El tachar de “animales” a los miembros de Hamas por el ministro de Defensa de Israel se pretende descalificarlos sobre la base de que la crueldad, el odio, la guerra y el crimen serían propios de los animales. Estos rasgos, sin embargo, son exclusivamente humanos.
Refiriéndose a los miembros de Hamas, el ministro de Defensa de Israel, Yoav Galant, ha dicho que “estamos luchando contra animales humanos y actuamos en consecuencia”. Desde el ángulo contrario, el intelectual Felipe Portales ha sostenido que el ataque masivo a Gaza y su “destrucción total” por Israel “será la mayor bestialidad de este siglo”. En forma directa, el ministro israelí, y Portales en forma indirecta –puesto que “bestialidad” es el acto de una bestia, vale decir de un animal– coinciden en la “animalización” de una y otra de las partes en conflicto.
El DRAE, diccionario de la Real Academia Española, define la palabra “bestia” como “animal cuadrúpedo”, y más abajo como “monstruo” y “persona ruda e ignorante”, y a un animal como un “ser orgánico que vive, siente y se mueve por propio impulso”. Y en tono peyorativo aplica el término “animal” a una “persona de comportamiento instintivo, ignorante y grosera”.
Al hombre, es decir nosotros, el DRAE lo define así: “Ser animado racional, varón o mujer”. Al tildarnos a secas de “ser animado racional”, en ningún momento los sabios de la RAE –treinta y siete Excelentísimos Señores y siete Excelentísimas Señoras– parecen haberse percatado de algo obvio: que los seres humanos pertenecemos al reino animal y que, junto al gorila y al orangután, formamos el trío de los grandes simios.
Fiel a la cultura occidental y cristiana, el DRAE denigra una y otra vez a los animales y por extensión a ciertas personas, cuando califica de “sabandija” a una “persona despreciable” y de “alimaña” a una “persona mala, despreciable, de bajos sentimientos”. Asimismo, define a la serpiente en primer lugar como “reptil” y en segundo como “diablo, príncipe de los ángeles rebeldes”. Y para qué decir el entusiasmo con que el DRAE exalta la “fiesta” y el “arte” de la tauromaquia, al recoger decenas de términos sobre la tradición hispana de torturar un toro hasta la muerte, actividad en la que otrora se destacara nuestra torera antofagastina Conchita Cintrón, que en doscientas corridas mató en México nada menos que 401 toros.
La tradición taurina, que además de España subsiste en México, Colombia, Perú, Ecuador y Venezuela, así como en Portugal y el sur de Francia, fue proscrita en Chile por Ramón Freire en 1823, hace doscientos años, en el mismo decreto que prohibió las peleas de gallos y abolió la esclavitud: ¡bien por él! En España hasta hoy las corridas de toros van de la mano con la costumbre de torturar animales con motivo de la fiesta de la Virgen y el santo patrono de diversos pueblos, como sucede con el “toro embolado” al que aterrorizan atándole estopa con fuego en los cuernos para dicha de los vecinos que lo persiguen a lanzadas hasta darle muerte o el hecho de arrojar una cabra viva desde el campanario de una iglesia.
Mi rechazo a la “animalización” de los contendientes de Gaza se debe a que nuestros hermanos del reino animal solo matan a otros para subsistir y alimentarse de su carne, en ningún caso los torturan o ahorcan, crucifican, lapidan, guillotinan, fusilan, electrocutan o gasean. En cambio nosotros, el Homo Sapiens, desde que nos bajamos de los árboles o salimos de las cavernas hemos utilizado una piedra, una maza, un garrote, un hacha, una flecha, una lanza no solo para cazar y obtener nuestro sustento, sino especialmente para torturar o dar muerte a nuestros semejantes.
Sin perjuicio de nuestra genialidad para desarrollar la agricultura, la técnica, la industria y crear la filosofía, la poesía, las artes, hemos aprovechado cada invento o descubrimiento para idear nuevos métodos de exterminio de seres similares a nosotros. La principal inversión de los 195 países existentes en nuestro minúsculo planeta, incluidos Chile, Israel y Palestina, no tiene por objeto el mejoramiento de la calidad de vida de sus habitantes sino la compra de armas para matar seres humanos, en beneficio de los consorcios que las fabrican, que suelen vender a lado y lado. Desde tiempo inmemorial, no ha habido un minuto en que el Homo Sapiens, nosotros, los seres humanos, no estemos enfrascados en alguna guerra tribal, religiosa, dinástica, en una guerra local, colonial o de liberación, en una guerra civil o revolucionaria, y en varias a la vez, o en una guerra mundial. Vivimos en guerra permanente e incluso hemos producido y lanzado la bomba atómica sobre nuestros semejantes.
Mientras pretendemos ser dueños del planeta, de sus montañas, valles, ríos y mares, de los bosques, los minerales y las aguas, también nos hemos declarado dueños de los animales que andan por la tierra o surcan el aire y los mares, seres “inferiores” a los que metemos en jaulas o hacinamos en siniestras cadenas o piscinas industriales y matamos sin piedad para devorar su carne, sus entrañas, su sangre y aprovechar su piel, su cuero, sus plumas, o robotizamos para que nos entreguen su leche y sus huevos.
Al deshumanizar y tachar de “animales” a los enemigos en una guerra como la de Gaza, se pretende descalificarlos sobre la base de la creencia –que a lo largo de milenios nos hemos inculcado a nosotros mismos– de que los valores propios del ser humanos serían exclusivamente el amor, la bondad, la generosidad, la fraternidad y la vocación por la paz, y que, por el contrario, la crueldad, el odio, la guerra, el crimen serían propios de los animales. La cuestión es que estos últimos rasgos jamás han caracterizado a los animales y, en cambio, nos han acompañado a los humanos desde la noche de los tiempos.
En consecuencia, el asesinato de civiles israelitas cometido por Hamas y la matanza de habitantes de la franja palestina de Gaza por parte de Israel no han sido ni serán actos de animales, sino las más humanas de las acciones.