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El imperio del sistema (en respuesta a la columna de Renato Cristi) Opinión

El imperio del sistema (en respuesta a la columna de Renato Cristi)

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Roberto Pizarro Contreras
Por : Roberto Pizarro Contreras Ingeniero civil industrial y doctor (c) en Filosofía USTC (Hefei, China).
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Un buen ejemplo de sistema es el que se da en el contexto del fundamentalismo del laissez-faire defendido por Milton Friedman, que fue implementado por Reagan y Thatcher en una batería de políticas económicas denominadas trickle-down economics o “teoría del derrame”.


En la popular serie “12 días que estremecieron a Chile” (Chilevisión), Jaime Guzmán, el difunto exsenador, abogado constitucionalista, académico y político de la UDI, dice, alzando el índice de forma maestra a la vez que siniestra: “Un país no es un trozo de tierra. No es las personas que lo gobiernan, ni siquiera su gente. Un país son sus leyes, son sus ‘creencias’. La gente muere, pero los sistemas viven. Los países viven”.

Con esta afirmación, el productor de la serie aprehende, entre otras cosas, una realidad ineluctable: la autonomía y poder de los sistemas. Los sistemas son algo mucho más sutil que lo que de ordinario pensamos, ya que operan al margen de la intencionalidad humana. Esto se aprecia en su inercia (nadie puede apagar las fábricas de golpe durante un día entero para mitigar la contaminación del planeta sin ocasionar un descalabro de gran envergadura en el orden económico) y en su fuerza de arrastre (la manera en que nos absorbe en pos de su existencia).

Así las cosas, para el Guzmán de la serie lo que vale no es quién está sentado ejerciendo el poder (si un dictador, los ciudadanos o una oligarquía de políticos y empresarios), sino la conservación de aquellos elementos que, orquestados, imprimen cierta dinámica a una sociedad. “La gente muere, pero los sistemas viven”, dice el ideólogo de Pinochet, categórico.

Si consideramos que en nuestro país perduran de forma exacerbada, ya prácticamente como virtudes, el individualismo, la vanidad, el esfuerzo que se pretende autosuficiente, el emprendedurismo empresarial, la competencia (laboral, industrial, académica, etc.), el consumismo y la mercantilización de bienes elementales como el agua, la salud, la educación y hasta el cuerpo (incluidos profesionales en plataformas como OnlyFans), puede decirse sin complejos que, en lo medular, Chile es una sociedad capitalista. En otras palabras, Chile tiene unos sellos que le caracterizan y que no dependen de la voluntad de la ciudadanía o de una élite política reformista, sino que son el efecto de unas lógicas instaladas que no han hecho más que sofisticarse en el curso de las décadas, al tiempo que se acrecienta su imperio.

Se cumpliría de esta manera el legado de la dictadura: alejar a la sociedad chilena de lo que, según ella, era el “peligro” de las ideas “marxistas”. Estoy hablando de la propiedad compartida de uno o más bienes nacionales, la comunión de los trabajadores en torno a problemas que los afectan, la participación igualitaria de los ciudadanos en el debate público, etc. Por supuesto, habrá quien diga que estas ideas no están ausentes entre nosotros, y que, de hecho, “el cobre es de todos los chilenos”, que “la CUT organiza a los trabajadores del país” (o así quiere aparecer) y que “el voto de don Pepe pesa lo mismo que el voto de Andrónico Luksic”.

Sin embargo, de lo que se trata es de sopesar debidamente estas cuestiones, de la impronta que dejan en la sociedad chilena. ¿El reformismo ha contribuido a quitarle poder a ese capitalismo, ahora avanzado, o más bien lo que ha hecho es darle una forma más sofisticada o amistosa que catalice su enraizamiento en el inconsciente colectivo?

Si no lo ha hecho, entonces hay una importante continuidad con el proyecto de Pinochet y Guzmán, y menospreciarla, como hace Renato Cristi –en su columna que pretende echar por tierra el constitucionalismo revolucionario– es, a mi parecer, una concesión autocomplaciente que se da desde un academicismo rebuscado (el que hace desaparecer lo evidente buscándole la quinta pata al gato), o bien, desde un sentido propio del ser finito (la edad, que nos hace buscar seguridad en aquello que tenemos más a la mano, que en este caso está dado por las formas seculares o “cocinadas” con las que nos ordenamos como nación), y que se aleja peligrosamente del ser propiamente liberal (aquel que persigue la libertad a todo evento, incluso a costa de la propia vida).

El concepto de sistema, quizá un término fundamental hoy en la filosofía de la tecnología, es iluminador a este respecto. Su potencial hermenéutico es grande para disipar el efecto opiáceo de algunas filosofías anticuadas, que no cejan en su intento por justificar la efectividad creciente del Estado y la razón ilustrada en la construcción de la civilización. Así, pues, ¿cómo cobrar conciencia de nuestro “sistema”?

Filosóficamente hablando, un sistema, es una entidad que estandariza o imprime ciertos patrones característicos en el comportamiento de una sociedad y sus ciudadanos. Es producido en principio por los seres humanos o, bien, por otros sistemas (como una línea de producción automática ensamblando computadoras) sobre la base de diferentes elementos coordinados (incluido el factor humano) que tiene por fin multiplicar el efecto de la agencia (acción) individual.

Un buen ejemplo de sistema es el que se da en el contexto del fundamentalismo del laissez-faire defendido por Milton Friedman, que fue implementado por Reagan y Thatcher en una batería de políticas económicas denominadas trickle-down economics o “teoría del derrame”, las cuales ordenaron la sociedad de una manera que, si bien ha traído una mayor comodidad en la sobrevivencia, no ha superado la estructura de feudo, por cuanto solo ha creado grandes fortunas en torno a las cuales orbita el resto de la población, que invierte buena parte de su vida –y, en particular, la mejor parte del día– al interior de las empresas que ellas crean y controlan, sin influir de manera importante en las decisiones relativas a la transformación de las sociedades (como la transformación digital, empujada desde el seno de la gran empresa).

Con todo, lo interesante es que, una vez puesto a andar, en el curso de su evolución, el sistema adquiere una dinámica propia que subordina en algún grado o sustituye de plano la intencionalidad inicial de los creadores por las necesidades del sistema mismo, que se vuelve el mandante o director (nadie puede, por ejemplo, accionar la palanca y parar súbitamente el sistema instalado por Reagan, Thatcher o Pinochet). Esto afecta por igual a poderosos y no poderosos. De hecho, un líder de un sistema político o académico, quien puede tener el sueño de cambiar las cosas en la esfera en la que se mueve, a menudo acaba siendo absorbido por la dinámica de esta y convertido, en consecuencia, en un simple operador táctico que le dio continuidad al todo que energiza, como mucho dotándolo de algunos matices.

En las empresas, los ejecutivos de primera línea suelen ser operadores tácticos también, ya que no son dueños del capital, sino empleados del mismo. Así mismo será el caso de nuestro Presidente de la República, si al término de su mandato, en lugar de introducir cambios sustantivos (las reformas de su plan de gobierno), acaba contra su voluntad manteniendo la inercia del sistema en el que está inmerso el Estado que administra.

Finalmente, hay que señalar que, cuando se honra un sistema y se le eleva a la categoría de lógica universal que gobierna de una vez y para siempre un país –como hace Cristi al ensalzar el reformismo–, se incurre en una falacia, que podríamos denominar “falacia de la supremacía absoluta”. Ella consiste en que el falacioso ha quedado tan pasmado con la grandeza o imperio del artefacto o lógica artefactual que ha concienciado (el reformismo en este caso), que al final acaba venerándolo, porque piensa que es incontrovertible cual dios o Leviatán. Esta es la falacia en la que incurren todos quienes piensan que lo más sensato es siempre operar sobre lo que está dado, sobre todo en vistas de la finitud del individuo.

Pero no hay que olvidar, con Thomas Hobbes, el gran arquitecto del Leviatán, el carácter artificial del monstruo mecánico. Sí, ahí puede estar la clave, el botón de pánico que paralice o ralentice la operación del sistema para tomar ventaja y emprender una auténtica transformación, algo completamente nuevo que incluso dé lecciones al resto de naciones del mundo en términos de emancipación y libertad.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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