Putin ha conseguido aliados en una América Latina que debería, dada su terrible historia colonial, oponerse a toda agresión genocida y colonialista como la que Rusia hace con Ucrania.
El orden internacional diseñado y construido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial ha resultado, a todas luces, imperfecto e injusto. Hablando de esa imperfección e injusticia en Medio Oriente, Norte de África y Cáucaso, la mejor prueba es la falta de solución viable para palestinos, kurdos, chechenos, saharauis, circasianos, yazidíes, Ahwaz, armenios de Nagorno Karabaj, hazaras, baluches, talishes, abjasos, por solo mencionar algunos ejemplos de naciones que no han podido materializar un Estado propio o, por lo menos, tener autonomías viables y reales.
A esas naciones sin Estado ni autonomía real se suma una serie de Estados nación fallidos a lo largo y ancho del Norte de África, Medio Oriente y Cáucaso. Las evidentes fallas estructurales y fundacionales de países como Irak, Siria, Yemen y Libia se añaden a las enormes dificultades en la gobernabilidad y cohesión social de países como Jordania, Egipto, Argelia, Georgia, sin olvidar la represión, discriminación y colonialismo de estados como Turquía, la teocracia iraní, las monarquías antidemocráticas árabes del golfo, Azerbaiyán y la trágica paradoja israelí de ser un Estado democrático, pero que ha prolongado demasiado tiempo una ocupación injusta y muchas veces cruel en territorios palestinos.
Sin embargo, por más imperfecto e injusto que sea ese orden internacional, hay que recordar que ese mismo orden contiene elementos legales, diplomáticos e institucionales suficientes para, con buena fe, creatividad e imaginación política, ir resolviendo tanto las válidas demandas de esas naciones como las fallas de los Estados del Medio Oriente, Norte de África y Cáucaso.
Es muy claro que ese orden internacional está siendo no solo cuestionado (lo que es correcto y necesario), sino violentado y agredido por varios actores internacionales que, basándose en una falsa narrativa decolonial (que ha engañado a más de uno en Europa y América Latina), pretenden imponer un orden en el cual la violencia étnica y religiosa, la sumisión, invasión e incluso el genocidio y la limpieza étnica sean las formas de “resolver” las disputas e injusticias.
Dos de los actores –no los únicos pero sí los más activos– que minan, violentan y pretenden romper el orden internacional son Rusia e Irán.
La Rusia contemporánea muestra todas sus tendencias colonialistas e imperialistas no solo en su genocida agresión de nueve años contra Ucrania y sus amenazas a la soberanía e integridad territorial de los países del Báltico, Polonia y Finlandia, sino en su apoyo a dictadores sanguinarios como el sirio Bashar al-Assad, quien continúa masacrando impunemente a sus propios ciudadanos con ayuda de Moscú y Teherán. Moscú también opera a favor de dictaduras en el continente africano, negocia con grupos terroristas como Hamás y Hezbollah (a los que llama “fuerzas sociopolíticas legítimas”) y ha abandonado sin piedad a los armenios, en las garras de la dictadura familiar de Bakú que ha hecho con ellos lo que ha querido en total impunidad.
Bajo una falsa y cursi narrativa decolonial, que tristemente ha llevado a que políticos latinoamericanos mantengan una bochornosa complicidad con los crímenes rusos en Ucrania, Putin ha conseguido aliados en una América Latina que debería, dada su terrible historia colonial, oponerse a toda agresión genocida y colonialista como la que Rusia hace con Ucrania.
El otro actor, la República Islámica de Irán, régimen misógino, homofóbico, fundamentalista y con impulsos colonialistas, ha establecido una estrategia parecida a la de Rusia: instalar una falsa narrativa anticolonial (basado en un discurso rabiosamente antiestadounidense y antiisraelí) que ha atraído y hecho cómplices no solo a políticos, sino también a intelectuales y académicos latinoamericanos que pretenden ver un ejemplo de resistencia decolonial en lo que es un régimen islamista que no tolera ni siquiera la disidencia interna.
Los ayatolás y sus cómplices no han tenido piedad con las protestas sociales lideradas por las valientes mujeres iraníes. El caso de la iraní Narges Mohammadi, quien ganó el Nobel de la Paz este mientras languidece en una cárcel del régimen, es solo un ejemplo trágico de esto. El apoyo iraní a grupos terroristas como el Hamás palestino y el Hezbolla libanés, su visión colonialista sobre países vecinos y sus negocios turbios con países latinoamericanos, tendrían que ser denunciados por todos aquellos que queremos un Irán y un Medio Oriente libre de fundamentalistas violentos.
Los intelectuales, políticos y académicos que aspiramos a una solución justa no solo al tema palestino, hoy ante el recrudecimiento de la violencia que mata y lastima a civiles palestinos e israelíes, sino el de todas y cada una de las naciones y Estados del Medio Oriente, Cáucaso y Norte de África, no debemos perder de vista que, bajo la falsa retórica de resistencia antiimperialista de Rusia e Irán, se esconde un fundamentalismo religioso, étnico y nacionalista que, en caso de imponerse, abrirá la puerta a un mundo más violento, más injusto, más misógino y homofóbico y mucho menos democrático.