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¿Quo vadis socialismo democrático? Opinión

¿Quo vadis socialismo democrático?

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Gonzalo Martner
Por : Gonzalo Martner Economista, académico de la Universidad de Santiago.
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Las metas principales deben ser en Chile consagrar a la brevedad un orden democrático no intervenido por la oligarquía, disminuir la desigualdad al nivel de los países nórdicos en una década y alcanzar la carbono neutralidad hacia 2040. Y si alguien sostiene que eso no es realista, la respuesta es que el orden actual (una democracia no soberana y un régimen económico de carácter híbrido) no está basado en la naturaleza de las cosas sino en decisiones que resultan de las relaciones sociales de poder y moldean la historia de los países en un determinado sentido. Y que pueden ser modificadas por fuerzas que se lo propongan si construyen mayorías suficientes.


Las ideas y soluciones socialistas a los problemas de Chile ya no se impulsan demasiado por quienes debieran hacerlo. ¿De qué hablamos? De las soluciones orientadas a la satisfacción racional de necesidades humanas mediante diversas formas de acción colectiva, la estatal y la multiforme de la sociedad civil. Son las que no se limitan a ofrecer bienes y servicios a ser comprados por consumidores individuales según su poder adquisitivo y ofrecidos por empresas que solo buscan maximizar utilidades.

No obstante, en muchos temas actuales son las soluciones con mayor potencialidad para avanzar a un bienestar equitativo y sostenible, compatible con una economía dinámica. Hay que constatar que en el socialismo democrático institucional (el PS, el PPD, el PR y otros partidos que se reclaman de esa corriente de ideas) prevalece más bien desde hace ya lustros la discusión de parcelas de poder administrativo por sobre la discusión de ideas. No se conoce algún congreso programático reciente de ese sector, pues ya no parecen abundar los intelectuales, esas personas que tienen la manía de tratar de pensar los dilemas de la sociedad y que son siempre un tanto molestosos para las rutinas de las luchas de poder. Y lo son especialmente cuando ejercen el poder, porque se les ocurre nada menos que tratar de cambiar el curso de las cosas.

Por si a alguien le sirve, cito a Thomas Meyer, un intelectual de la socialdemocracia alemana: “Todas las teorías de un socialismo democrático representan un concepto igualitario de justicia, afirman el Estado constitucional democrático, luchan por la seguridad del estado de bienestar para todos los ciudadanos, quieren limitar la propiedad privada de una manera socialmente aceptable y socialmente integral, y regulan políticamente el sector económico”.

Agreguemos que ese espíritu igualitario implica una lucha frontal contra el patriarcado que corroe históricamente nuestras sociedades. Y que la regulación de la economía desde la esfera política implica proponerse, en beneficio de una economía mixta y de un Estado democrático y social de derecho, desplazar con rigor y persistencia el dominio del capitalismo sobre los mercados. El capitalismo financiarizado domina los mercados y concentra sistemáticamente los ingresos y la riqueza, subordina el trabajo y orienta el progreso tecnológico al servicio del lucro y el consumo no funcional, antes que a satisfacer de manera social y ecológicamente sostenible las necesidades humanas primordiales. Y por ello tiene al mundo inmerso en cada vez mayores desigualdades, incertidumbres y vigilancias tecnológicas y desarreglos climáticos y ambientales. Pero no hay que confundir capitalismo con mercados, que existen desde mucho antes que el capitalismo y que son indispensables para una asignación de recursos flexible y dinámica, siempre que sean debidamente regulados y no invadan, como quisiera el neoliberalismo rampante, las muchas esferas de la vida social en las que no deben existir.

Desplazar gradualmente el dominio capitalista hiperconcentrado sobre los mercados requiere de una lógica de gobierno social y ecológico sobre ellos independiente de los intereses oligárquicos. Y requiere reestructurar la economía, lo que debiera ser el consenso programático de todo socialismo democrático orientado a fortalecer:

1) la producción con energías limpias y la resiliencia general de los ecosistemas;

2) la inversión en ciudades e infraestructuras verdes;

3) el consumo saludable;

4) el trabajo decente;

5) la democracia económica, con participación de los trabajadores en la orientación y las utilidades de las empresas y una expansión de la economía social y solidaria en y al margen de los mercados;

6) la protección social de riesgos y la redistribución que asegure mínimos universales de condiciones de vida y límites a la desigualdad de ingresos y riqueza.

Las metas principales deben ser en Chile consagrar a la brevedad un orden democrático no intervenido por la oligarquía, disminuir la desigualdad al nivel de los países nórdicos en una década y alcanzar la carbono neutralidad hacia 2040. Y si alguien sostiene que eso no es realista, la respuesta es que el orden actual (una democracia no soberana y un régimen económico de carácter híbrido) no está basado en la naturaleza de las cosas sino en decisiones que resultan de las relaciones sociales de poder y moldean la historia de los países en un determinado sentido. Y que pueden ser modificadas por fuerzas que se lo propongan si construyen mayorías suficientes.

Muchos de los que se reclaman de la socialdemocracia o del socialismo democrático hoy día en Chile piensan que se debe hacer cualquier cosa menos concretar los objetivos citados. Algunos son derechamente liberales económicos y tal vez liberales políticos, de vez en cuando, porque esa es la ecuación que acomoda al poder oligárquico prevaleciente. Tienen bien poco que ver con los socialistas e izquierdistas democráticos, socialdemócratas, libertarios, cristianos progresistas, feministas y ecologistas que conforman la izquierda plural no ortodoxa de ayer y de hoy. Los de distintas generaciones debieran reagruparse poco a poco si es que privilegian objetivos comunes, sin perjuicio de una convivencia constructiva con la izquierda comunista, que en el caso de Chile tiene una invariable conducta en los cauces democráticos y colabora lealmente con los gobiernos de los que participa, aunque sus posturas internacionales sean también invariablemente ortodoxas y, ojalá, llamadas a modificarse, como en otras partes del mundo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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