A partir de los últimos resultados electorales (comprendido el presidencial de Gabriel Boric), podemos apreciar un vaivén de la población votante que va de izquierda a derecha, que no permite afirmar científicamente que el avance de la ultraderecha nacionalista, tradicionalista y conservadora se quedará a la cabeza de la conducción política. No obstante, estos resultados sí nos permiten apreciar un descontento social que busca soluciones a sus problemas y que está probando pendularmente, antes de estallar en una segunda revuelta social.
La revuelta de octubre de 2019 despertó los ánimos sociales y visibilizó la crisis multidimensional en la que vive aún Chile. Cuando todavía no se cierran las heridas del golpe de Estado y la dictadura civil-militar, y en un ambiente casi endémico de impunidad y de justicia en la medida de lo posible, surgió una de las más importantes y diversas movilizaciones. Demandas de género, salariales, sexuales, educativas, de pensiones, territoriales, animalistas, medioambientales, culturales, económicas, políticas y sociales salieron a las calles después de 30 años de democracia neoliberal.
Desde 1990 hasta la fecha, los ciudadanos y las ciudadanas de a pie tuvieron que acceder a la vivienda, la educación, la salud (y a menudo a la alimentación) a través de créditos bancarios, con bajos salarios que mantienen el ciclo de la deuda y fortalecen el sistema financiero. Los últimos 50 años, chilenos y chilenas han vivido un modelo creado en dictadura, pero perpetuado, profundizado y consolidado a partir de 1990, creando profundas brechas entre ricos y pobres que han concentrando los privilegios en siete familias dueñas de Chile, casi todos parientes o cercanos al dictador Pinochet, quien les vendió y traspasó a precio de remate las empresas nacionales que siempre estuvieron bajo la protección del Estado por su carácter estratégico.
Meses después y en medio de la revuelta de octubre del 2019, el mundo experimenta un escenario aún no acabado. Mientras la humanidad no terminaba de enfrentar la pandemia del SARS-CoV-2, la invasión de la Confederación Rusa sobre Ucrania vino no soolo a desdibujar el mapa geopolítico que ha hegemonizado las relaciones internacionales desde el término de la Guerra Fría, sino que también ha llegado a desatar y profundizar una de las peores crisis económicas del mundo.
La crisis internacional es multidimensional. Mientras gran parte de la humanidad y especialmente Europa está envuelta en terrorismo, euroescepticismo, xenofobia, fuerzas políticas de ultraderecha, ultranacionalismos, migración indocumentada y refugiados políticos, Rusia exige conversar de igual a igual con Estados Unidos, sentando el principio de una nueva era para la Confederación. La OTAN se reanima y expande su poderío bélico, con la legitimidad de la comunidad presa del temor de la caída de Occidente. Ucrania, en tanto, expone a su pueblo en una guerra que no acaba nunca, bajo la ilusión de ser algún día incorporados a la OTAN y protegidos por su artículo 5. La Unión Europea, abandonando principios de paz y estabilidad económica, se involucra más de lo conveniente contra Rusia y a favor de la OTAN en una guerra que solo ha traído inflación y costos para sus pueblos (21 de los 27 miembros de la UE pertenecen a la OTAN).
En tanto, los países de América Latina, cautivos de la inestabilidad económica, social y de dependencia estructural, emiten declaraciones dispersas y sin identidad continental, a la cola de la ideología occidental dominante, sin entender el nuevo orden geopolítico al cual se debe abrir. En definitiva, incertezas políticas, económicas y sociales sacuden al mundo con guerras, revueltas sociales, migraciones masivas, sequías, inundaciones, temperaturas extremas, inflación y restricciones económicas. Y una inteligencia artificial que amenaza con dejar a miles de trabajadores y trabajadoras sin fuentes laborales.
Las crisis mundiales reviven en las sociedades a los monstruos que llevan dentro. Los nazis, por ejemplo, llegaron al poder haciendo uso del temor del pueblo alemán. Sin golpe de Estado, tan solo a través de los procesos políticos legales, el Tercer Reich (según cifras de la Enciclopedia del Holocausto) asesinó a seis millones de judíos; a alrededor de siete millones de civiles soviéticos (incluidos 1,3 millones de civiles judíos soviéticos, que están incluidos en la cifra anterior); a alrededor de tres millones de civiles polacos no judíos (incluidos aproximadamente 50 mil soldados judíos); a 312 mil civiles serbios (en los territorios de Croacia, Bosnia y Herzegovina); a cerca de 250 mil personas con discapacidades que vivían en instituciones; a romaníes (gitanos) hasta 250 mil. También asesinaron a cerca de 70 mil delincuentes y personas denominadas “asociales”, a una cantidad no determinada de opositores y activistas de la resistencia, a unos 1.900 Testigos de Jehová y cientos, quizá miles, de homosexuales.
En plena crisis mundial, la más estructural después de la Segunda Guerra Mundial, la extrema derecha vuelve al poder a través de los mecanismos institucionales, solo leyendo y utilizando el malestar social contra las instituciones políticas que no dan soluciones a sus problemas.
El ejemplo más llamativo por su cruel historia fascista es la llegada al poder en Italia del partido ultraderechista y nacionalista Fratelli d’Italia, encabezado por su lideresa Giorgia Meloni, quien reivindica la figura de Benito Mussolini y su legado. En Suecia, una ultraderecha islamofóbica y antieuropeísta es el segundo partido más votado. En Polonia, Hungría y Eslovenia los partidos de ultraderecha forman parte del gobierno. En España, Vox duplicó sus apoyos en Castilla y León, convirtiéndose en el tercer partido con más escaños. En Alemania, Alternativa para Alemania consiguió en las elecciones del 2023 el 52 por ciento de los votos en la segunda ronda de los comicios en Sonnenberg, al este del país, en el Land de Turingia. Recientemente, Javier Milei, ganó las primarias argentinas en 16 de 24 provincias, abogando por la liberalización de la venta de órganos, la dolarización del país (sin tener suficientes reservas de dólares), terminar con los acuerdos con China (siendo este país el segundo comprador de materias primas argentinas) y el Mercosur, entre otras medidas.
En Chile, en tanto, la población va de lado en lado, votando en unas elecciones por progresistas de izquierda y en otras por conservadores ultraderechistas, con una clase política e instituciones desprestigiadas y acusadas de enriquecimiento personal, corrupción, fraudes al fisco y tráfico de influencia, con una crisis económica derivada de la crisis mundial y manipulada por un sector del empresariado nacional que lucra y distorsiona los precios de los productos encareciéndolos aún más y una ciudadanía desmovilizada, con escasa motivación por participar, y una extrema derecha en curva ascendente, ocupando los territorios, el Congreso y el recientemente electo Consejo Constitucional.
En este escenario internacional y nacional de incertidumbres y crisis se conmemoran los 50 años del golpe de Estado en Chile, con fervientes defensores del orden, que irrumpieron con más fuerza después de la revuelta de octubre de 2019. Defensores de la moral, los rodeos, las peleas de gallo. Anticomunistas, pero también anticambio climático o climatoceptistas, antiglobalización, anti Naciones Unidas. Retomaron el fantasma de la migración económica (las otras son tolerables por cuestiones de clase) y reinstalaron el sentimiento nacionalista del Chile para los chilenos, al estilo Alemania para los alemanes de Hitler, o Estados Unidos para los estadounidenses de Donald Trump.
Las redes sociales se oscurecieron con la proliferación de cuentas neofascistas, negacionistas y ultraderechistas, que hoy tienen características que deben ser abordadas con otras herramientas de análisis e interpretación, a pesar de que a través de la historia podemos observar que este sector sigue apelando a la misma narrativa de orden, moral, patria, nacionalismo, familia, tradiciones, ideologías extranjeras, identidad, raza, anticomunismo, antipartidos políticos; sumando su negacionismo climático y antiglobalización, antinmigrantes, antifeministas, contra el aborto y los grupos LGBT+.
Los grupos nacionales ultraderechistas como Acción Republicana, de Republicanos; Movimiento Social Patriota, Acción identitaria, etc., han puesto sus esfuerzos comunicacionales e ideológicos (al igual que en la Alemania nazi) en la búsqueda de un enemigo común: los comunistas de manera genérica, y hoy los/las inmigrantes, que serían los nuevos parias que vienen a quitar el trabajo de los nacionales y a irrumpir contra las tradiciones oriundas.
A través de este enemigo común, buscan la adhesión de los más afectados por la inestabilidad económica, la inseguridad y el lento proceso de aceptación y adaptación propio de la multiculturalidad. En general, estos movimientos en el mundo se han manifestado contra los efectos migratorios de la globalización y contra la externalización de las industrias nacionales a espacios económicos globales con menor costo de mano de obra, situación que ha permitido a China ponerse a la cabeza de la economía mundial.
No solo rechazan la multiculturalidad, sino la “falta de moral” de las diversidades sexuales y de género, manifestándose violentamente contra los grupos LGBT+ y en favor del valor moral de las familias heterosexuales. Por amor a la patria, son climatoceptistas y niegan su naturaleza antrópica, convicción asociada a su desprecio por los organismos internacionales y acuerdos marcos por los Objetivos del Milenio de las Naciones Unidas.
El Partido Republicano chileno, liderado por José Antonio Kast. dice que “en este marco de incertidumbre, algunas organizaciones y gobiernos están diseñando políticas basadas en datos no tan certeros y de lugares tan remotos como la Antártica. Estas apuntan a reconfigurar sus matrices energéticas con tecnologías que resuelven algunos problemas, pero que crean otros similarmente complejos, así como oportunidades de negocio”, asegurando que el fenómeno no se debe a una desatada intervención humana, sino a procesos naturales de transformación del clima, que no requieren de inversión ni ocupación, porque interferiría en la economía nacional.
Buscan al pueblo cristiano que cree en dios. Defienden las instituciones religiosas y sus credos, pero rechazan la espiritualidad pagana de los pueblos originarios que promueve conductas más liberadoras y de armonía con la naturaleza.
Tienen una alta valoración del trabajo y el esfuerzo individual, pero una baja valoración por las condiciones laborales de ese trabajador y trabajadora.
Declaran su deprecio por la política y por los que la ejercen; no obstante, opinan y actúan ideológica y violentamente contra todo aquello que huela a progresismo. Niegan su pertenencia al espectro político, tanto de la derecha como de la izquierda. Quieren hacer creer que son representantes de la tercera vía. Sin embargo, en su génesis, son esencialmente de derecha y anticomunistas.
En un contexto de hastío, indiferencia, descrédito político y necesidades de todo tipo, cuestionan y relativizan el valor de la democracia, por considerarla un sistema que no ha sabido defender los intereses del pueblo, y están dispuestos a privarse de libertades por recuperar el orden institucional. Peligrosísimo, cuando escuchamos decir lo mismo al propio pueblo, desventurado debido a la economía y la estabilidad social. En ulteriores encuestas, la palabra orden ha desplazado a la palabra igualdad entre sus prioridades.
A partir de los últimos resultados electorales (comprendido el presidencial de Gabriel Boric), podemos apreciar un vaivén de la población votante que va de izquierda a derecha, que no permite afirmar científicamente que el avance de la ultraderecha nacionalista, tradicionalista y conservadora se quedará a la cabeza de la conducción política. No obstante, estos resultados sí nos permiten apreciar un descontento social que busca soluciones a sus problemas y que está probando pendularmente, antes de estallar en una segunda revuelta social. Cabe señalar que la acumulación de rabia y malestar social puede tomar años, pero de no encontrar soluciones de mediano y largo plazo, se puede precipitar irremediablemente y siempre en desmedro de los más pobres.
Conocemos la criminalidad del fascismo, nazismo, franquismo y los regímenes nacionalistas. Todos ellos en defensa de la moral, la patria, las tradiciones y el orden. Entonces, entender la nueva morfología neofascista, nacionalista y conservadora de estos tiempos exige la utilización de nuevas herramientas de análisis e interpretación. No solo para conocer el pensamiento, actuar y las nuevas formas virtuales que utilizan para darse a conocer, sino también para aprehender a reinterpretar a ese pueblo que vota por la derecha nacionalista y neofascista. Conocer su actuar, sus demandas espirituales y necesidades materiales es primordial para constituirse en alternativa a la ultraderecha. Resulta urgente conocer el mundo simbólico del pueblo no ideologizado y aquellas subjetividades que permitan enunciar un proyecto que concilie la migración con el chilenismo de las clases o estratos populares, por ejemplo.
Las denominadas izquierdas conocen las condiciones objetivas de los territorios, saben de las condiciones de hacinamiento, pero no logran proponer soluciones ideológicas al lento proceso de imbricación cultural de coexistencia de dos o tres culturas en un mismo espacio. Ante este fenómeno, no se puede seguir apelando a conceptos vaciados por el neoliberalismo, como el de solidaridad, derecho a migrar u otros. Una sociedad solidaria no surge de la espontaneidad, es un proceso objetivo y subjetivo de larga data, asociado a un modelo de Estado que demuestre los beneficios de la solidaridad.
En consecuencia, no podemos reproducir una narrativa social que fue arrebatada a balazos a partir del golpe militar. El hacinamiento multicultural, precario y reciente que viven las personas en los territorios, exige otra aproximación simbólica y práctica sobre el fenómeno migratorio, que dé soluciones con sentido común y humanistas a lo que viven a diario.
En tanto, para que las izquierdas puedan hablar de orden y al mismo tiempo transformación social, requieren de la deconstrucción de los(as) revolucionarios(as), y de la reinvención de experiencias y saberes en el espacio social, que los vuelva al análisis sociológico de los fenómenos sociales, y antropológico de los fenómenos culturales. Que los aleje de la interpretación social a partir de disposiciones psicológicas, que distorsiona su mirada en relación con lo que quiere el pueblo. No hay revolución posible sin las personas de a pie, distintas y diversas. La patria es de todos, es creyente, disfruta de la cueca, las empanadas y también iza la bandera nacional. Al mundo lo podemos transformar, si y solo si la gente lo quiere cambiar; y las tradiciones (hasta las más perversas y dañinas) son difíciles de erradicar.
Para que el cambio ocurra, no solo deben ofrecerse mejores condiciones materiales de vida, sino también condiciones simbólicas, de identidad, y tranquilidad que les permita a los pueblos alcanzar la felicidad. Tal como fue necesario politizar los cuerpos de las identidades sexuales para transformarlas en orgullo gay, y visualizar las injusticias ejercidas contra ellos, debemos politizar la palabra amor. Yendo más allá de Humberto Maturana, y transformarla en sentido común, en poder simbólico. En derecho consuetudinario, en tradición nacional.
Si no actuamos sobre la crisis, tengamos cuidado, porque (emulando a Gramsci), en el claroscuro del nacimiento de lo nuevo y la muerte de lo viejo, pueden surgir monstruos.