La historia de la polarización entre bandos ideológicos excluyentes e irreconciliables nos enseña la urgencia de buscar siempre una salida democrática, incluso al precio de sacrificar nuestros sesgos ideológicos, con tal de impedir el colapso del orden pluralista, la pérdida de nuestra libertad, el quiebre de nuestra vida en sociedad. De ahí que la posibilidad de perder la libertad sea siempre evitable, si lo que queremos es evitar la soledad que esta pérdida acarrea, porque más allá de cómo el ser humano nace, se hace o se convierte, el ser humano es, “por encima de todo –como dice Sándor Márai–, una posibilidad permanente”.
En España, de no haber mediado la intervención del rey Juan Carlos I, en su calidad de comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, el cuartelazo del 23 de febrero de 1981 pudo haber derrocado al régimen democrático, iniciado en 1977 después de la muerte del dictador Francisco Franco. A partir de la frustración de ese golpe, el pueblo español consolida su democracia y pone término a una difícil transición.
A este episodio, el destacado escritor español Javier Cercas lo califica como “el mito fundacional de la democracia española. […] porque es el punto exacto donde convergen todos los demonios de nuestro pasado reciente” y, como consecuencia de ello, “no hay español que no tenga una teoría o no conozca un secreto o una clave oculta del 23 de febrero”.
En cambio, el golpe chileno del 11 de septiembre de 1973 nada tiene de mitológico. Marca el quiebre de la democracia y el inicio de una larga y cruenta dictadura cívico-militar encabezada por un dictador equivalente a Franco: Augusto Pinochet. Las heridas provocadas por la violencia de este régimen dañaron profundamente a la sociedad.
Pero la dictadura sí fue fundacional en su revolucionario proyecto de transformación económica, caracterizado por la desindustrialización de la producción, las rebajas arancelarias, la privatización de las empresas públicas y la comercialización del trabajo. Los efectos de la revolución capitalista generaron profundas desigualdades sociales.
A partir de un fraude electoral en 1980, el régimen autoritario además impuso un decreto constitucional, que hasta hoy representa un obstáculo a las posibilidades de cohesión social en materias de educación, salud, vivienda, seguridad social y medioambiente.
Pese a los incuestionables avances democratizadores, los gobiernos civiles no han logrado introducir correctivos que satisfagan las crecientes expectativas en las condiciones de vida de los más desfavorecidos. A esto se suma una profunda falla estructural en la relación entre dinero y política, que se ha mantenido incólume por la autocomplacencia de la clase política civil durante más de 30 años de democracia.
La negativa de los actores políticos en buscar formas inteligentes de delimitar la influencia del dinero en la vida política, pese a la grave revuelta social de 2019, ha hecho que el malestar ciudadano se reconduzca desde la furia callejera al hastío en las urnas a través del “voto castigo”.
El mismo malestar que hace cuatro años motivó la posibilidad de cambiar la Constitución heredada de la dictadura, hoy la frustra, mediante el apoyo a una ultraderecha que no solamente pone en riesgo al proceso constituyente, sino a la propia convivencia democrática.
En este lamentable escenario, el debate público en torno a los 50 años del golpe de Estado se reduce a una ignominiosa crispación de la farándula política frente al fastidio ciudadano. Ahora bien, por más abundantes que sean las teorías, secretos o claves ocultas del 11 de septiembre, todas ellas divergen en una profunda fisura entre la condena moral y la escandalosa justificación.
Por un lado, la izquierda insiste en confundir la indispensable condena al golpe con la negación de sus antecedentes histórico-políticos, acusando de “negacionismo” a cualquier intento explicativo.
Y, por otro, la derecha insiste en justificar el golpe a través de los antecedentes histórico-políticos, en su burdo intento de empatar el “desmadre” de la Unidad Popular con los crímenes de la dictadura, pero también para deslegitimar las cuatro décadas de democracia que antecedieron al golpe.
Sin embargo, tanto el victimismo de los personeros de izquierda como la tosquedad de los políticos de derecha son contestes en omitir el significado del propio quiebre de la democracia. Ambos bandos omiten el valor que representa lo que ellos mismos están llamados a garantizar como partidos políticos: la democracia constitucional de la que se sirven y a la que debieran servir.
La memoria del horror frente a las graves violaciones de los derechos humanos nos enseña que un golpe de Estado contra un régimen democrático necesariamente conlleva una dictadura militar, en la que sus agentes estatales por antonomasia cometen tales atropellos.
De ahí que la justificación del golpe sea escandalosa: por la inmoralidad que representa toda clase de tiranía, cualquiera sea su orientación ideológica, al privarnos de la posibilidad de vivir como seres humanos, libres en sociedad, y condenarnos al destierro, a la soledad en nuestra propia tierra.
Mientras, la historia de la polarización entre bandos ideológicos excluyentes e irreconciliables nos enseña la urgencia de buscar siempre una salida democrática, incluso al precio de sacrificar nuestros sesgos ideológicos, con tal de impedir el colapso del orden pluralista, la pérdida de nuestra libertad, el quiebre de nuestra vida en sociedad. De ahí que la posibilidad de perder la libertad sea siempre evitable, si lo que queremos es evitar la soledad que esta pérdida acarrea, porque más allá de cómo el ser humano nace, se hace o se convierte, el ser humano es, “por encima de todo –como dice Sándor Márai–, una posibilidad permanente”.
Tal vez nunca logremos superar la fisura del golpe. Pero al menos se requiere un esfuerzo de empatía, tratar de ponernos en el lugar del otro, y buscar puntos de apoyo en común para una convivencia civilizada.
El célebre escritor mexicano Octavio Paz, al recordar su participación en la Liga de Escritores Antifascistas, reunida en 1937 para apoyar la resistencia al golpe franquista, dijo que al oír del otro lado de un muro las voces y risas de los otros, claras y distintas, descubrió que “los enemigos también tienen voz humana”.
Reconocer la voz humana del enemigo es el primer paso para decirnos recíprocamente, exentos de hipocresía, “Nunca más”.