Si combinamos las miradas de la sociología y la ciencia política, el crecimiento de la ultraderecha suele estar ligado a consideraciones tanto ideológicas como pragmáticas: los estímulos están asociados a la “pérdida” percibida de cultura. En este caso, cuando surgen iniciativas gubernamentales para conmemorar uno de los episodios más oscuros y crueles de nuestra historia, actores se exaltan cuando el relato de la verdad los saca de la cómoda posición de justificar el golpe de Estado sin hacerse cargo de la discusión sobre derechos humanos. Los “antihistoria”, como los cataloga el historiador Cristián Castro, se amparan en la lógica de víctimas, al perder la noción de control del relato que durante tanto tiempo permaneció intacto.
En el marco de la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado, se ha comenzado a emplear en el debate público nacional un término hasta ahora de poco uso en Chile: el negacionismo.
Y ha sido en ese contexto donde la simplificación de hechos como herramienta discursiva ha adquirido protagonismo.
Por ejemplo, hace poco el periodista Juan Manuel Astorga acusó al Gobierno de “aplicar negacionismo histórico”, pues la conmemoración estaría centrándose en las reflexiones sobre el quiebre antidemocrático ocasionado por los militares y sus aliados civiles, así como en la sistemática violación a los derechos humanos que vino después. ¿Por qué negacionismo? Porque, bajo su razonamiento, no se toman en cuenta (o en sus palabras, “se acallan”) las posiciones que buscan centrarse en los errores de los partidos de la Unidad Popular que habrían provocado la intervención militar. Siguiendo esa lógica, no centrarse en los errores de la UP sería tan negacionista como desconocer el golpe de Estado y las violaciones a los DD.HH. de la dictadura.
¿Cómo es que un concepto con un contenido histórico tan importante comenzó a ser utilizado de manera tan arbitraria y laxa en la discusión nacional? Las palabras de Astorga son un ejemplo del estiramiento conceptual que ha sufrido el término.
Negacionismo no significa negar los errores propios. De hecho, la discusión sobre los aciertos y desaciertos del Gobierno de Salvador Allende, los partidos políticos de la Unidad Popular y de todos los actores que fueron parte de ese periodo histórico, no solo existe hace décadas, sino que también es necesaria. Por lo mismo, lo importante de la discusión sobre negacionismo no es quedarse tan solo en el verbo “negar”, sino en su contenido sustantivo: ser capaces de identificar cuándo actores buscan relativizar crímenes de lesa humanidad, por ejemplo, centrándose en la estrategia de “la culpa” del otro.
Cuando Astorga dice “también es harto negacionista desconocer los errores y culpas propias que nos llevaron a lo que vino después”, pone sobre una misma balanza errores de estrategia política ocurridos en una democracia, con la violación sistemática de derechos humanos y el exterminio de personas e ideas a través del terrorismo de Estado, con el fin de justificar, o al menos suavizar, lo último. Esto sí que es negacionismo y es, asimismo, la lógica de los grandes medios de comunicación, que han optado por centrar su mirada crítica en la izquierda y el Gobierno de Allende, desde la perspectiva histórica de las “culpas”. ¿De quién fue la culpa de que ocurriera el golpe? ¿Por qué pasó lo que pasó?, transformando así a las víctimas en victimarios.
Es esa una lógica negacionista, pues si nos adentramos en el origen del concepto, negacionismo es aquella práctica que busca manipular hechos históricos con el fin de encubrir el horror que se ha infligido a determinados grupos sociales en algún momento de la historia. El mejor ejemplo de esto (y a la vez su génesis) es la del revisionismo de los horrores del Holocausto, que buscó tanto negar como relativizar los crímenes cometidos contra el pueblo judío.
Esto ejemplifica muy bien que no solo estamos ante una equivocación en el uso del término, sino también ante una manipulación discursiva que forma parte de la actual contraofensiva de la ultraderecha chilena que busca convertir al autoritarismo en sentido común.
Desde el estallido social hasta la fecha, los actores de ultraderecha han logrado de manera eficaz posicionar sus consignas y encauzar la rabia social de manera más exitosa que otros actores, pasando de ser un estado oculto y “durmiente”, a ser un estado real y mostrar su cara radical. Lo anterior, por ejemplo, con consignas abiertamente autoritarias, que llegan y apelan al sentido común, entre otros, de periodistas de renombre.
Si combinamos las miradas de la sociología y la ciencia política, el crecimiento de la ultraderecha suele estar ligado a consideraciones tanto ideológicas como pragmáticas: los estímulos están asociados a la “pérdida” percibida de cultura. En este caso, cuando surgen iniciativas gubernamentales para conmemorar uno de los episodios más oscuros y crueles de nuestra historia, actores se exaltan cuando el relato de la verdad los saca de la cómoda posición de justificar el golpe de Estado sin hacerse cargo de la discusión sobre derechos humanos.
Los “antihistoria”, como los cataloga el historiador Cristián Castro, se amparan en la lógica de víctimas, al perder la noción de control del relato que durante tanto tiempo permaneció intacto.
Por eso, la periodista Santa María trata a Pinochet de presidente, por eso el convencional Silva lo dignifica como “estadista”, y por eso Astorga se blinda bajo el estiramiento conceptual del negacionismo: la nueva apelación del sentido común ultraderechista trata de avalar, dentro de las reglas de la democracia, un sistema que solo puede imponerse a fuego y sangre, bajo el exterminio de ideas y bajo la traición al propio pueblo chileno.