El “constitucionalismo revolucionario” rindió sus frutos en 1973 y en 1989. Su uso prospectivo en 2018 fue un inmenso error teórico y práctico que habría que imputarle a Fernando Atria. Pero su uso retrospectivo, como instrumento heurístico para alumbrar nuestra historia constitucional, es legítimo.
Hay quienes piensan que el triunfo de la opción “En contra” en el próximo plebiscito podría significar también una derrota al legitimar la Constitución del ’80, sobre la cual aún se cierne la sombra de Pinochet. Paradójicamente, el “constitucionalismo revolucionario” de Jaime Guzmán, tal como lo concibe José Francisco García, destacado profesor de Derecho Público en la PUC, podría servirnos para superar esa dificultad y conjurar ese espectro.
El “constitucionalismo revolucionario” se nutre de la concepción soberanista o revolucionaria del Poder constituyente, según la cual una Constitución es legítima “cuando la fuerza y autoridad del Poder constituyente, en cuya decisión descansa, es reconocida” (Carl Schmitt). En esta concepción se funda el hecho histórico de que Pinochet se proclame en 1973 sujeto del Poder constituyente y que, al hacerlo, le arrebate al pueblo el ejercicio de su Poder constituyente, destruyendo ipso facto la Constitución del ’25.
Es también un hecho histórico que, en 1980, Pinochet otorga al país una nueva Constitución fundada en su propio Poder constituyente. El plebiscito de ese año, como reconoce Guzmán, no es tal, sino que es una mera consulta popular sin efecto constituyente. La decisión de Pinochet es todo lo que se requiere para promulgar esa Constitución.
Finalmente, es un hecho histórico que en 1988, como resultado de una heroica y sacrificada lucha política, el pueblo retoma su sitial como sujeto soberano del Poder constituyente por medio de un plebiscito. Esto destruye la fuerza y autoridad de Pinochet y la Junta. En 1989, un segundo plebiscito consagra las primeras reformas constitucionales. El “constitucionalismo revolucionario” que se alza en 1973, lo hace nuevamente en 1989, pero ahora con un sello democrático.
Si esto es efectivo, sería correcto hablar aquí de la génesis de una nueva Constitución, idéntica materialmente a la Constitución del ’80, pero formalmente distinta de ella por estar animada de otro Poder constituyente. Esto desmiente la tesis de la continuidad, porque esta nueva Constitución no puede asimilarse a la Constitución del ’80. Se trata de una que tiene legitimidad democrática, ya que descansa en la fuerza y autoridad del Poder constituyente del pueblo.
Por razones históricas difíciles de desentrañar, este hecho no ha sido reconocido. Es la base de la teoría de la continuidad según la cual la Constitución del ’80 sigue estando animada por el Poder constituyente de Pinochet. Confirmación de esa tesis sería una errada sentencia del Tribunal Constitucional de 1998, redactada por Eugenio Valenzuela Somarriva, que implícitamente reconoce a Pinochet como sujeto del Poder constituyente. Y en 2005 no se reconoce que las reformas de ese año implican que una nueva Constitución ha reemplazado a la del ’80, porque seguiría vigente el Poder constituyente de Pinochet. Otro error.
Muerto Pinochet en el 2006, y luego de la conmoción social, política y constitucional desatada a partir del 2019, ¿podría alguien seguir aún afirmando la tesis de la continuidad? ¿No resulta absurdo pensar que la Constitución, que nos ha regido todos estos años, descansa todavía en el Poder constituyente de Pinochet, y no en el Poder constituyente del pueblo?
El “constitucionalismo revolucionario” rindió sus frutos en 1973 y en 1989. Su uso prospectivo en 2019 fue un inmenso error teórico y práctico que habría que imputarle a Fernando Atria. Pero su uso retrospectivo, como instrumento heurístico para alumbrar nuestra historia constitucional, es legítimo. Hace sentido ahora la teoría y práctica de un constitucionalismo postsoberano.
El “constitucionalismo reformista” se vio frustrado por la persistencia de los enclaves autoritarios (sistema binominal, senadores designados, el Consejo de Seguridad Nacional, etc.) en esa nueva Constitución democrática que comenzaba a nacer en 1988. Pudo ganar tracción la tesis de la continuidad porque resultaba inconcebible que el Poder constituyente del pueblo pudiera haber generado y sostenido estas cláusulas antidemocráticas, pero las reformas que las anularon efectivamente se hicieron.
La opción “En contra” tiene un sentido más profundo. Es un voto en contra de una propuesta que preserva el espíritu antidemocrático de la Constitución del ’80, pero es también un voto a favor de una legítima Constitución que se fue progresivamente democratizando mediante un ejercicio reformista. Es de esperar que el “constitucionalismo reformista” complete su tarea en los años venideros, dejando definitivamente atrás el “constitucionalismo revolucionario” de Schmitt y Guzmán.