Si alguien pensaba que el régimen de Nicolás Maduro iba a cambiar de actitud y abrir la posibilidad de una alternancia en el poder, entonces debe ser correctamente tildado de cándido. Esto se refuerza con los últimos hechos como la inhabilitación de la candidata Corina Machado por una institucionalidad completamente capturada y a quien las encuestas ya proyectaban su victoria en el caso de enfrentarse a Maduro. También las nuevas restricciones a las ONG y el anuncio de que no se permitirán observadores (al menos de la UE) en las elecciones del próximo año.
En tiempos en que están tan presentes en el discurso público global y nacional los temas de democracia y derechos humanos, es imposible no abordar la situación de Venezuela.
Venezuela es una llaga abierta en Sudamérica. Con un gobierno dictatorial que se arropa impúdicamente como un sistema democrático, cuando el inconmensurable daño causado en primer lugar a su población, pero también a los países de la región, está a la vista de todos. Más de siete millones de venezolanos han emigrado, lo que representa alrededor del 25% de la población del país. Estas personas han votado con los pies, no solo ante una estrepitosa y brutal pauperización del que fuera uno de los países más ricos de América Latina, también por la instalación de un sistema autoritario, represivo y corrupto, que no trepida en violar todos los derechos y garantías personales para permanecer en el poder. Del total que ha emigrado, seis millones se han instalado en países de la región, con un fuerte impacto social y político, en lo que representa el mayor movimiento poblacional de que se tenga registro en esta parte del mundo.
Las innumerables evidencias de una política estatal contra los derechos humanos han dado pie a un proceso ante la Corte Penal Internacional, con una investigación abierta desde 2018 que concluyó en su fase preliminar en 2021 y sigue avanzando hacia un juicio por delitos de lesa humanidad.
La investigación recopiló los testimonios de más de 8.000 víctimas de torturas, detenciones arbitrarias, violencia sexual, desapariciones forzosas y ejecuciones extrajudiciales cometidas desde 2014 en el marco de manifestaciones antigubernamentales.
Es la primera vez que se inicia una investigación contra un gobierno en ejercicio y también la primera que involucra a un país latinoamericano en esta instancia. La acción fue impetrada, también inéditamente, por otros estados parte del hemisferio: Colombia, Argentina, Chile, Perú, Paraguay y Canadá.
Como es evidente, la persistencia de la violación de los derechos humanos en este país es imposible de desvincular de su régimen y, por lo tanto, no habrá una real solución mientras este no cambie.
¿Qué hacer?
Se requiere una combinación de una nueva estrategia en la política exterior doméstica y regional, con la mantención de ciertos elementos anteriores. Para ello, hay que examinar qué funcionó y qué no.
Un esfuerzo significativo que debe recordarse y rescatarse es la coordinación de varios países, congregados en lo que se conoció como el Grupo de Lima. Este grupo, que llegó a tener 12 miembros del continente (un tercio del total) y del cual nuestro país formó parte, logró una estrecha coordinación colectiva para enfrentar la dictadura chavista, que entre otras cosas incluyó recurrir a la Corte Penal Internacional y apoyar a la oposición venezolana democrática, logrando que unos cincuenta países reconocieran a Juan Guaidó como el legítimo gobernante de Venezuela.
Lamentablemente este esfuerzo falló por diversas causas, entre las que destacan el cambio de signo gubernamental de varios de los miembros que incidió en su inmovilismo o derechamente retiro del grupo, la fragmentación de la oposición venezolana, la intervención de terceros estados como México y Noruega, la intervención del expresidente español José Luis Rodríguez Zapatero también como mediador y el fallido acto de Cúcuta.
Respecto del tema de cambio de gobiernos, es lamentable que en la mayoría de los casos el color de quien detenta el poder ha condicionado su actitud respecto del régimen chavista. Genéricamente la mayoría de los regímenes de izquierda han oscilado entre su apoyo a este o en un papel de neutralidad u omisión en iniciativas en su contra. Desgraciadamente, hay una gran deuda de la izquierda latinoamericana en materia de solidaridad democrática con Venezuela, Cuba y Nicaragua, que se arrastra por décadas y en mi opinión ha sido tremendamente relevante en la subsistencia de estas dictaduras.
La intervención de terceros, como México, Noruega y Rodríguez Zapatero, asumiendo que fueron gestadas de buena fe, no dialogaron con el Grupo de Lima, lo que debilitó su posición y le facilitó al régimen de Maduro acentuar esa circunstancia. Eso sumado a la captura de todas las instituciones y a la fragmentación de la oposición, le permitió usar estos procesos para ganar tiempo, desgastar a la contraparte y consolidar su poder.
La estocada final al Grupo de Lima fue el acto de Cúcuta en 2019. Básicamente se esperaba que un acto de solidaridad con la oposición democrática en esa ciudad colombiana en la frontera con Venezuela impulsara una gran movilización ciudadana en ese país, además de una insurrección militar para botar al régimen. Pero la arriesgada apuesta a la cual asistieron los presidentes de Colombia, Chile y Paraguay no resultó y sepultó el ya debilitado papel del Grupo de Lima. Esa fue su última actuación, a pesar de seguir existiendo nominalmente.
Desde el 2019 en adelante, la pandemia y la guerra en Ucrania significaron cambios que beneficiaron a Maduro. No solo se sacó la presión regional, con cada país volcado a la emergencia económica y sanitaria, también logró un cambio de actitud incluyendo a Estados Unidos, ante la alteración del mercado energético por las sanciones a Rusia y la circunstancia de ser Venezuela un país petrolero. Ese mismo petróleo que antes se procuraba restringir para asfixiar al régimen, ahora era esencial para asegurar el suministro a Occidente y bajar los precios.
Los países mayoritariamente restablecieron los vínculos con el régimen de Maduro, incluyendo a nuestra región. México y Brasil (también Argentina en su cumbre de CELAC) marcaron el tono invitando a Maduro a la CELAC y a la Cumbre Sudamericana, respectivamente, reintroduciendo a Venezuela en el concierto latinoamericano. La nueva dinámica se basa en el realismo. Si no fue posible remover al gobierno chavista, ahora hay que aceptar su existencia y que es un interlocutor válido con el cual hay que cooperar en temas tan relevantes como la migración, la seguridad y el crimen organizado, haciendo énfasis en la recuperación institucional del país, lo que debe apuntar a elecciones que se puedan denominar competitivas, y así abrir la alternativa de un cambio.
Pero a diferencia de hace unos años, actualmente no hay articulación en la región para asumir esto. América Latina ha cedido la posta a otros, incluyendo a la Unión Europea.
Si alguien pensaba que el régimen de Maduro iba a cambiar de actitud y abrir la posibilidad de una alternancia en el poder, entonces debe ser correctamente tildado de cándido. Esto se refuerza con los últimos hechos como la inhabilitación de la candidata Corina Machado por una institucionalidad completamente capturada y a quien las encuestas ya proyectaban su victoria en el caso de enfrentarse a Maduro, así como las nuevas restricciones a las ONGs y el anuncio de que no se permitirán observadores (al menos de la UE) en las elecciones del próximo año.
Regresando entonces a la pregunta de qué hacer, en mi opinión es indispensable volver a coordinar una posición regional en torno a un mínimo común denominador: asegurar que las próximas elecciones sean transparentes y competitivas entendiendo que solo los venezolanos pueden resolver su profunda crisis. Esto debiera sumarse a otros esfuerzos como lo que están tratando de hacer la UE, OEA y ONU y combinar un trabajo y acompañamiento en la propia Venezuela con acciones externas, incluyendo presiones y sanciones si fuera necesario contra su gobierno en casos de incumplimiento.
Junto con lo anterior, se debe asumir que hay un triángulo entre Venezuela, Cuba y Nicaragua. Sus regímenes se han apoyado compartiendo “mejores prácticas” represivas y recursos, existiendo en sus gobiernos la absoluta claridad que, si cualquiera de ellos cae (recupera la democracia), es altamente probable que los otros seguirán la misma senda. Por eso y a diferencia de la experiencia pasada, la situación venezolana no se puede aislar de estos países (ni ignorar que China y Rusia están en un escalón más alto) y deberá considerarse en todas las dimensiones de la relación, incluyendo la promoción de la democracia.
Si no hay unidad y coordinación como la indicada, las posibilidades de un cambio se reducen y hasta parecen inalcanzables, como lo testimonia la dictadura castrista (más de 60 años). Pero para que haya unidad debe fundarse en la primacía de la democracia y del respeto de los derechos humanos y, lamentablemente, hay aquí un serio problema de identidad de un espectro importante de la izquierda latinoamericana que antepone en este caso la ideología a la libertad y la dignidad humana, en una solidaridad mal entendida con dictaduras que se autodesignan de izquierda y que han marcado, en un maldito resabio de la Guerra Fría, profundamente a este sector.
Ojalá, al menos en el plano local, que la conmemoración de los 50 años de la tragedia del golpe de Estado nos induzca a una profunda valoración de la democracia y del respeto de los derechos humanos, sin apellidos.