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¿Por qué debemos ser cosmopolitas? Opinión

¿Por qué debemos ser cosmopolitas?

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Álvaro Ramis Olivos
Por : Álvaro Ramis Olivos Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC).
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Existe cada vez más consenso en que el orden neoliberal está en crisis. Lo que está por definir es qué tipo de orden que le reemplazará. Por un lado, está la propuesta de la derecha radical, que apuesta por un Estado soberano absoluto, que se rija bajo la lógica del autointerés, la fuerza y la imposición del principio hobbesiano que afirma que la autoridad, y no la verdad, hace la ley. Creo que, ante ese escenario, que lleva a guerra perpetua y al suicidio colectivo, sólo cabe adherir a un orden global cosmopolita fundado en la capacidad de la cooperación racional humana como fuente de libertad y justicia universal.


La derecha radical nos está haciendo saber, a cada momento y de muy diversas maneras, que tiene un nuevo enemigo principal que sintetiza todos sus odios. Lo llaman “globalismo” y abarca un conjunto de instituciones, procesos y circunstancias que condensan todo lo que aborrecen: las Naciones Unidas, la agenda 2030, la diversidad sexual, el feminismo, en síntesis, los derechos humanos en su dimensión universal y vinculante.

Se trata de un discurso ultraconservador, pero que rompe con ideas básicas del conservadurismo del siglo XX, que defendió la estabilidad del orden político mundial y el valor de la persona humana como límite ante la acción del Estado. Es un mensaje que presume de nacionalismo, pero no tiene ningún resquemor a la hora de abrir las fronteras económicas para el gran capital transnacional si les parece conveniente. Porque se trata del viejo fascismo, disfrazado en el estrambótico lenguaje “iliberal” de nuestro tiempo.

A quienes nunca hemos apoyado la desregulación financiera y los procesos de globalización neoliberal nos desconcierta cuando la derecha radical alardea contra lo que llama “globalismo”. Esto pasa porque esa noción se confunde con la idea de “globalización”, como expresión del llamado “Consenso de Washington”. Ese proceso se instauró entre 1989 y el fin de la década de los noventa, y consistió en la aplicación estandarizada de paquetes de reformas definidas desde las instituciones de Bretton Wood (el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial principalmente). Apuntó a priorizar la estabilidad macroeconómica, la liberalización y desregulación económica y comercial, la reducción del rol y competencias del Estado y la expansión del ámbito del mercado como proveedor de bienes y servicios dentro de la economía interna.

La globalización era un adversario complejo, porque ante la dinámica liberalizadora de los mercados no era posible oponer la vieja racionalidad keynesiana, que entró en crisis a mediados de los años setenta por la imposibilidad de financiar la expansión de los presupuestos públicos sobre la base de deuda, inflación y encarecimiento de insumos claves de la producción, como el petróleo, la energía y el transporte. Hoy, por efecto de la crisis financiera de 2008, de la pandemia del COVID, la guerra en Ucrania y la crisis climática, los estados desarrollados están transgrediendo deliberadamente todos y cada uno de los dogmas del Consenso de Washington, por lo que se evidencia una crisis casi definitiva de la racionalidad neoliberal. En la práctica ya no rigen sus normas y se está transitando poco a poco a un nuevo orden económico y político, que está en plena disputa en sus términos de referencia y aplicación.

Este giro explica que una parte de la derecha, la más ideológica y agresiva, haya reflotado su oposición a la definición de marcos legales y normas supranacionales y a la aplicación de principios de derecho internacional. Se trata de su principal adversario, y a ello lo han denominado “globalismo”. La ultraderecha nunca estuvo en contra de la globalización. Pero apuesta en el escenario actual de crisis por la estrategia de sustituir el orden neoliberal por un nuevo orden mercantilista y militarista, donde prime el proteccionismo en lo económico, y el principio de soberanía absoluta en lo político, sin restricciones y regulaciones de carácter transfronterizo, humanitario, ambiental o de otra índole. Se trata de una involución a una concepción “decisionista” de la soberanía del Estado, bajo una dinámica política que retrotrae todos los logros del constitucionalismo liberal e ilustrado de los últimos doscientos años.

La derecha radical llama “globalismo” a la convicción de que los seres humanos pertenecen a una sola comunidad, basada en una responsabilidad compartida. Eso es lo que desde Kant en adelante se ha llamado cosmopolitismo. Bajo ese supuesto existe una necesidad moral de generar formas de compromiso político común entre todos los seres humanos, lo que se traduce en normas jurídicas universales, propias del derecho humanitario y ambiental, que no reconocen fronteras. Por una parte, se trata de una aventura y un ideal, pero también de una necesidad ya que es la única solución humanamente viable a los problemas de nuestro tiempo. Resulta imposible pensar que los flujos migratorios se podrían impedir en la actualidad. Tampoco se puede resolver la crisis climática a una escala meramente nacional. Mucho menos se podría aceptar que los derechos humanos podrían de dejar de tener valor si un estado se rehúsa unilateralmente a reconocerlos y a respetarlos.

Para la derecha radical el globalismo es toda forma de limitación del poder soberano del Estado por motivos que no está dispuesta a tolerar: el principio de igualdad sustantiva de las personas, la restricción al principio de utilidad económica y la limitación del derecho de propiedad por el bien común de la sociedad. En cambio, está totalmente disponible para abrir las fronteras si ello se hace bajo la lógica de la expansión unilateral del poder del Estado, que bajo el viejo principio de imperium se arroja la potestad de extender su dominio sobre la base de la coacción política, económica o militar.

Por contraste el cosmopolitismo es la búsqueda de la autonomía de las personas, la civilidad de los ciudadanos, la legitimidad de las leyes, la justicia de las instituciones y la tolerancia de las religiones e ideologías. Para lograrlo necesitamos entrar en un pacto universal para organizar conjuntamente la vida pública, que sea cada vez más amplio, inclusivo y determinante. Ese contrato social cosmopolita no reniega de los límites nacionales ni deroga las diferencias culturales de la gente. Pero apuesta a ir más allá de esas fronteras, porque sabe que esos límites son sólo un momento provisorio, una parte inconclusa en la conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado, como diría Norbert Lechner.

Existe cada vez más consenso en que el orden neoliberal está en crisis. Lo que está por definir es qué tipo de orden que le reemplazará. Por un lado, está la propuesta de la derecha radical, que apuesta por un Estado soberano absoluto, que se rija bajo la lógica del autointerés, la fuerza y la imposición del principio hobbesiano que afirma que la autoridad, y no la verdad, hace la ley. Creo que, ante ese escenario, que lleva a guerra perpetua y al suicidio colectivo, sólo cabe adherir a un orden global cosmopolita fundado en la capacidad de la cooperación racional humana como fuente de libertad y justicia universal.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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