión. El fenómeno no es tanto el libro mismo sino la positiva y amplísima recepción de la que ha gozado. Merecida, sin duda. Se echan de menos hasta ahora los llamados a leerlo con precaución.