No solo cohecho y soborno, sino que también operaciones de destrucción de pruebas, quema de oficinas, bloqueo de computadores y entrega de información confidencial que tenían como objetivo a la CMF y al SII.
Hace unas semanas escribí una columna en la que señalaba que la corrupción insiste siempre. Aun así, cuesta superar el shock tras conocer el audio del abogado Luis Hermosilla, en el que se oye cómo planifica junto a uno de sus clientes una operación para sobornar a agentes de organismos fiscalizadores extremadamente sensibles para la certeza jurídico-financiera del país: no solo cohecho y soborno, sino que también operaciones de destrucción de pruebas, quema de oficinas, bloqueo de computadores y entrega de información confidencial que tenían como objetivo a la CMF y al SII.
Hay que decirlo claramente: esto es crimen organizado.
Lamentablemente, este modus operandi es al que ciertos personajes se acostumbraron después del retorno a la democracia, cuando los códigos del tráfico de influencias, del tutelaje y de los resabios de los turbios vínculos entre política, negocios y economía, permitieron hacer creer a determinados agentes del mundo privado que el poder y la cercanía con los grandes tomadores de decisión les abrían la puerta para hacer lo que quisieran, sin que nadie los cuestionara.
Con el fin de la dictadura vino la apertura de la economía y, con ello, la exigencia y puesta en práctica de otras formas de gestión, de otra forma de entender la transparencia, el fair play y la adopción de las reglas de cumplimiento que han ido aumentando no solo en complejidad sino también en estándar ético. Si antes nadie pudo oponerse al traspaso dudoso de empresas del Estado a familiares del exdictador, hoy el compliance no puede estar fuera de cualquier sistema de gestión de quien pretenda operar en el mercado, comercializando lo que sea. Y esto vale para empresas, industrias y economías.
Lo del abogado –que hoy acusa ser víctima de una operación “siniestra” en vez de explicar delitos como incendios de sedes del SII o pago a funcionarios públicos– representa un golpe extremadamente grave para la credibilidad del sistema. Hablamos de apuntar hacia la Comisión para el Mercado Financiero y el Servicio de Impuestos Internos, dos entidades en las que descansa la reportabilidad de los comportamientos legales de las empresas en este país desde la dimensión de la gobernanza corporativa más sensible. Es tan grave como imaginar el secuestro del Banco Central o los tribunales.
La rápida y contundente respuesta del sector público es una señal positiva de que este tipo de hechos no puede ser tolerado y que es tomado con la máxima seriedad y preocupación por las autoridades, sin dejar ningún espacio a la indiferencia.
Este modo de operación es probable que haya ocurrido con otros influyentes legalistas y conglomerados en el pasado. Es muy probable que el cohecho, soborno, extorsión, entrega de información privilegiada o captura de funcionarios públicos esté ocurriendo en otras áreas sensibles y no lo sepamos, lo que hace pensar nuevamente que la corrupción no solo insiste siempre, sino que puede que vaya delante de los sistemas de control interno y auditoría, que quizás no den el tono suficiente con el nivel de sofisticación de este tipo de delincuentes.
Es cierto que la última palabra la tienen los tribunales y ellos deben decir si el señor abogado y sus representados son o no culpables, pero vaya que cuesta confiar en quienes ni se inmutan en ordenar la quema de una oficina de un servicio público o hacer “caja” para pagar sobornos. Eso es lo siniestro.