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Cuando Estados Unidos decidió abandonar a Pinochet Opinión

Cuando Estados Unidos decidió abandonar a Pinochet

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Boris Yopo H.
Por : Boris Yopo H. Sociólogo y Analista Internacional
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El giro en la actitud de Estados Unidos, por parte de una sus administraciones más anticomunistas, indignó a Pinochet y su círculo, que se sintieron traicionados. En 1988, el embajador de Estados Unidos estuvo a punto de ser declarado persona non grata, pero para entonces la administración Reagan ya había tomado una decisión: Pinochet debía dejar el poder y en Chile debía abrirse un proceso real de transición a la democracia, cosa que sucede cuando la oposición democrática gana el plebiscito de 1988 y se producen posteriormente las elecciones presidenciales de 1989. Paradójicamente, la derecha chilena, tan pro norteamericana en esas décadas de la Guerra Fría, súbitamente adoptó un discurso antinorteamericano, que siempre fue más propio de la izquierda. Son las vueltas de la política.


La intervención de Estados Unidos para, primero, impedir la asunción del Presidente Allende y luego para derrocarlo, es algo que cada vez se conoce más en Chile, a raíz de la desclasificación de nuevos documentos que acreditan el rol de la entonces administración Nixon en los sucesos que culminaron en el golpe de 1973. Sin embargo, las relaciones bilaterales no siempre fueron cordiales y de complicidad durante los 17 años de la dictadura. Muy por el contrario, hubo momentos de fuertes desencuentros entre ese país y el régimen de Pinochet.

Durante las administraciones de los republicanos Nixon (1968-1974) y Gerald Ford (1974-1977) y con Kissinger aún en un rol clave, la Casa Blanca continuó apoyando a la dictadura, pero ya la prensa en Estados Unidos había comenzado a publicar artículos críticos sobre el rol de ese país en el golpe y sobre las graves violaciones a los derechos humanos, y en el Congreso empezó una fuerte preocupación por los eventos ocurridos acá, lo que dio lugar no solo a reclamos de senadores por el continuo apoyo a la dictadura en Chile, sino también a que en esos momentos se creara una comisión encabezada por el senador Frank Church, que ya emite un primer informe crítico sobre el rol de su país en el golpe de 1973.

El primer desencuentro importante llega, sin embargo, cuando el demócrata Jimmy Carter gana la presidencia en Estados Unidos a fines de 1976 (asumió en enero de 1977) con el lema de la defensa de los derechos humanos y de restituir un prestigio internacional gravemente dañado, después de la derrota y los graves crímenes cometidos por ese país durante la guerra de Vietnam. El triunfo de Carter fue visto con gran preocupación por la dictadura, porque el régimen ya estaba aislado internacionalmente y no podía arriesgar una confrontación abierta con una potencia como Estados Unidos.

Ello permitió mantener algunos espacios abiertos en Chile para la oposición, así como algo de prensa independiente y algunas radios, pero, sobre todo, se redujo notablemente el período de detención y desaparición de personas. Pinochet también disolvió la DINA y la reemplazó por la CNI, que, aunque cambio cosmético, era revelador de lo mucho que le preocupaba la nueva política de Estados Unidos hacia las dictaduras militares en el hemisferio. Durante esa época también, EE.UU. por primera vez votó por condenar al régimen de Pinochet ante la Asamblea General de la ONU.

La llegada de un anticomunista confeso como Ronald Reagan a la presidencia de Estados unidos, en enero de 1981, fue por el contrario celebrada hasta con champagne por Pinochet, la Junta y los cómplices civiles entonces en el gobierno, pues su primera apreciación fue que volverían a contar con un verdadero aliado en la lucha contra el comunismo y que ya no habría más presiones por el tema de los derechos humanos. Y efectivamente, en su cruzada contra la entonces Unión Soviética, Reagan veía a la dictadura chilena como una aliada en el Tercer Mundo, transformado en esos años en un campo de batalla entre las superpotencias.

Las presiones de congresistas a la oposición chilena, incluyendo a importantes senadores (como Edward Kennedy y otros) y las denuncias de la prensa por las atrocidades cometidas por el régimen, continuaron, pero la administración Reagan mantuvo su complicidad con Pinochet los dos primeros años, hasta que un evento en Chile, en 1983, generó el inicio de un distanciamiento, que se transformaría en conflicto diplomático en los años siguientes, pues las primeras y masivas protestas contra la dictadura fueron una campana de alerta para Washington respecto a que la solidez del régimen de Pinochet ya no estaba garantizada y que en Chile había el riesgo de un levantamiento que sería aprovechado por el Partido Comunista y su ala militar, el Frente Patriótico Manuel Rodríguez.

El gobierno de Reagan le demandó entonces a Pinochet iniciar un proceso de apertura política y de diálogo con la oposición. Al mismo tiempo, nombró a un nuevo embajador en 1985, Harry Barnes, que rápidamente entró en conflicto con las autoridades del régimen, por los acercamientos de este con la oposición y las exigencias de reformas y cese de violaciones a los derechos humanos. Cabe señalar que este redireccionamiento en la política hacia Pinochet fue responsabilidad del entonces secretario de Estado, George Schultz, quien tuvo que convencer a Reagan (que mantenía sus simpatías hacia la dictadura) de que en Chile era indispensable una transición política y que la continuidad de Pinochet en el poder incrementaba los riesgos de una revolución pro comunista en Chile.

El giro en la actitud de Estados Unidos, por parte de una sus administraciones más anticomunistas, indignaron a Pinochet y su círculo, que se sintieron traicionados. En 1988, el embajador de Estados Unidos estuvo a punto de ser declarado persona non grata, pero para entonces la administración Reagan ya había tomado una decisión: Pinochet debía dejar el poder y en Chile debía abrirse un proceso real de transición a la democracia, cosa que sucede cuando la oposición democrática gana el plebiscito de 1988 y se producen posteriormente las elecciones presidenciales de 1989. Paradójicamente, la derecha chilena, tan pro norteamericana en esas décadas de la Guerra Fría, súbitamente adoptó un discurso antinorteamericano, que siempre fue más propio de la izquierda. Son las vueltas de la política.

Estados Unidos tuvo una gran responsabilidad en la desestabilización y el golpe contra el Presidente Allende, así como en haber respaldado a Pinochet en ciertos períodos (durante los gobiernos republicanos), pero finalmente terminó rompiendo con el dictador y fue un actor relevante en impedir que este se consolidara en el poder por ocho años más.

Las señales que entonces envió la Casa Blanca fueron claras para los sectores que apoyaban al régimen (las Fuerzas Armadas, los grandes empresarios y la derecha), en cuanto a que Pinochet no podía seguir en el poder y eso fue un dato no menor en los cálculos que entonces hicieron, y que, por ejemplo, llevaron a dos miembros de la Junta a reconocer que Pinochet había perdido el plebiscito, cuando este intentó una maniobra la noche del 5 de octubre de 1988 para desconocer los resultados.

En definitiva, las afinidades ideológicas no siempre garantizan una continuidad de las buenas relaciones entre dos países y, menos, cuando hay una superpotencia involucrada. A Pinochet y su entorno les faltó recordar la máxima de Lord Palmerston, un ex primer ministro del entonces Imperio británico, cuando dijo que su país “no tiene amigos permanentes, solo tiene intereses permanentes”.  Fue una dura lección que pagaron caro y que tuvo como consecuencia, al final, alinear a Estados Unidos con las fuerzas democráticas que buscaban entonces una transición pacífica en Chile. Así, el embajador Barnes pudo irse tranquilo un mes después del plebiscito, con un Pinochet derrotado e imposibilitado de eternizarse en el poder por 8 años más.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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