El texto propuesto nos aboca a la confrontación de identidades sociales, culturales, religiosas o étnicas. Por eso resulta un instrumento peligroso, ya que impulsa tendencias hacia el nacionalismo autoritario y racista.
El proceso de cambio constitucional que estamos viviendo es el intento, hasta ahora fallido, de superar la crisis de nuestro modelo de desarrollo, en el marco de una cultura de masas que nos lleva al repliegue sobre nuestra vida privada. Eso explica el clima de desilusión generalizado respecto de los gobiernos, las instituciones (ya sean políticas, familiares, comunicacionales o religiosas), los valores sociales y el modelo económico dominado por el dinero y los vínculos contractuales de carácter anónimo e impersonal. Una nueva Constitución debería responder a las causas de la desinstitucionalización y desocialización de nuestro país, fenómenos que nos llevan a graves dificultades de convivencia.
No es banal preguntar si la actual propuesta de Constitución nos ayudará a vivir conjuntamente. Lamentable es constatar que la respuesta no es optimista, porque, lejos de plantearse este objetivo, lo que se nos propone es mantener, con mucha mayor intensidad y dramatismo, la misma racionalidad jurídica del texto vigente. Eso impulsará la división del país y muestra una completa desconexión con los problemas que arrastran chilenas y chilenos.
Una nueva Carta Fundamental tendría que prestar más atención a las personas, desde la innovación de los sistemas establecidos y sus instituciones, para hacerlos capaces de cohesionar una sociedad fragmentada y en proceso de polarización. En cambio, lo que se nos propone es el juguete rabioso de una élite conservadora, que busca una revancha política ante los crecientes cuestionamientos a sus responsabilidades históricas.
Una Constitución adecuada a nuestra crisis debería colaborar a dar estabilidad profesional y familiar ante el creciente miedo de muchas personas a perder los sistemas de garantía tradicionales, como la jubilación, el acceso a la salud o una protección social adecuada ante las desgracias, pero la respuesta del Consejo Constitucional a este problema es asistir al final del control social de la economía, dando fin a todo tipo de regulación a sus procesos.
Una Constitución que busque mejorar la vida en común debería atender a la integración de la diversidad propia de una sociedad culturalmente diversificada. En cambio, el texto propuesto nos aboca a la confrontación de identidades sociales, culturales, religiosas o étnicas. Por eso resulta un instrumento peligroso, ya que impulsa tendencias hacia el nacionalismo autoritario y racista.
Una Constitución apropiada a nuestro tiempo debería fortalecer la legitimidad democrática de las normas de la vida social, que se están debilitando ante un individualismo que no encuentra sentidos de pertenencia y responsabilidad social. En cambio, lo que se propone es el fomento de un espíritu mercantil, que solo comprende las formas de conducta identitaria y asume que la acción de los poderes del Estado debe asimilarse a las técnicas industriales de sumisión y control policial.
Para convivir necesitamos armonizar la defensa de los derechos humanos, la libertad, la seguridad y la dignidad personal, pero esta ecuación no encuentra una solución en el proyecto que se nos presenta. Se han sacrificado los derechos de las personas, en especial de las mujeres, de la infancia y de distintos tipos de minorías estructurales o demográficas (indígenas, migrantes, etc.), que no resultan minoritarias cuando se analiza su contribución cualitativa a la sociedad. Por lo tanto, en lugar de considerar a los pueblos indígenas o los migrantes como una categoría marginal, habría que situarlos como personas que tienen las mismas preocupaciones que los otros habitantes, pero con la necesidad específica de compaginar su propio pasado con el presente y el futuro.
Esto implica abandonar el modelo nacional-centralista que ha dominado por mucho tiempo en muchos países, que consiste en imponer, en el nombre del orden y la ley, las mismas reglas y formas de vida. Todo lo que se considera arcaico o minoritario es tratado como inferior, rechazado o prohibido. La alternativa que está avanzando en todas las sociedades que progresan en democracia es encontrar un principio constitucional que permita la comunicación entre individuos social y culturalmente diferentes. Este principio debe ser el respeto a la libertad de cada cual, pero reconociendo que la diferencia y la igualdad no son contradictorias, sino que son inseparables una de la otra. Esa es la vía que permite evitar las relaciones de desigualdad y segregación que se crean en detrimento de las comunidades minoritarias.
La ausencia de este criterio se expresa en la liviandad con que el texto constitucional aborda la educación, reduciéndola a un mero servicio comercial, que solo tiene que preparar para la vida laboral. Pero la educación no se puede abocar solamente al individuo y sus funciones económicas. Lo que se requiere es una formación orientada hacia el pluralismo, que permita a las personas ser capaces de desarrollar un proyecto de vida, lo que puede requerir la individualización de muchos de sus aprendizajes. Pero también se necesita incorporar las herramientas para la gestión democrática de los problemas de convivencia y capacitarlas para la comunicación intercultural. La escuela o la universidad no es el supermercado de certificaciones que presupone el texto del Consejo Constitucional.
El objetivo de una Constitución, en una sociedad compleja y multicultural como la nuestra, debería ser ayudarnos a vivir y trabajar articuladamente y, al mismo tiempo, a que las diferencias culturales y sociales sean reconocidas. Solo podemos vivir con nuestras diferencias si nos reconocemos mutuamente como sujetos diferentes. Pero la Constitución del Consejo decreta la homogeneidad formal de una sociedad que grita por el reconocimiento de su pluralidad.