Para parte fundamental de esas élites (de dudosa cultura geográfica) la Antártica Chilena es una abstracción que, en la práctica cotidiana, está a disposición del buenismo internacionalista, que propone convertirla en patrimonio común de la humanidad. Son esas élites las que voluntariosamente desconocen que, en los hechos y en el Derecho Internacional del siglo XXI, la Antártica y su océano circumpolar –con todos sus recursos naturales– desde ya son el objeto del deseo de diversas potencias, especialmente de China, Rusia, Argentina y Australia.
No obstante que los pronósticos avizoraban lluvias torrenciales y amenazas asociadas para la zona centro-sur, el Presidente de la República, Gabriel Boric, insistió en la importancia de viajar a la Antártica en invierno, acompañado de una nutrida delegación. Si desde la perspectiva del Estatuto Antártico (2021) el objetivo consistía en reforzar nuestros derechos soberanos en el continente polar (y espacios marítimos circundantes), lo concreto es que, según un comunicado de la propia Presidencia, el programa solo incluía un recorrido por Villa Las Estrellas y el lanzamiento de un globo aerostático del Instituto Antártico Chileno (Inach).
De regreso al territorio sudamericano, el Presidente visitaría Puerto Williams para, según el mismo comunicado, con la ministra Camila Vallejo hacer un aporte al club de futsal femenino de dicha localidad. Al poco andar la realidad meteorológica reclamó la presencia del Presidente en Santiago. Con ello –si atendemos a los objetivos explicitados–, no fue posible ni lanzar el globo del Inach, ni entregar el incentivo al equipo femenino de futsal. Se supone que esos objetivos de política antártica quedaron pendientes.
En lo inmediato, la visita del Presidente a la Antártica pareció dirigida a poner un contrapunto al viaje efectuado en febrero por el Presidente de Argentina, ocasión en la que dicho personero invitó bien a sus connacionales a pensar la Antártida, las islas del sur y el inmenso mar que las circunda como una fuente de riqueza que existe, pero que está inexplorada.
Según ese concepto –junto con la cooperación científica–, la política antártica argentina está diseñada para reafirmar su interés sobre el territorio y sus recursos, dando por sentada la importancia material que, para el futuro del país, tiene la posesión efectiva de los espacios antárticos y subantárticos.
A diferencia de lo anterior, la visita del Presidente chileno no parece obedecer a ningún diseño estratégico. Es un gesto que, si bien da continuidad a la presencia que desde 1947 han mantenido los presidentes de Chile, en contante y sonante no agregó nada nuevo a lo que había antes de la visita.
La falta de objetivos políticos de largo plazo que afecta a nuestra política polar resulta directamente instrumental a cierto voluntarismo elitista, que concibe nuestros territorios australes y polares (y sus recursos naturales) como una mera abstracción. Esa abstracción ha permeado políticas públicas, incluida la política exterior que –usando a nuestra geografía como un souvenir– parece empeñada en renunciar al control efectivo del Austro chileno en favor de cierto esfuerzo para salvar el planeta.
Es esta característica de cierta parte de la élite la que también explica la ausencia de mención al territorio geográfico en el actual proyecto de Constitución. Para algunos expertos de Santiago, los chilenos vivimos en la nube. Solo en subsidio el art. 132 del proyecto elaborado por la Comisión de Expertos se refiere a los Territorios especiales, limitándolos a Rapa Nui y al archipiélago de Juan Fernández. La enumeración es taxativa y resta –¡oh detalle!– más de 9 millones de km2 de territorio marítimo y de tierra firme polar que, entre los meridianos 53º y 90º Oeste y el Polo Sur, al sur del Punto F del Tratado de Paz y Amistad de 1984, según el Estatuto Antártico y el Decreto del Antártico (1940), otorgan contenido material a la expresión derechos soberanos de Chile.
En algunos círculos se comenta que el silencio en materia de territorios antárticos y subantárticos obedece a que ningún país reclamante de territorio en la Antártica ha incluido en su Constitución una mención al respecto. Esto, simplemente, no es así. En sentido estricto, Chile no ha reclamado territorio en la Antártica. El Decreto de 1940 se limitó a explicitar los límites exteriores de nuestra soberanía polar y subpolar, una continuidad que incluye las islas al sur del canal Beagle. Si consideramos la presencia de nuestros pueblos originarios desplegados en ese último espacio, la presencia chilena es mucho más que centenaria.
Es más: si la referencia a la longitud 53º Oeste se ajusta a ciertos arreglos alcanzados en el siglo XVIII entre España y Portugal, en lo fundamental el Decreto de 1940 considera territorio chileno a la geografía en la que, incluso antes del descubrimiento de la Antártica (1819-1820), los mercantes de Valparaíso, Talcahuano y Chiloé regularmente practicaban la ruta circumpolar del cabo de Hornos (alcanzando incluso más allá de la latitud 61º Sur).
Loberos como Andrés MacFarlane (1820) y José Nogueira, balleneros como Adolfo Andresen y muchísimos otros desconocidos pescadores chilotes y magallánicos, operaron con pabellón chileno a lo largo y ancho de esa misma región, asegurando continuidad a nuestra presencia, uso y ocupación del espacio. Nuestra presencia permanente en el Mar Austral y en el área del Tratado Antártico (al sur de 60º Sur), tiene muchos siglos; ergo, es muy anterior a la llegada de los primeros científicos, las primera ONGs o los primeros turistas provenientes de Ushuaia.
En este ámbito es también de central importancia dejar de incluir al uti possidetis como fuente de derechos antárticos. Como los expertos de Santiago deberían conocer, en el Derecho Internacional moderno esa argumentación está superada. Hoy, lo que verdaderamente importa, es la ocupación y control efectivo del territorio.
Las constituciones del Perú (Art.54) y Bolivia (Arts. 267 y 268) contienen menciones expresas al territorio. Junto con la obligación ciudadana de armarse en defensa de la Patria (art.21), la Argentina contiene la Disposición Transitoria Primera, que reitera la legítima e imprescindible soberanía sobre las islas Falkland/Malvinas. Esa norma está ratificada en la Constitución de la Provincia de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur y, en 2009, fue implementada según la normativa de Convención sobre el Derecho del Mar (Convemar), relativa a la plataforma continental más allá de las 200 millas.
En el contexto de ese ejercicio geojurídico, Argentina reclamó parte sustancial de la Antártica Chilena e impuso una reinterpretación del Tratado de Paz y Amistad de 1984.
En el caso británico, mientras las islas Falkland y el Territorio Antártico Británico tienen la condición jurídica de Territorios de Ultramar, para efectos constitucionales (política exterior y de defensa), son dominios de la Corona británica. En el caso australiano, el asunto está regulado por un Acta de 1954 (anexa a la Constitución), la cual se ejercita en consonancia con las obligaciones del Tratado Antártico. Sin embargo, esas obligaciones internacionales no impidieron que en 2004 Australia se convirtiera en el primer país reclamante que usó la Convemar para incluir espacios de plataforma continental al interior del área del Tratado Antártico. Australia sostiene que le pertenece cerca del 42% de la Antártica.
El aplauso fácil de algunos pocos a la visita de Gabriel Boric a la Antártica ilustró –como tantas veces– la renuencia de las élites centralistas a comprender las realidades impuestas por la geografía y la geopolítica.
Para parte fundamental de esas élites (de dudosa cultura geográfica) la Antártica Chilena es una abstracción que, en la práctica cotidiana, está a disposición del buenismo internacionalista, que propone convertirla en patrimonio común de la humanidad. Son esas élites las que voluntariosamente desconocen que, en los hechos y en el Derecho Internacional del siglo XXI, la Antártica y su océano circumpolar –con todos sus recursos naturales– desde ya son el objeto del deseo de diversas potencias, especialmente de China, Rusia, Argentina y Australia. Como lo ha desnudado el Presidente argentino, mucho más allá de la importancia de la cooperación antártica, lo que en perspectiva importa es el control efectivo de los espacios y sus recursos.
El Presidente Boric y su gobierno se equivocarían si en esta materia sucumben ante la autocomplacencia de los expertos de Santiago. Nuestra Antártica y Mar Austral (y el conjunto del Mar Chileno) no son simples cuestiones técnico-jurídicas: son asuntos de importancia política, geopolítica, material y económica, que atañen a los derechos soberanos del Estado y, en consecuencia, a los derechos del 100% de los ciudadanos.
El pueblo chileno no puede volver a omitir a su territorio de la Constitución. No hacerlo, facilitaría la descoordinación entre políticas públicas, permitiendo nuevos despropósitos como el Tratado sobre el Campo de Hielo Sur (1998), o el imperdonable olvido que, por más de una década, sufrió nuestra la plataforma continental magallánico-antártica (millones de km2).
Si –con conocimiento de causa– se comenta que al grupo de expertos constitucionales (o a sus partidos) les faltó coraje para incluir al territorio en la Constitución, el Gobierno y los consejeros constituciones elegidos por sufragio popular (especialmente los que son mayoría) no deben incurrir en el mismo error. Deben tener coraje.
En ellos confía el interés permanente de Chile.