Respuestas desproporcionadas que no observan el derecho internacional humanitario respecto a la protección de toda población civil, han sido fuentes de creación de nuevos terroristas de Hamás dispuestos a todo. Ante una campaña terrestre, de combate urbano, hay que tener presente que la furia ciega no traerá la paz, sino solo una calma transitoria y aparente. Por ahora, el corredor humanitario es más urgente que nunca.
“El que quiera bloquear la creación de un Estado palestino debe apoyar el crecimiento de Hamás y transferir dinero a Hamás. Es parte de nuestra estrategia: aislar a los palestinos de Gaza de los palestinos de Cisjordania”, la desafortunada frase fue parte de un discurso en 2019 del actual primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, ante la Knéset, el Parlamento israelí, para graficar su estrategia para dinamitar la creación de un potencial Estado palestino.
Hoy, en medio del clima de psicosis posterior a una operación terrorista perpetrada por Hamás que culminó con 1.400 víctimas israelíes, el sábado 7 de octubre pasado, junto con la tradicional y esperable cohesión de una sociedad ante una guerra tipificada como nacional, no son pocas las voces que apuntan al líder del Likud como responsable indirecto del crecimiento de la organización islamista radical palestina.
Entre los críticos más elocuentes se cuenta el periodista Amnon Abramovich, quien en un video viralizado acusó a Netanyahu de construir a la banda terrorista “con sus propias manos”, aunque fue incapaz de advertir el riesgo de una tormenta –que ahora trata de frenar– y que lo ha superado.
Aunque, para ser preciso, mucho antes que Netanyahu en 1996 asumiera la titularidad del Gobierno israelí –sumando en la actualidad 15 años discontinuos como premier–, el Gobierno de Israel ya tenía contactos colaborativos con Hamás. Siguiendo la máxima “divide para reinar”, y emulando la ayuda que la CIA de Estados Unidos brindó al séquito de Osama bin Laden durante las guerras talibanes contra la Unión Soviética, poco después de la intifada palestina de 1987 los servicios de seguridad de Israel ya cultivaban contactos con los seguidores del jeque Yassin, como una forma de fracturar el campo palestino, por ese entonces dirigido por la nacionalista y secular Organización para la Liberación de Palestina (OLP) de Yasser Arafat. No pasó mucho tiempo para que la rama gazatí de la Hermandad Musulmana adoptara el acrónimo de Hamás, y no solo disputara el liderazgo palestino sino que además, como una “hidra bicéfala”, atacara a sus “contactos” originales.
La pregunta es: ¿cómo es posible que, después de la caída de las Torres Gemelas en Nueva York y de la historia reciente de refriegas con los palestinos, un político curtido de experiencia militar no advirtiera que toda política de favorecer indirectamente a actores autodeclarados de religiosos arriesgaba prolongar y profundizar un conflicto? Lo anterior vale tanto respecto a su inclinación a evaluar erradamente a los radicales islamistas palestinos, como respecto a la promoción de su gobierno de la intensificación de asentamientos judíos en la Cisjordania palestina, aquella que los partidos conservadores y ultraortodoxos llaman la Judea y Samaria legada por Dios. Es que, como mostró la europea Guerra de los Treinta Años entre católicos y protestantes, que culminó en Westfalia en 1648, cada vez que se introduce la categoría “en el nombre de Dios” en un conflicto armado, la posibilidad de una negociación se aleja considerablemente.
En parte, la respuesta la brinda Dominique Moïsi en su obra La geopolítica de las emociones (2009). En Israel existiría una combinación de miedo, esperanza y humillación, en este último caso “más precisamente de resentimiento, que constituye un obstáculo para el éxito de un proceso de paz. Sin duda, estar constantemente bajo el ataque de enemigos terroristas que no pueden ser eliminados ni neutralizados, crea una sensación de frustración e impotencia”. Si a lo anterior agregamos una autoapreciación de excepcionalidad democrática y económica en la región, junto a la percepción de vulnerabilidad derivada de estar rodeado de enemigos hostiles, las posibilidades de reacciones desproporcionadas se incrementan en una sociedad determinada por el hecho de que el trauma de la “Shoa” (el Holocausto) no se vuelva a repetir. “El peso excesivo de la historia –explica Moïsi– combinado con una ignorancia deliberada frente al otro, constituye una de las combinaciones emocionales más explosivas”.
El pueblo judío sabe de discriminaciones e inequidad mucho antes del exterminio genocida nazi, cultivando en su memoria colectiva la idea de justicia, idealmente no revanchista. En este sentido, uno de sus relatos míticos del folclore medieval polaco asquenazí (siglos XI y XVI) cuenta la historia de un ser animado creado por un rabino a partir de materia inerte, que cobra vida por medio de un conjuro talmúdico y que la tradición recuerda con el nombre de Gólem. Siguiendo las órdenes del maestro judío fue empleado para salvar vidas de la comunidad hebrea.
Hacia el siglo XIX, la leyenda localizó al Gólem en la Praga de los Habsburgo. En dicha narración se acusaba falsamente a la comunidad judía de perpetrar la desaparición de un niño cristiano para utilizar su sangre en la celebración de los ritos pascuales. El emperador Rodolfo II exigió en algunas versiones el destierro judío y, en otras, su condena a muerte. Entonces el rabino Löw ordenaba a su Gólem encontrar al niño para salvar a los judíos. Y aunque lo lograba, posteriormente la creatura continuaba creciendo con accesos de ira y fuera de control, hasta llegar efectivamente a matar cristianos, por lo que Löw finalmente lo liquidaba.
El relato fue inmortalizado por el cine expresionista alemán de Paul Wegener y Carl Boese (1920), alertándonos acerca de los peligros de un coloso de arcilla, creado por el ser humano para defender a un pueblo de la persecución política por parte de la autoridad imperial, pero provisto de una furia ciega (aunque en una de las piezas fílmicas se enamora de la hija del rabino) que ya no discierne entre responsables e inocentes.
En este siglo, y después de la desconexión unilateral de Israel de Gaza en 2005, varias operaciones militares israelíes, después de ataques a su territorio, castigaron a la Franja –como Lluvia de Verano, de junio a septiembre de 2006; Plomo Fundido, de diciembre de 2008 a enero de 2009; y Margen Protector, de junio a agosto de 2014– mediante bombardeos y reocupaciones temporales de Gaza. Así se fue configurando una de las áreas más precarizadas del planeta, con características de gueto por el estricto control de ingreso y entrada, más sus intimidantes sistemas de separación que, sin embargo, fueron sobrepasados el 7 de octubre pasado.
Lejos de eliminar a Hamás, respuestas desproporcionadas que no observan el derecho internacional humanitario respecto a la protección de toda población civil, han sido fuentes de creación de nuevos terroristas de Hamás dispuestos a todo. Ante una campaña terrestre, de combate urbano, hay que tener presente que la furia ciega no traerá la paz, sino solo una calma transitoria y aparente. Por ahora, el corredor humanitario es más urgente que nunca.