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Austeridad: un sello del Gobierno de Allende Opinión

Austeridad: un sello del Gobierno de Allende

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Miguel Lawner
Por : Miguel Lawner Premio Nacional de Arquitectura 2019.
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Allende reiteró a menudo que “en mi Gobierno se podrá meter las patas, pero no las manos”. Efectivamente fue así. Ningún ministro de la UP arreó con el patrimonio de las grandes empresas estatales como Endesa, Chilectra o Soquimich. Nadie fue sorprendido en estafas análogas a los Pinocheques, o a las indemnizaciones escandalosas y los casos de corrupción ocurridos durante la dictadura, y desafortunadamente también en los gobiernos posteriores. Hoy lamentamos tener que admitir la vigencia de un cuadro preocupante al respecto. Cincuenta años del neoliberalismo parecen haber erosionado gravemente los valores de fraternidad y austeridad, que caracterizaron a nuestro pueblo en el pasado.


Primera de las 40 medidas: supresión de los sueldos fabulosos: “Limitaremos los altos sueldos de los funcionarios de confianza. Terminaremos con la acumulación de cargos y sueldos. (Consejerías, Directorios, Representaciones). Terminaremos con los gestores administrativos y traficantes políticos”.

El Gobierno de Allende se caracterizó por la austeridad de su gestión pública. Ningún ministro o jefe de servicio fue jamás juzgado por delitos o infracciones de esta naturaleza, no obstante, los esfuerzos insistentes de políticos y la prensa opositora por demostrar lo contrario.

Desafío a revisar la prensa de la época y encontrar alguna denuncia de un solo caso en este sentido. La austeridad y honestidad en la gestión del Gobierno fue un sello impuesto personalmente por Allende.

Inmediatamente después del golpe militar, la prensa y televisión destinaron amplio espacio para dar a conocer presuntos fraudes y actos de corrupción cometidos por las autoridades gubernamentales.

Cuando estábamos confinados en Isla Dawson, apareció un día el jefe de la Sección Delitos Tributarios, a fin de interrogarnos. Nos encerraron en nuestra barraca y convocados uno por uno a prestar declaración. Una vez finalizada, éramos encerrados en otro recinto, a fin de evitar que, quienes ya había declarado, pudieran advertir al resto sobre la naturaleza del interrogatorio.

La misión impuesta a este abogado de apellido Figueroa, conocido por algunos de nuestros compañeros con el apodo de “Cabeza de chancho”, era poner al descubierto los supuestos desfalcos o la apropiación ilícita de bienes, cometidos por los llamados jerarcas de la UP, delitos profusamente divulgados por voceros de la dictadura.

Cuando me tocó el turno, ingresé al recinto donde se encontraba Figueroa, flanqueado por dos individuos corpulentos con inequívoca pinta de tiras. Las primeras consultas se refieren a si he cambiado de auto en el período del Gobierno de Allende. Con tono intimidatorio agregan: “¿Qué propiedades ha adquirido? ¿Cuántos viajes ha realizado a Cuba, a la Unión Soviética, o a cualquier otro país?”.

Se atropellan los tres inquisidores para formular sus preguntas, bajo la amenaza de sufrir penas severas si entregamos respuestas falsas o si ocultamos información.

No he adquirido ningún bien raíz en los últimos tres años. Tampoco he cambiado de auto, no por imposibilidad, sino simplemente por falta de tiempo. Y no me he movido más allá de nuestras fronteras. No hay cómo arrancarme respuestas comprometedoras.

Transcurridos unos minutos, Figueroa recoge del escritorio una carpeta abultada, que comienza a hojear sin abrir la boca, mientras me semblantea ocasionalmente, quizás para constatar mi nivel de amedrentamiento.

Aquí tengo todas sus últimas declaraciones de impuestos. Usted ha pagado más impuestos que la mayoría de estos gallos”, declara sorpresivamente.

Respiro aliviado. Es cierto que nuestros ingresos son transparentes, ya que provienen en su mayoría de honorarios cancelados por la CORVI o por otras entidades fiscales. Pero ¿dónde está el gato encerrado?

Si, señor”, añade “Cabeza de chancho”: “Ustedes los comunistas no se han robado nada. Ese no es el problema. Ahí tiene a Daniel Vergara, que acaba de declarar. Es el hombre con las manos más limpias de Chile. El asunto va por otro lado y ahora vamos a hablar en serio”. Arroja la carpeta sobre el escritorio y se aproxima amenazante apuntándome con el dedo mientras me grita en mis narices: “¿Qué me dice de los túneles de San Borja?” .

Francamente, ignoro lo que me pregunta. Hurgo en la memoria intentando encontrarle algún sentido a la consulta, dado que conozco cada centímetro cuadrado de la Remodelación San Borja y me consta que no hay túneles.

Figueroa insiste, de pie junto a mí, mientras los dos matones se han aproximado rodeándome por detrás. “Incluso cruzaron la Alameda para llegar en secreto hasta el Diego Portales, la actual sede del gobierno. ¿Qué me dice de esto?”.

Me siento impotente y asustado, hasta que reparo que se están refiriendo a la llamada galería de ductos. Cuando se proyectó la Remodelación San Borja, se acordó, por razones ambientales y de economía, construir una Central Térmica centralizada, apta para proporcionar agua caliente y calefacción a todas las torres. Se evitaba, así, la multiplicación de calderas tan dañinas por su alto nivel de contaminación. Desde dicha central, las cañerías se conectan con cada uno de los edificios, a través de una red subterránea de galerías recorribles, a fin de facilitar el mantenimiento de las matrices de agua caliente y de calefacción.

Por lo demás, la concepción de estas galerías subterráneas emana de la administración Frei Montalva, y nosotros no hemos hecho sino terminarla.

En 1971, con motivo de la construcción del edificio de la UNCTAD, situado en la acera norte de la Avenida Bernardo O’Higgins, se acordó conectarlo a la central térmica del San Borja, aprovechando que su capacidad le permitía abastecer esta nueva  construcción. Ese fue el motivo por el cual cruzamos la Alameda en forma subterránea.

Afortunadamente, Anita me ha enviado a Dawson los últimos ejemplares de la revista de arquitectura Auca, en uno de los cuales viene justamente el proyecto de San Borja, incluyendo el detalle de dicha galería. Aclaro esta situación a mis inquisidores, y les sugiero que me autoricen a traer la revista desde mi barraca, para ilustrar mejor mis argumentos.

El interrogatorio termina con el fiscal moviendo la cabeza en ademán de duda, sin reconocer abiertamente sus fantasías, pero menos arrogante que al comienzo.

Cotejando, más tarde, estos interrogatorios con los demás compañeros, confirmamos la preocupación obsesiva por encontrar evidencias de enriquecimientos ilícitos o viajes de placer. Los golpistas habían levantado contra nosotros una imagen de corrupción desenfrenada. Sin embargo, un funcionario de poderes ilimitados, provisto con la documentación que le habría permitido fundar cualquier querella por fraude tributario, por malversación, o por escándalos de cualquier naturaleza, terminó mandándose cambiar con la cola entre las piernas.

La Junta Militar tuvo presos por dos o tres años a quienes fueron las más altas autoridades de la UP. Los pudo juzgar por cualquier delito mínimamente fundamentado, en una época en que era imposible gozar de un debido proceso. Nada pudieron probar. La familia del Presidente, así como los ministros o parlamentarios que lo acompañaron, no cambiaron su estatus después de ejercer el poder político.

Algunos juicios levantados contra algunos de nosotros rayan en lo ridículo. A Enrique Kirberg, rector de la Universidad Técnica del Estado, se le siguió un juicio por la ruptura de los cristales del edificio principal de dicha universidad, cañoneado por los militares que la tomaron por asalto. Obviamente, Kirberg fue absuelto sin cargos.

Daniel Vergara fue enjuiciado por la pérdida del arma de servicio, que se encontraba en la caja de fondos de dicha subsecretaría. Daniel se limitó a responder en los interrogatorios: “Pregúntenle a Pinochet que ordenó bombardear La Moneda”. Nadie lo sacó de ese argumento, desesperando a los fiscales encargados de enjuiciarlo.

Voy a relatar, al respecto, un caso que conocí personalmente. La Unidad Popular estaba integrada por un partido político pequeño, sin representación parlamentaria, llamado API (Acción Popular Independiente), que dirigía Rafael Tarud, un exsenador de la República. Promediando el Gobierno, fue designado subsecretario de Obras Públicas, en representación de dicho partido, un arquitecto conocido de nosotros, quien arribó a dicho ministerio un día jueves, manejando su automóvil particular, con el cual ingresó al garaje ubicado en el piso subterráneo, y que era conocido entonces, por su alto nivel, a cargo del mantenimiento del enorme parque de vehículos motorizados, propiedad del MOP.

Descendió de su automóvil y se dirigió al jefe del servicio manifestándole: “Necesito que le hagan un ajuste de motor completo a mi auto. Que cambien todos los neumáticos, una revisión general y me lo dejan listo en una semana”.

La organización sindical de entonces difería mucho de lo que ocurre ahora y, en cuanto se retiró el flamante nuevo subsecretario, el jefe del garaje llamó al ministro de Obras Públicas Pascual Barraza y le comunicó lo ocurrido. Pascual le ordenó no ejecutar obra alguna hasta no recibir instrucciones de él mismo.

El ministro, militante comunista de origen obrero, había sido muchos años alcalde de la Municipalidad de La Granja y se le ocurrió llamar por teléfono al arquitecto Francisco Ehijo, socio nuestro en la oficina Bel Arquitectos, y quien había sido muchos años director de Obras de dicha municipalidad y amigo personal del alcalde. Por extraña coincidencia, nosotros conocíamos muy bien al flamante subsecretario, ya que era cuñado de uno de nuestros amigos y colega más cercano, y estábamos en conocimiento del maltrato sistemático que practicaba contra su esposa. Francisco, en consecuencia, le dio a Barraza la peor opinión respecto al nuevo subsecretario, que el ministro trasmitió al Presidente.

En conocimiento de esta situación, Allende le pidió a Barraza que citara al subsecretario a la oficina del Presidente el lunes a las 8 de la mañana. Además, solicitó que ese mismo día, a primera hora, trajeran el auto y lo dejaran estacionado en la puerta de La Moneda y subieran a entregarle las llaves a él personalmente.

Así fue. El subsecretario llegó el lunes, temprano, a La Moneda. El Presidente abrió la puerta, se dirigió a él y le dijo: “Aquí están las llaves de su auto, que está estacionado en las puertas del Palacio. Recójalo y mándese cambiar de inmediato”.

El tipo duró un fin de semana en su cargo. Por añadidura, agreguemos que su esposa, a quién maltrataba sistemáticamente, se suicidó, tiempo después, lanzándose al vacío desde el balcón del departamento donde vivía.

Allende reiteró a menudo que “en mi Gobierno se podrá meter las patas, pero no las manos”. Efectivamente fue así. Ningún ministro de la UP arreó con el patrimonio de las grandes empresas estatales como Endesa, Chilectra o Soquimich. Nadie fue sorprendido en estafas análogas a los Pinocheques, o a las indemnizaciones escandalosas y los casos de corrupción ocurridos durante la dictadura, y desafortunadamente también en los gobiernos posteriores.

Hoy lamentamos tener que admitir la vigencia de un cuadro preocupante al respecto. Cincuenta años del neoliberalismo parecen haber erosionado gravemente los valores de fraternidad y austeridad, que caracterizaron a nuestro pueblo en el pasado.

No podemos resignarnos a que la corrupción sea inherente a la naturaleza de nuestra sociedad. No es cierto. ¡Mil veces NO! Ya encontraremos las vías que nos restituyan los valores éticos que iluminaron los inolvidables mil días de la UP.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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