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Retomar la reforma de la ley de Juntas de Vecinos y organizaciones comunitarias Opinión

Retomar la reforma de la ley de Juntas de Vecinos y organizaciones comunitarias

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En 2018 un grupo transversal de senadores y senadoras ingresaron al Parlamento un proyecto de reforma a la Ley 19.418. A nuestro juicio este proyecto, aunque perfectible, va en la dirección correcta, puesto que incorpora algunas cuestiones esenciales: i) amplía las atribuciones y competencias de las organizaciones, ii) resguarda su autonomía, iii) otorga reconocimiento a las articulaciones territoriales que están constituyan y iv) establece el compromiso de brindarles apoyo técnico y capacitación para el desarrollo de sus funciones. En 2020, el proyecto pasó desde la Comisión de Vivienda y Urbanismo a la de Gobierno, Descentralización y Regionalización, donde hoy se encuentra alojado a la espera de que se ponga en tabla. Nos parece que es un momento propicio para retomar su discusión y abrirla al conjunto de la sociedad.


El panorama de las organizaciones sociales en Chile muestra una aparente contradicción: existen miles de organizaciones que trabajan diariamente en diversos temas, pero, al mismo tiempo, su protagonismo es marginal en la producción de los territorios, de las ciudades y en la construcción de lo público.

Así, mientras algunos estudios, como el Mapa de Organizaciones de la Sociedad Civil, cifran en cerca de 200 mil las organizaciones comunitarias existentes, tanto los expertos y los propios dirigentes vecinales coinciden en ubicarlas en los niveles más bajos de las escala de poder (PNUD 2002; PNUD, 2004; CEUT, 2014), pues tienen dificultades para transmitir propuestas y demandas a las autoridades políticas y no logran integrarse en movimientos o corrientes asociativas de mayor alcance (Concejo Nacional de Participación Ciudadana, 2017, IDH 2000; Delamaza, 2016; González, 2016).

Creemos que existen cuatro características que ayudan a entender esta relación paradójica entre la gran cantidad de organizaciones y su poco poder.

La primera es que la cantidad de personas que participan en estas entidades es baja. De acuerdo a varias encuestas citadas por Manuel Castells en su artículo “Movimiento de pobladores y luchas de clases en Chile”, en los años 70 más del 50% de los chilenos y chilenas participaban de organizaciones vecinales. Hacia el 2000, después de 10 años de gobiernos democráticos, las cifras de la Casen mostraban que el 70% no participa de ninguna organización y que solo el 7% participa de su Junta de Vecinos, aunque no sea activo en ella.

El panorama no ha cambiado en los años recientes. Las cifras de la Casen 2022 muestran que el 6.5% de las personas participa de su Junta de Vecinos y el 74,8% no forma parte de ninguna organización.

Segundo, las organizaciones están atomizadas. En un territorio donde viven de 6 mil a 10 mil habitantes (por ejemplo: una unidad vecinal) existen Juntas de Vecinos y otras tantas organizaciones que responden a asuntos específicos: jóvenes, deporte, adultos mayores, acceso a la vivienda, etc. Estas organizaciones no dialogan ni se articulan entre sí.

Tercero, las organizaciones tienen agendas limitadas. Sus temas se acotan a un territorio muy pequeño (una población o villa) y generalmente a problemas relacionados con equipamiento, infraestructura y servicios municipales urbanos. Su estrategia es básicamente la petición al Estado.

Finalmente, tienen estructuras organizativas cerradas, pues funcionan en la lógica de la membresía, más que la de la participación, y su forma de trabajo está muy apegada a las formalidades (reunión, cuota, acta, estatutos), lo que limita la posibilidad de plantearse problemas nuevos o que estén fuera de su delimitación territorial.

Estas características son fruto de procesos estructurales que se han configurado históricamente.

Hasta 1973 existía un proceso ascendente de organización vecinal, principalmente relacionado con las luchas por la vivienda. Este proceso fue favorecido por la primera Ley de Juntas de Vecinos y Organizaciones Comunitarias que reconoció y otorgó estatuto jurídico a estas organizaciones en el año 1968. Esa ley igualó la escala territorial con la organizacional, ya que por cada unidad vecinal existía solo una organización de vecinos, con legitimidad para actuar en representación del conjunto de los habitantes y con atribuciones para promover procesos asociativos y en la planificación del territorio.

La dictadura prohibió y luego intervino fuertemente a las Juntas de Vecinos (Espinoza, 2003). Si bien el movimiento de pobladores fue una parte fundamental de la resistencia contra la dictadura, la represión y las medidas de reubicación forzada de población significaron el rompimiento de relaciones de vecindad y su desarticulación en guetos de pobreza, desconfianza y terror.

En el año 1989, poco antes del término de la dictadura, se realizó una modificación trascendental a la Ley de Juntas de Vecinos y Organizaciones Comunitarias, pues se abrió la posibilidad de existencia de varias juntas de vecinos en el territorio de la unidad vecinal. Esto favoreció la atomización de la organización popular y reforzó las lógicas clientelares (Drake & Jaksic, 1999).

Desde entonces, las organizaciones vecinales se debilitan y aparecen más bien como clientes de los diversos programas gubernamentales, o como competidores en conseguir ganarse algún proyecto concursable. Prima entonces el recelo entre organizaciones, la desconfianza hacia lo público y hacia la política (Espinoza, 2003; Monje-Reyes, 2013).

Sostenemos que el panorama actual de las organizaciones comunitarias responde a tres procesos que se refuerzan entre ellos:

  1. Contención, es decir, el encapsulamiento espacial de las relaciones sociales. Se privilegian el cierre de las relaciones al interior del propio barrio en desmedro de vinculaciones más abiertas, diversas y plurales que permitirían conectar con actores que están más allá de las fronteras del barrio. Estamos frente a una especie de “hiperlocalismo” que alimenta la ilusión de desconexión de todo proceso urbano que no lo afecte de manera evidente y directa.
  2. Despolitización, que funciona de dos maneras. Por un lado, se desconecta el barrio-comunidad de la ciudad (como totalidad urbana) y de la sociedad (como totalidad política). Se asume que lo que ocurre en lo local tiene sus causas en lo local y no está conectado ni con procesos urbanos ni con procesos sociales de mayor escala. Esto reduce las agendas a temas de pequeña escala, lo que reproduce la fragmentación. Por otro lado, al desconocer las causas estructurales y multidimensionales de los problemas que se viven en lo local, lo vecinal se desconecta también de la complejidad de las vidas de los habitantes. El “vecino” invisibiliza al “ciudadano” y al “humano” que experimentan infinidad de problemas y padecimientos cuyo origen está mucho más allá del barrio-comunidad y respecto de los cuales se asume que el local no tendría nada que hacer ni decir.
  3. Burocratización, dado que ante la necesidad de permanecer dentro de los sistemas de recompensas y financiación que ofrecen los gobiernos, las organizaciones y sus dirigentes buscan encuadrarse dentro de los marcos que se les imponen. En general, el espacio para prácticas disruptivas o innovadoras es menor. Lo instituido ahoga lo instituyente y cualquier nuevo poder que emerja en el interior del barrio puede ser visto como una amenaza para la organización que detenta el poder formal o para el equilibrio de las relaciones con la autoridad. Lo que importa son los reglamentos, los procedimientos, las rutinas y la jerarquía. Es como si la lógica estatal hubiera colonizado a la organización comunitaria.

Aunque este es el panorama mayoritario, no es el único.

En efecto, hemos observado con atención procesos que tienen la capacidad de transformar este marco de acción. Se trata de diversas experiencias que en los últimos años han buscado romper la lógica fragmentada de la acción comunitaria y que se intensificaron a partir del estallido social de octubre de 2019. Hablamos de experiencias comunitarias más reticulares, más sociocéntricas y territorialmente politizadas.

Nuestra hipótesis es que tanto las experiencias de articulación vecinal previas al estallido como las nuevas formas comunitarias surgidas a partir de él, son una expresión de la crisis del modelo hegemónico de gestión comunitaria barrial chileno y de la búsqueda de alternativas al mismo.

Muchas de estas experiencias creativas, que desbordan las formas convencionales, son episódicas, pues florecen y luego se sumergen por un tiempo, hasta que se generan nuevos impulsos o contextos favorables.

Sucede que son experiencias que van en contra de la cultura vecinal predominante. Y esta cultura tiene como una de sus expresiones legales más importantes la actual Ley de Juntas de Vecinos y Organizaciones Comunitarias.

La ley, de hecho, apunta a normar la organización de lo comunitario vecinal y deja en un segundo plano su reconocimiento como ámbito de ciudadanía autónomo, con capacidad de interpelar a la autoridad y de participar en el desarrollo del territorio.

Una buena ley no solo debe proponer criterios para que ciudadanas y ciudadanos se organicen en el espacio local, sino que debe también apuntar a otros dos objetivos.

El primero es promover el fortalecimiento de la asociatividad comunitaria vecinal. Esto significa estimular y facilitar la participación de las personas en sus comunidades y organizaciones, propiciar la cooperación y articulación entre ellas, fortalecer las capacidades de líderes, dirigentes, vecinos y vecinas, y dotar a las asociaciones de los recursos y equipamientos adecuados para desarrollar sus iniciativas colectivas.

El segundo objetivo debe ser asegurar formas de participación incidente en los distintos niveles territoriales del Estado. Esto implica establecer canales formales que permitan a las organizaciones, articuladas en torno a un proyecto o problemática, tener certeza de que las autoridades competentes estarán sentadas junto a ellas para tratar los problemas, establecer acuerdos y avanzar en soluciones.

En 2018 un grupo transversal de senadores y senadoras ingresaron al Parlamento un proyecto de reforma a la Ley 19.418. A nuestro juicio este proyecto, aunque perfectible, va en la dirección correcta, puesto que incorpora algunas cuestiones esenciales: i) amplía las atribuciones y competencias de las organizaciones, ii) resguarda su autonomía, iii) otorga reconocimiento a las articulaciones territoriales que están constituyan y iv) establece el compromiso de brindarles apoyo técnico y capacitación para el desarrollo de sus funciones.

En 2020, el proyecto pasó desde la Comisión de Vivienda y Urbanismo a la de Gobierno, Descentralización y Regionalización, donde hoy se encuentra alojado a la espera de que se ponga en tabla. Nos parece que es un momento propicio para retomar su discusión y abrirla al conjunto de la sociedad. Así como la ley de Organizaciones Comunitarias de 1968 fue un hito en el reconocimiento de la fuerza de lo vecinal para producir una mejor sociedad, una reforma a la ley actual debería ser un reconocimiento a la deuda que el Estado de Chile tiene con la vida asociativa y su papel en el Chile de hoy y una herramienta para fortalecer la democracia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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