En lugar de plantar banderas y nombrar funcionarios antárticos, los chilenos deberíamos invertir nuestros recursos limitados en profundizar la cooperación y colaboración que existe hoy en la Antártica para hacer ciencia y proteger al medio ambiente, que son el resultado del tratado. Llevamos haciéndolo más de 60 años, lo que nos ha convertido en un país central de este acuerdo único en el mundo. Punta Arenas, en tanto, en esta historia, debería ser la ciudad donde esas fuerzas se concentraran, con el Centro Antártico Internacional como núcleo.
En las últimas semanas ha reaparecido en los medios el tema de la Antártica y su lugar en el imaginario nacional. Parece ser, por lo que dice El Mercurio, que algunas autoridades magallánicas temen la “desantarticación” del Estado y proponen, para frenarla, entre otras cosas, repoblar Villa Las Estrellas, nombrar un delegado antártico y hacer presencia en la Antártica oriental (que queda, literalmente, al otro lado del polo).
Un poco de historia y algo de contexto deberían servir para hacerlos recapacitar.
Un poco de historia primero. El primer país en reclamar territorio en la Antártica fue el Reino Unido, a través de una carta patente en 1908, tan negligente que incluyó un pedazo de Tierra del Fuego en su reclamación, debiendo ser corregida en 1917. Le siguieron Nueva Zelandia (1923), Francia (1930), Australia (1933) y Noruega (1939). Los reclamos de Nueva Zelandia y Australia fueron en realidad “transferencias” de territorio dentro del marco de la Commonwealth (asumiendo que es posible transferir lo que nunca ha sido propio). Por último vinieron Argentina y Chile, en 1940. Solo Marie Byrd Land, el pedazo más inaccesible, al oeste del reclamo chileno, quedó sin reclamar. Los reclamos del Reino Unido, Argentina y Chile se traslaparon sobre la Península Antártica y fue en buena parte el desacuerdo entre los tres lo que llevó a la negociación del Tratado Antártico de 1959.
Por medio de este, los reclamantes aceptaron “congelar” sus reclamos y destinar la Antártica para la paz y cooperación científica internacional. Sin embargo, sobre todo tres de ellos (Argentina, Chile y Australia) se empecinan en aplicar nociones decimonónicas de soberanía al último lugar en la Tierra que tiene la oportunidad genuina de consolidarse como un territorio global.
Si se analizan los argumentos dados por los diferentes reclamantes, algo que salta a la vista y es común a todos es la desmesura de los reclamos: el bache profundo entre las razones dadas y la extensión geográfica de los territorios reclamados. El Reino Unido, Francia y Noruega se basan en descubrimientos y exploraciones, pero también en la presencia de balleneros y cazadores de lobos marinos en algunas áreas costeras e islas antárticas y subantárticas. Valiéndose de una estación meteorológica permanente en las Islas Orcadas y en derechos supuestamente heredados de España, nuestro vecino país reclama una superficie mayor que la de Perú.
Australia reclama 42 por ciento del continente, basándose principalmente en las acciones de un par de exploradores a comienzos del siglo XX. Chile reclama un área que es casi el doble de su territorio continental, apoyándose principalmente en derechos “históricos”, también heredados de España. Por el uti possidetis, se dice, Chile heredó las fronteras administrativas de los tiempos de la Colonia, y en estas ya se consideraba a la Antártica como parte de la Capitanía General de Chile, aunque todavía ni se la había descubierto. También se mencionan documentos oficiales, tanto de la época colonial como posteriores, que demuestran el interés del Estado en el último continente. Lo que no se explica nunca es cómo se convierte un interés en un derecho.
Tampoco se explica cómo es que Chile (y Argentina) critican a los reclamantes europeos y sobre todo al Reino Unido por su conducta colonialista e imperialista, cuando ellos mismos derivan en parte su reclamo del Tratado de Tordesillas, un artilugio colonial por excelencia, por medio del cual España y Portugal se dividieron el “Nuevo Mundo” en 1494. En un intento por distinguir las intenciones de los reclamantes sudamericanos de las de los demás, en suma, nos hacemos ciegos a la realidad común de todos: la única forma de entender las aspiraciones territoriales de los siete países reclamantes en la Antártica es en el contexto de colonialismo e imperialismo tardíos de la primera mitad del siglo XX, con todo el resto del mundo ya tomado y solo este último pedazo de tierra (o, mejor dicho, hielo) todavía vacante.
El escritor y diplomático Miguel Serrano resume muy bien las motivaciones de Chile en sus Memorias de él y yo, refiriéndose al supuesto encuentro que tuvo con el entonces primer ministro indio, Jawaharlal Nehru, para convencerlo de que un país pequeño como Chile necesitaba territorio en la Antártica: se trataba de la continuación “natural” de esta angosta y larga faja de tierra, y de preservar el honor y el sueño de un ideal. Serrano nunca explica la conexión entre honor, ideales y kilómetros cuadrados, porque su mirada (colonialista e imperialista) la da por sentada.
Tras este breve recapitulación histórica, algo de contexto. Se podrá decir que mi análisis es ingenuo y se queda en internacionalismo liberal utópico, ajeno a las realidades geopolíticas. Mi respuesta es que, si es por Realpolitik, mejor haríamos en olvidarnos del asunto por completo y esperar de brazos cruzados a que Putin o Xi o algún otro con suficiente poder disuasivo decida tomarse la Antártica entera o por partes. Si solo se miran los equilibrios de fuerzas, se pierde de vista aquello a lo que podríamos aspirar si se trabajara juntos en lugar de sospechar del otro. En cambio, sugiero un camino que me parece más ajustado a los tiempos que vivimos.
Aunque se pueda criticar al Tratado Antártico en muchos frentes, y a los países reclamantes por obstinarse en enarbolar sus derechos soberanos, aunque el mundo nunca les vaya a reconocer ninguno, hay que subrayar el carácter único de este arreglo del cual Chile es parte.
En lugar de plantar banderas y nombrar funcionarios antárticos, los chilenos deberíamos invertir nuestros recursos limitados en profundizar la cooperación y colaboración que existe hoy en la Antártica para hacer ciencia y proteger al medio ambiente, que son el resultado del tratado. Llevamos haciéndolo más de 60 años, lo que nos ha convertido en un país central de este acuerdo único en el mundo. Punta Arenas, en tanto, en esta historia, debería ser la ciudad donde esas fuerzas se concentraran, con el Centro Antártico Internacional como núcleo.
El lenguaje desarrollista que muchas veces acompaña a las declaraciones de soberanía chilena en la Antártica podrá haber tenido un lugar cuando las ballenas todavía eran consideradas el principal “recurso” antártico, y cuando se soñaba que la Isla rey Jorge podía convertirse en una metrópolis petrolera sustentable. Hoy, cuando el cambio climático que causamos en casa afecta a la Antártica como a ningún otro lugar en el planeta (exceptuando el Ártico), cuando la invasión de Rusia a Ucrania nos recuerda más que nunca que la obsesión por extender el territorio a nada bueno lleva, y cuando nos damos cuenta de que no hay otra salida a nuestros desafíos globales que la cooperación global, ya no podemos darnos el lujo de seguir en la lógica del desarrollismo.
En vez de estar presentes en la Antártica, en suma, debemos tener presente a la Antártica, sobre todo en nuestras políticas científicas y medioambientales. Ahí está el futuro de nuestro país en el continente blanco.