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FF.AA. y seguridad interna: una necesidad que debilita la democracia Opinión Héctor Andrade/AgenciaUno

FF.AA. y seguridad interna: una necesidad que debilita la democracia

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Mladen Yopo
Por : Mladen Yopo Investigador de Política Global en Universidad SEK
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La normalización discursiva alrededor de la guerra contra las drogas y la delincuencia transnacional, anclada en amenazas asumidas institucionalmente, como el terrorismo, amplía las esferas del accionar militar, llegando a un punto de indistinción entre la función policial y la función de guerra, con graves impactos sociales. El discurso de la securitización promete devolver el orden interno y reducir las amenazas, sin embargo, lo que omite es que esto (si se llega a lograr) se hace a costa de la restricción y en muchos casos violación de los DD.HH.


El catedrático del Collège de France y autor del libro El siglo del populismo, Pierre Rosanvallon, escribía que “el ideal democrático solo puede progresar complejizando la democracia, tanto sus instituciones como sus procedimientos y las modalidades de expresión de la sociedad. Por el contrario, los poderes de la simplificación son los que tienden a corromper ese ideal pretendiendo completarlo”.

Qué afirmación más certera, teniendo presente que América Latina enfrenta una profunda crisis de sus democracias y de su gobernanza, procesos que no solo están estrechamente asociados en su origen, sino que también se retroalimentan, lo que introduce incentivos reales para la “militarización material” de las democracias. En Chile, un país de temprana legalidad, se han promulgado varios cuerpos legales en esta dirección (Estados de Excepción, Ley Naín-Retamal – Nº21.560, Ley N°21.542 sobre infraestructura crítica, decretos con fuerza de ley, etc.), lo que ha reforzado la discusión político-académica tras ello.

La profundidad y amplitud que ha adquirido la militarización de la vida regional ha abierto un debate político-académico acerca, no sobre si afecta a la democracia, sino cuánto. El hecho de que los procesos de militarización estén dirigidos por civiles electos democráticamente los hace especialmente problemáticos, tanto por razones normativas y falsas legitimaciones, como por la traumática experiencia histórica regional de violaciones masivas a los DD.HH. perpetradas por militares.

En la etapa posautoritaria en la región, los procesos de militarización (uso de las FF.AA. en el ámbito doméstico) pueden ser eventualmente legítimos y necesarios desde una perspectiva democrática y sus necesidades, pero incluso en esos casos son problemáticos, porque pueden revelar, reproducir y perpetuar un déficit importante de estatalidad con acciones autoritarias.

Si bien el concepto de seguridad es polisémico, Alessandro Baratta dice que “no puede haber otra seguridad que aquella que permite cumplir la función general del Estado y del derecho, permitir la coexistencia de todos y cada uno de los individuos. Los adjetivos estrangulan al sustantivo y pretenden también estrangular los derechos humanos cuando son malentendidos, (y afirma), que el Estado debe proveer a la seguridad de todos a través de un orden que necesariamente es normativo, pero debe ser lo menos coactivo y restrictivo de la libertad”.

Esta remilitarización de la seguridad interna es un proceso generalizado en la región y no de un país en particular. Cristina Fernández, en Argentina, por ejemplo, ya el 2011 impulsó el decreto Nº 1091/11, mediante el cual dispuso el Operativo Escudo Norte, con el propósito de incrementar “la vigilancia y el control del espacio terrestre, fluvial y aéreo de jurisdicción nacional en la frontera Noreste y Noroeste de la República Argentina (y permitir) la aprehensión y la puesta a disposición de las autoridades judiciales de los incursores ilegales”.

Ignacio Cano dice que en este proceso de usos de las Fuerzas Armadas en seguridad interna hay cuatro dimensiones: a) el llamado a la participación/injerencia de las FF.AA. en tareas de seguridad pública, ya sea en apoyo a las policías o de forma autónoma, y haciendo uso de personal activo o en retiro; b) la subordinación de las fuerzas policiales a la autoridad militar, normalmente expresada por la preeminencia de los mandos militares sobre los civiles tanto en la ejecución de operativos o maniobras tácticas como en la toma de decisión estratégica y política; c) el nombramiento de oficiales militares en puestos clave de la conducción de la seguridad pública (como secretarios o jefes de policía); y d) la incorporación de características militares a la estructura, organización y cultura de las agencias de seguridad pública.

Vicenç Fisas, por otra parte, lo definió como la tendencia de los aparatos militares a asumir un rol sobredimensionado de control en la vida social, ya sea a través de los llamados “objetivos militares” o por medio de los llamados “valores” militares, instrumentos que han sido aptos para el dominio y hegemonía político-cultural en la sociedad.

No hay dudas de que la seguridad pública (en sus distintas dimensiones) es uno de los principales y más graves problemas que enfrentan los gobiernos democráticos de la región. Además de ser un tema muy amplio, es un tema central (un activo) en el funcionamiento de la misma democracia, en tanto incide en la vida cotidiana y confianza social, y que puede socavar el desarrollo social y económico y, eventualmente, afectar la estabilidad y gobernabilidad política.

Esta relevancia creciente de la inseguridad en la vida de los países, donde el clima y la percepción de la violencia han perjudicado la solidez del tejido social y afectado la participación ciudadana en la vida social, política y económica, permite establecer la hipótesis de que la creciente debilidad del sistema institucional en materia de seguridad pública y de cohesión social (se ha distorsionado y deslegitimado el contrato social de Rousseau), hace que los administradores del Estado tengan que recurrir al poder militar como principal capacidad para reponer la autoridad e imponer la ley en el país (presencia y control)

A diferencia de la época de las dictaduras militares, donde también se acentuó el papel de los militares en la seguridad pública en función del orden/represión y como soporte estabilizador del régimen autoritario, Lisa María Sánchez Ortega dice que el fenómeno hoy se distingue por ser un proceso autoinfligido por las autoridades democráticas e independiente de sus convicciones ideológicas. Es decir, se trata de una decisión política tomada por los propios gobiernos civiles, tanto de izquierda como de derecha, quienes los llaman a intervenir en asuntos que les son ajenos y amplían de manera gradual y persistente su campo de acción y esfera de influencia, a pesar de los efectos que pueda tener para la propia institucionalidad democrática.

En las respuestas a las amenazas/debilidades democrático-institucionales, claramente sus liderazgos no han escuchado a Alfred Stepanquien postuló que la clave para preservar las nuevas democracias y su desarrollo era garantizar que nadie llamara y/o apoyara una solución militar frente a las inseguridades y desafíos pendientes. Tampoco oyeron a Samuel Huntington, cuando planteó que la amplitud de la misión militar –la seguridad ampliada operacionalizada a través de la polivalencia– incrementaría el cuerpo y la influencia institucional militar (su autonomía) en asuntos de la defensa y ajenos a ella. Incluso han desoído a organizaciones de promoción de los DD.HH., como la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA), la que ha expresado que “la democracia retrocede, mientras aumentan los roles militares para enfrentar desafíos y/o amenazas no militares” y, en algunos países, han conducido a un “pretorianismo militar” (intervención de los militares en la política).

Aparte de la guerra contra la droga o del terrorismo que planeó EE.UU. tras los atentados del 11 de septiembre del 2002, el riesgo de la securitización de los problemas internos en la región se empezó a desarrollar con la amplia agenda que impuso la declaración sobre Seguridad en las Américas, el 2003, de la OEA, donde por la misma amplitud todos los problemas en algún momento pueden ser considerados una potencial amenaza a la seguridad y, por consiguiente, la militarización se convierte en la respuesta más lógica para confrontarlos ante la debilidad de los Estados en estas materias.

De acuerdo con Gastón Chillier y Laurie Freeman, de WOLA, esto se explica por: a) la tendencia histórica de intervención política de las FF.AA. durante la vigencia de regímenes autoritarios o en el contexto de conflictos armados o inestabilidad social; b) la “guerra” de EE.UU. contra las drogas, que promueve un rol más amplio de las FF.AA. en el cumplimiento de la ley; c) las crisis de los sistemas de seguridad pública que padecen la mayoría de los países de la región; y d) “la guerra contra el terrorismo” lanzada por EE.UU., que promueve una definición expansiva y nebulosa del terrorismo (amplificada a casi cualquier acto de violencia) y, por ende, aumenta la responsabilidad de las FF.AA. para combatir el “terrorismo” en cualquier forma que se exprese o se piense que se exprese, etc.

La experta en DD.HH. y seguridad pública, Lisa Sánchez Ortega, por otro lado, agrega que esta militarización de la seguridad ha sido justificada: a) como una forma de hacer más eficiente el gasto público bajo la premisa de que, en ausencia de conflicto exterior (guerra), el mantenimiento de las FF.AA. se encarece si sus capacidades no son utilizadas para la atención de otras amenazas; b) porque es tácticamente necesaria esta intervención para nivelar las condiciones en las que el Estado participa de la lucha contra el crimen organizado como portador del monopolio de la violencia (Max Weber); c) como una evolución lógica de la política de seguridad, dada la complejidad de los fenómenos y el carácter multidimensional y transnacional de las nuevas amenazas; y d) como factor  instrumental en la recuperación del control territorial en áreas donde el Estado está perdiendo soberanía frente a actores criminales y que, para hacer frente a los retos cada vez más complejos de la realidad, las FF.AA. son las mejor posicionadas debido a sus capacidades duras, confiabilidad, incorruptibilidad y gran aceptación social.

Viendo el caso de México, como realidad comparada, de acuerdo con Rigoberto Pérez R. y Dayri Flores R., este fenómeno de militarización ya se ve con fuerza en las décadas de los 60 y 70 con la colaboración del ejército con la policía y, en particular, con los agentes federales en el desarrollo de servicios de inteligencia y de información sobre grupos subversivos, y que permitió el cambio en la dirección de la seguridad interna que tuvo su punto de inflexión en la represión/matanza de los estudiantes, el 2 de octubre de 1968, en la plaza de las Tres Culturas/Tlatelolco (se calcula entre 300 a 400 muertos y más de mil heridos).

Estas acciones de transferencia voluntaria de competencias a las FF.AA. en México, que estaban originalmente limitadas a ciertas acciones antidrogas, por otro lado, hoy trascienden a otras esferas, cada vez más redituables, como la distribución de bienes y servicios y la administración del comercio exterior. A ella se suma también una presencia y exposición creciente de los militares en el debate público y que normaliza su presencia en dicho debate, incluso en áreas o momentos en los que debería estar proscrita.

Como parte de las capacidades del Estado, nadie discute la necesidad de contar con los militares para enfrentar ciertas situaciones internas críticas. No hay trauma en esto, como lo han insinuado ciertos políticos. Lo preocupante es que esta tendencia, anclada al cálculo político, a un entramado legal de cuestionado rigor y a falta de políticas públicas adecuadas y/o prospectivas, lejos de corregirse, parece que tenderá a agravarse hasta la posibilidad de llegar a un punto de no retorno.

Se trata de una estrategia política no solo para la seguridad, sino también para obtener o mantener el poder a partir de la naturalización de la militarización. Como guinda de este proceso, el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) anunció, en agosto de 2022, que estaba explorando transferir la Guardia Nacional al control militar, cosa que al final fue desechada por la Corte de Justicia. En todo caso, desde la inclusión de militares en seguridad interna, la Guardia Nacional ha actuado como brazo de facto de las FF.AA., al estar dirigida por comandantes militares y ser más del 80% de sus miembros soldados o marinos.

Elisa María Sánchez resalta que esto ha generado un engendro que es indomable e insostenible y que no podrá crear seguridad ni pacificar definitivamente al país, porque no se entiende mientras se diluye la responsabilidad de su efecto. Tyler Mattiace, investigador para México de Human Rights Watch, ha denunciado que con “casi dos décadas de intervención militar en seguridad pública no se ha logrado poner fin a la violencia implacable de los cárteles mexicanos y (en vez) se han propiciado innumerables atrocidades cometidas por soldados y marinos, con casi total impunidad”.

Este “fracaso” de la militarización de la seguridad se ha hecho patente incluso en estudios cuantitativos/cualitativos como el de Robert Blair (Universidad de Brown) y Michael Weintraub (Universidad de Los Andes), que hicieron una evaluación experimental de una intervención policial militar en Cali. “Encontramos poca o ninguna evidencia creíble de que la policía militar redujo la delincuencia o mejoró la percepción de seguridad durante la intervención. En todo caso, encontramos que la vigilancia militar probablemente exacerbó el crimen después de que se completó la intervención. También encontramos evidencia de un aumento de los abusos a los DD.HH. en los datos de nuestra encuesta (aunque no en los datos administrativos o en las observaciones de primera mano de los monitores civiles), en su mayoría cometidos por oficiales de policía, en lugar de soldados. Argumentamos que los beneficios de la vigilancia militar son probablemente pequeños y no valen los costos”.

Es claro que la política del miedo y la mano dura sigue vendiendo más que propuestas más complejas y prospectivas y que demoran más en dar resultados (a pesar de ser más duraderas y globales). Así, literalmente, mientras a la gente se le vende la ilusión de seguridad, a los militares se les da una responsabilidad más allá de su ámbito profesional, con un enorme sacrificio para el personal en términos humanos, profesionales y jurídicos. Tampoco es baladí poner en la balanza el tema de la corrupción, ya que, como decía el general mexicano Álvaro Obregón, “no hay nadie que aguante un cañonazo de 50 mil pesos”.

Aun cuando la complejización del mundo criminal u otras debilidades del Estado requieren de la participación de las FF.AA. en tareas de seguridad interna, hacerlo sin controles, sustento, plazos y evaluación de sus efectos es tanto o más perjudicial que no hacerlo e impide la construcción de un país más seguro, más justo, en paz y más democrático.

Como lo plantean Martha Elisa Nateras González (Universidad Metropolitana de México) y Paula Andrea Valencia Lodoño (Universidad de Medellín), en estos casos es fundamental la reflexión sobre los discursos de seguridad y las relaciones de poder construidas desde las amenazas, y que justifican el uso indefinido e ilimitado de la fuerza para la solución de ciertos desafíos (predomina la visión represiva y reactiva del uso de las FF.AA.). Los mandatarios electos olvidan que nuestros países los riesgos del enfoque militarista, ampliamente estudiado por diversos académicos y escuelas teóricas, en materia de pérdida del control democrático y aumento del poder de las élites, es una realidad latente.

El Estado justifica la incursión de las FF.AA. en tareas de seguridad pública desde una perspectiva de la seguridad nacional –una visión cada vez anclada a esa vieja doctrina–, situación que está legitimada internacionalmente a través de valores universales en función de alcanzar paz, estabilidad y orden para la consagración de los intereses del Estado. Este traslado del discurso internacional a la esfera nacional da paso a la configuración de una “guerra justa”, pues al reconvertir amenazas internas en riesgos para la soberanía se termina produciendo un rebalanceo de las relaciones de poder interno que subyacen al discurso de seguridad (favorecen el conservadurismo y el statu quo).

La normalización discursiva alrededor de la guerra contra las drogas y la delincuencia transnacional, anclada en amenazas asumidas institucionalmente, como el terrorismo, amplía las esferas del accionar militar, llegando a un punto de indistinción entre la función policial y la función de guerra, con graves impactos sociales. El discurso de la securitización promete devolver el orden interno y reducir las amenazas, sin embargo, lo que omite es que esto (si se llega a lograr) se hace a costa de la restricción y en muchos casos violación de los DD.HH.

La incorporación de las Fuerzas Armadas en la esfera de la seguridad interior sostenida en el supuesto de que los actos de violencia realizados por el crimen organizado trastocan la soberanía de los Estados, representa un doble riesgo práctico: termina por legitimar un Estado de excepción permanente, que exige el accionar militar en aras de mantener un orden interno, sin estimar el peligro permanente que implica en materia de vulneración de los DD.HH. por su vocación de uso irrestricto de la fuerza y, por el otro, pone al alcance de las manos del crimen organizado la capacidad de seducción/corrupción sobre las FF.AA.

Las organizaciones internacionales de derechos humanos instan a avanzar en soluciones más complejas y en el fortalecimiento de las fuerzas policiales regulares y/o la creación de nuevas, como una Guardia Costera y una Policía de Fronteras, para tratar en forma adecuada temas de seguridad y no defensa, como las migraciones, las cuales son crecientemente criminalizadas en los discursos de la derecha y en los medios proclives a ella. La migración es un DD.HH. y un aporte al desarrollo nacional, pero debe ser ordenada.

Existe evidencia empírica de que el enfoque securitista no está disminuyendo la criminalidad y que el actuar permanente de las FF.AA. atenta contra la consolidación del propio sistema democrático, al incrementarse el rol y poder de los militares, a la par que se disminuye la capacidad de control de parte de las instituciones civiles (incluso legalmente), así como el del rol-recursos de otras instituciones del Estado creadas espacialmente para el papel ocupado. La temporalidad indefinida de su participación es otro elemento que trastoca el control democrático y el respeto por los DD.HH.

Más allá de que hay momentos necesarios de contar con las FF.AA. y sus capacidades en el ámbito doméstico, concuerdo con el doctor en Ciencia Política de la Universidad de Chicago, Jorge Zaverucha, cuando dice que con este híbrido institucional se impide la construcción de una democracia plena y se incrementa la posibilidad del uso arbitrario de la violencia/fuerza ante situaciones “excepcionales” y/o supuestas. Agrega Zaverucha que “las FF.AA., a medida que aumentan sus facultades coactivas, sienten aún más la tentación de utilizar esa fuerza en su nombre y a expensas del resto de la sociedad. Y todo esto, naturalmente, impide la consolidación de una democracia que vaya más allá de los enfoques restringidos a la mera realización de elecciones”.

La pérdida de credibilidad en las autoridades ante la creciente incapacidad de las agencias de seguridad para garantizar la integridad, las garantías y los derechos de los ciudadanos, la paz social, hace urgente remirar la seguridad pública en función de la política, la economía, de los derechos humanos, de la cultura de la democracia, de la cultura de la legalidad y del Estado de derecho, y no solamente como un acto de control. Estamos frente a una decisión política del poder civil. Y ahí es donde hay que redoblar el trabajo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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