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Oppenheimer y la ficción de las misiones Opinión

Oppenheimer y la ficción de las misiones

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Pablo Astudillo Besnier
Por : Pablo Astudillo Besnier Ingeniero en biotecnología molecular de la Universidad de Chile, Doctor en Ciencias Biológicas, Pontificia Universidad Católica de Chile.
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¿Cómo lo hizo Estados Unidos, un país relativamente atrasado en materia científica –según la opinión de varios expertos– durante gran parte del siglo XIX, para alcanzar un liderazgo indiscutible en menos de cincuenta años? Esa es la pregunta que numerosos investigadores han intentado contestar a lo largo de más de medio siglo de estudios, esperando encontrar fórmulas aplicables a países menos avanzados en materia científica.


La película Oppenheimer ha servido para recordarnos, una vez más, el impactante desarrollo científico de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, así como el papel jugado por una serie de científicos en dicho logro. Esta historia puede analizarse desde diversos puntos de vista (por ejemplo, el de los límites éticos del progreso científico) y uno es el referido a las políticas públicas en materia de fomento científico: ¿cómo lo hizo Estados Unidos, un país relativamente atrasado en materia científica –según la opinión de varios expertos– durante gran parte del siglo XIX, para alcanzar un liderazgo indiscutible en menos de cincuenta años?

Esa es la pregunta que numerosos investigadores han intentado contestar a lo largo de más de medio siglo de estudios, esperando encontrar fórmulas aplicables a países menos avanzados en materia científica. De hecho, el exitoso desarrollo de la investigación durante la Segunda Guerra Mundial en el país norteamericano es un objeto de exhaustiva investigación en el campo de las políticas científicas, y las conclusiones que podemos extraer de este caso son múltiples.

Por ejemplo, Vannevar Bush –quien es reconocido como el principal articulador de las políticas científicas de la época– fue un claro y férreo defensor de la ciencia básica y de la importancia de la curiosidad en la investigación, visión que plasmó en la política “Ciencia, la frontera sin fin”, que siguió en el período de posguerra. En sus escritos, Bush defendió la libertad intelectual y su relevancia para la democracia, e incluso atribuyó el éxito de Estados Unidos al hecho de que “el progreso científico verdadero, y su utilización efectiva, prosperan solo en una atmósfera de libertad científica sin trabas”. Quizás una de las razones por las que Bush sostuvo esta visión se debe a que fue testigo clave de los impresionantes avances científicos de las décadas previas a la guerra, y que se explican en gran medida por dicha libertad, que permitió tanto a investigadores individuales como a equipos asociativos explorar distintas preguntas motivadas por la curiosidad. Incluso desarrollos posteriores, como la Misión Apollo, beben directamente de la fuente de la hoy llamada “ciencia motivada por curiosidad”.

Sin embargo, existe la tentación de extraer forzadamente otras lecciones de la historia de Oppenheimer, y extenderlas a épocas y contextos completamente diferentes. Por ejemplo, se podría concluir que fueron “misiones” designadas por el Estado las que hicieron posible el desarrollo de la bomba atómica o la llegada del hombre a la Luna. Al respecto, es necesario enfatizar dos puntos.

Primero, dichas misiones, si bien existieron (en el sentido de obedecer a una visión o programa, como respuesta a lo que se percibía entonces como una “necesidad” que debía ser resuelta), descansaron sobre décadas de conocimiento científico ya existente en diversas áreas del conocimiento, que había surgido en gran medida gracias a la ciencia motivada por curiosidad. Dicho de otro modo, no hay misión posible sin una base sólida y potente de investigación básica y sobre todo motivada por curiosidad.

Segundo, estas misiones surgen en un contexto político y social muy diferente al que nuestra sociedad vive hoy, algo que ya ha sido advertido por diversos analistas y expertos. Tanto la bomba atómica como la misión Apollo obedecen a contextos en que la seguridad y soberanía –incluso la propia “existencia”– del país norteamericano parecía amenazada, llevando a lo que un experto en políticas de innovación ha denominado “estado de inseguridad creativa”. Y no es claro que dicho estado se pueda replicar fácilmente en un contexto distinto al de la amenaza militar. Como ejemplo, otros presidentes estadounidenses intentaron imitar el éxito de la misión Apollo, fracasando en el camino. Curiosamente, varios de esos fracasos coinciden con la época en que la curiosidad científica había comenzado a perder su valoración positiva, en especial entre el mundo político y económico.

Las misiones indudablemente tienen un lugar que jugar en nuestras políticas científicas, siempre que estas se definan mediante un diálogo abierto e informado y que no representen los intereses de sectores o grupos particulares (incluyendo los de partidos políticos). Sin embargo, debemos recordar que muchos avances modernos, cuyo origen hoy se suele atribuir a misiones o desafíos (quizás por entusiasmo más que por rigurosidad histórica), surgieron gracias a que fue la ciencia motivada por curiosidad la que abrió el camino. De más está decir que Chile, con un gasto en I+D de menos del 0,4% del PIB y programas de fomento científico visiblemente insuficientes para la demanda existente, está muy lejos aún de contar con una base de investigación sólida, incluyendo la investigación motivada por curiosidad.

En definitiva, y parafraseando a Vannevar Bush, cualquier política científica que nuestro país se proponga debe tener, como horizonte primero e inmediato, proveer y preservar esa atmósfera de libertad creativa en la cual prosperan la ciencia y su utilización para resolver nuestros desafíos sociales, políticos y económicos más apremiantes.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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