El Partido Popular pecó de confianza. A su líder no le pareció recomendable ir más que a un debate televisivo, ignorando el de la estación pública. Los últimos 10 días de enredos en entrevistas y ausencias pudieron ser claves para una victoria que, como la del rey de Epiro, podría terminar siéndole desfavorable. Mientras, Sánchez hizo lo contrario, recordando en cada discurso la importancia de ir a las urnas a colocar un cerrojo a toda posibilidad de que el radicalismo de ultraderecha entrara a La Moncloa, aunque fuera en una vicepresidencia. Así logró sobrevivir políticamente una vez más, aunque esta historia todavía no termina de contarse.
“¡No se puede vender la piel del oso antes de cazarlo!”, se repite en España, aludiendo a las encuestas que mayoritariamente plantearon que el Partido Popular (PP) ganaba holgadamente y que en todo caso con Vox lograría formar gobierno. Al final no hubo verano azul ni “derogación del sanchismo”, los conservadores del PP subieron en votos y escaños (136), pero incluso con la suma de la derecha radical y populista quedan a 7 escaños de los 176 necesarios para formar gobierno. En la vereda opuesta, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) consiguió subir en curules (122 totales) y en votos, confirmando que Sánchez es básicamente un sobreviviente cuya apuesta de fines de mayo no estaba desencaminada: cortar de cuajo la conversación del triunfo de las derechas en las elecciones autonómicas y locales, convocando a comicios generales apenas dos meses después. Hoy, el liderazgo de Pedro Sánchez es indiscutible al interior de su partido.
Quizás una buena interpretación la brindó el potencial aliado del candidato formalmente ganador, Santiago Abascal, quien al comparecer ante sus partidarios en la noche del 23 de julio, junto con el tradicional mantra de “comunistas, separatistas golpistas y terroristas” –que siempre dedica a sus adversarios–, hizo una serie de críticas al liderazgo del partido más votado, en orden a preocuparse más de distribuir cargos antes de ganar elecciones, subestimando la desmovilización de sus adherentes y, sobre todo, evitando la participación en debates televisados. El líder nativista radical al final culminó insinuando la posible repetición de los comicios.
Si la pregunta es si acaso se puede perder ganando, la respondió tácitamente el mismo Alberto Núñez Feijóo al usar permanentemente la cuestión del “bloqueo” en su discurso de la noche del 23 de julio, como queriendo exorcizar la posibilidad de que los partidos políticos adversarios obstaculicen su intención de formar gobierno. Ha aducido que en la historia reciente de España democrática siempre es arropada con el poder la primera mayoría, sin embargo, omite que su propia tienda preside gobiernos autonómicos en que resultó en segundo lugar en los comicios, como en la comunidad Valenciana, Extremadura y Baleares. La propia Constitución española explica que, para configurar un gobierno, es necesario contar con la referida mayoría absoluta de 176 escaños del Congreso de los diputados de los 350 totales, lo que se puede conseguir con un gobierno monocolor si un partido alcanza el número mágico, o si hay pactos de legislatura o gobierno de coalición. Pero cuando tampoco alcanza así, eso es otra cosa. De cualquier manera, la sede del PP vivió una alegría impostada, con partidarios que a ratos coreaban más el nombre de Ayuso que el de su líder y candidato Núñez Feijóo. Podría ser premonitorio.
Ahora bien, un supuesto bloqueo se materializaría en el horizonte si se atiende a que el PP y Vox combinados no tienen dicha mayoría absoluta, y que a las izquierdas les será difícil articular una alternativa. Los independentistas radicales de Esquerra Republicana de Cataluña y Bildu del País Vasco han dicho en todos los tonos que exigirían un alto precio en esa operación, sin olvidar que los independentistas conservadores de Junts además intentarían negociar garantías para Puigdemont. Y aunque la opción de nuevos comicios tampoco es apetecida por un Sánchez, quien entendió que es difícil mantener un alto nivel de movilización con escasos meses de diferencia (como en 2019), es probable que, primero, observe cómo Núñez Feijóo se estrella contra la evidencia de los rechazos de otras tiendas antes de intentar un gobierno de minoría con apoyos puntuales. Si no se obtiene aquello, quedaría la repetición electoral antes de fines de año, probablemente en diciembre, con una España en medio de incertidumbre por su gobernabilidad.
Otra derivada de los resultados de los comicios españoles es el reforzamiento del bipartidismo, que aunque no implica un regreso a la dinámica binaria previa de 2008, los dos partidos mayores se han vuelto a posicionar como los principales, lejos de la superación desde sus costados, que pierden escaños (Sumar con 19 curules, quedando en 33, y Sumar 7 respecto de Unidas Podemos, con un total de 31) y que, si bien deja al nativismo radical con la presea de bronce, ambos no resultan cruciales para alcanzar gobierno. Y si bien el español no deja de ser un bipartidismo imperfecto de sistema parlamentario, se alejan los días del 2011 cuando los anclajes sociales de los principales partidos saltaron por los aires. Casi al promediar la década, nació Podemos, recogiendo el malestar con los partidos tradicionales que tradujo políticamente, seguido por Vox, una escisión del PP por una derecha en clave ultra. El sistema político se recompuso en un esquema nacional pentapartidista hasta llegar a la forma tetrapartidista actual, sin olvidar las formaciones regionalistas y nacionalistas periféricas. Estas últimas fueron las protagonistas del procés catalá, cuyo pináculo fue la declaración de independencia del 10-0 de 2017. Al año siguiente, una moción de censura permitió al socialismo conformar un gobierno, confirmado en las dos elecciones del año siguiente, que ha tenido un revés en estos comicios, sin ceder un milímetro de arraigo social, mientras el PP asiste a una nítida recuperación, aunque –como se ha dicho– insuficiente.
Qué queda de la década pasada, pues sin lugar a dudas polarización, francamente descarnada –a ratos casi ciega– durante los dos últimos meses de precampaña. Una polarización que materializó por primera vez José María Aznar, y su polémica alianza de las Azores con George W. Bush y Blair para invadir a Irak de 2003, que sin embargo escaló tras la crisis económica de 2008 y la revuelta de los indignados de 2011. Desde entonces, la confrontación radical ha sido la tónica. La pandemia del 2020, la caída del crecimiento y la inflación de 2021 y, al salir de dicha tormenta, la guerra de Ucrania, hicieron de la extinta legislatura española un ejercicio accidentado, marcado por la polaridad. Ya fuera el tema de una ley contra la violencia machista, con fallos técnicos (el flanco más débil del gobierno); la participación de políticos vindicados como exterroristas o la cuestión de la migración, no hubo claroscuro ni matices, todo fue negro o blanco según el enunciante.
Siguiendo un guión confrontacional, y basándose en los números de varias encuestadoras, que para variar erraron en sus vaticinios y a las que deberá pedírseles explicaciones metodológicas, y sobre todo trasladando la expectativa de resultados de elecciones autonómicas y regionales a los comicios generales, el Partido Popular pecó de confianza. A su líder no le pareció recomendable ir más que a un debate televisivo, ignorando el de la estación pública. Los últimos 10 días de enredos en entrevistas y ausencias pudieron ser claves para una victoria que, como la del rey de Epiro, podría terminar siéndole desfavorable. Mientras, Sánchez hizo lo contrario, recordando en cada discurso la importancia de ir a las urnas a colocar un cerrojo a toda posibilidad de que el radicalismo de ultraderecha entrara a La Moncloa, aunque fuera en una vicepresidencia. Así logró sobrevivir políticamente una vez más, aunque esta historia todavía no termina de contarse.