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Torrealba, Convenios & Hermosilla… ¿Somos un país corrupto? Opinión

Torrealba, Convenios & Hermosilla… ¿Somos un país corrupto?

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Germán Silva Cuadra
Por : Germán Silva Cuadra Psicólogo, académico y consultor
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A diferencia de otros países, como México o Argentina, los chilenos seguimos convencidos de que somos “correctos”, flemáticos y europeos viviendo en un continente que no nos corresponde, pese a las evidencias que tenemos a la vista.


Qué duda cabe. Uno de los grandes issues de 2023 fue el regreso o, mejor dicho, la constatación, la develación de que la corrupción forma parte de la cultura chilena. Nos guste o no, hoy estamos muy lejos de ese rasgo de identidad que tan nítidamente salió en todos los estudios del Bicentenario: que éramos, por sobre todo, un país “correcto”. Solo había casos aislados –como el MOP-Gate– que confirmaban la regla. En cambio, los chilenos veíamos a otras sociedades como “corruptas”: México, Argentina, Perú, entre algunas de ellas. “En esos países es normal que le pases un billete al policía, eso en Chile sería imposible”, señalaban los chilenos en los focus groups del Bicentenario. Estoy convencido de que sigue siendo así con el carabinero que te fiscaliza. Sin embargo, luego vino el remezón del llamado “Pacogate”, uno de los fraudes más grandes de nuestra historia, en el que estuvieron involucrados altos oficiales de esa institución.

Hasta que explotó el caso de las llamadas “platas políticas”, en que empresas como SQM o Penta pagaban favores –y futuros favores– a políticos renombrados de nuestra cuestionada clase política. De ahí nacieron “los raspados de la olla” y agregamos un nuevo concepto a nuestro vocabulario político: las facturas o boletas ideológicamente falsas. Fueron decenas los políticos que recibieron generosos aportes, que por supuesto no eran a cambio de nada. La Ley de Pesca es un buen ejemplo de esas donaciones… desinteresadas. Y, como siempre, unos pocos pagaron las culpas del resto. Orpis y Novoa –ambos de la UDI– se convirtieron en íconos de la corrupción pública, porque fueron los únicos condenados. Muchos otros respiraron aliviados y siguieron tan honorables como antes.

Por supuesto, la elite, la clase política, se encargó de enterrar el caso y los chilenos nos volvimos a convencer, a autoengañar, de que éramos un país correcto, no como otros. De hecho, durante varios años la función pública pasó a tomar relevancia –eso que los políticos llaman “servicio público”–, atrayendo a talentos jóvenes. La prensa dejó de investigar posibles “casos sospechosos” y, de la noche a la mañana, SQM o los raspados de olla desaparecieron de la agenda.

Sin embargo, en 2022 volvimos a experimentar los primeros casos aislados en algunos municipios. Después vendría el fraude de manera colectiva. Las municipalidades se orquestaron en el llamado caso “Luminarias”. Luego vino el caso Sierra Bella en Santiago y el negocio en Las Condes, donde se tasó maliciosamente un terreno para la construcción de un Cesfam. A estas defraudaciones les siguieron el traspaso de dineros desde los Vita, directamente al bolsillo del entonces alcalde de Vitacura, Raúl Torrealba –127 millones–, la detención de dos alcaldes en el sur por la misma acusación y la formalización de Cathy Barriga, investigada por casi 13 mil millones de pesos, incluidas cientos de muñecas que acumulaba en una bodega.

En la pandemia quedamos con la duda –nunca se aclaró– de por qué se ocultaban los correos del Minsal, cómo se adjudicaron las residencias sanitarias –incluso se rumoreaba que el entonces subsecretario de Redes Asistenciales estaba más que involucrado–, y la repartición de cajas de ayuda en Tarapacá –que después se vendían–, lo que hoy tiene formalizado al exintendente de la época, designado por Piñera. Cómo olvidar también a los asesores que son familiares de parlamentarios y ministros, o los hijos de un ex Presidente, a quienes su papá los llevó a China a hacer negocios en el avión presidencial, con gastos del Estado.

Hasta que vinieron las dos develaciones finales, la guinda de la torta, la caída del telón, que nos abrió los ojos de una patada. La autoimagen nacional, esa que nos decía “Chile es un lugar sin esos males”, terminó por el suelo. Primero fue Democracia Viva –qué apellido más paradójico–, que dejó al descubierto que el caso Convenios no era un simple hecho puntual ni ocasional, sino un modelo diseñado durante la pandemia para agilizar el traspaso de fondos a organizaciones sociales de sectores vulnerables, sin tener que pasar por la Contraloría. Y no solo estaban las fundaciones, sino también los gobiernos regionales. Todos los gobiernos regionales.

Pero como si fuera poco, a continuación vino el destape del audio, donde una abogada grabó ilegalmente a otro abogado –una clase de ética profesional, como aquellas a las que fueron “condenados” Lavín y Délano–, dejando al descubierto cómo se jactaban de pagar coimas a funcionarios públicos de uno de los servicios con más prestigio –hasta ese día– entre las instituciones del país. La cinta, que contiene 57 nombres de gente muy connotada, evidenció que estas prácticas son más habituales de lo que creíamos los chilenos y, también, dejó una tremenda sospecha acerca de cómo uno de los abogados más “prestigiosos” de la plaza ganaba todos los juicios en que defendía a la elite de la elite política –de todos los sectores y colores– y económica.

Curiosamente –es una ironía, por supuesto–, el caso más grave de corrupción, cohecho y extorsión en décadas en Chile ha “desaparecido” de la agenda de los medios más tradicionales, volviendo a poner “en agenda” y titulares el affaire Democracia Viva, el que por supuesto es condenable. Sin embargo, es tan esperable que, cuando miembros de la elite están involucrados en escándalos, entre en juego la defensa de intereses que nadie se atreve a enfrentar. Cómo será que, pese a lo bochornoso del caso Hermosilla, el Colegio de Abogados decidió suspender la investigación que llevaba a cabo, debido a “reglas internas”, un argumento tan absurdo como sospechoso.

Y para terminar el año, uno en que los chilenos hemos tenido que enfrentarnos a la cruda realidad de que somos más corruptos de lo que nuestra autoimagen nos permite, el proyecto que anunció el Presidente Boric y que busca eliminar el secreto bancario despertó una reacción tan brutal por parte de la derecha, que hace recordar ese viejo refrán que reza “el que nada hace, nada teme”.

Partí esta columna con una pregunta abierta. Yo, al menos, estoy convencido de que Chile es un país con altos niveles de corrupción, demostrado por los hechos. Sin embargo, y a diferencia de otros países, como México o Argentina, los chilenos seguimos convencidos de que somos “correctos”, flemáticos y europeos viviendo en un continente que no nos corresponde, pese a las evidencias que tenemos a la vista. Algo similar a esa convicción, a ese cliché “y verán cómo quieren en Chile al amigo cuando es forastero” –una de las canciones consideradas representativas de nuestra identidad para el Bicentenario–, cuando en la práctica cada vez somos más racistas y xenófobos.

Por lo visto, los chilenos cada día tenemos más distancia entre lo que “creemos” que somos… y lo que realmente somos. ¡Viva Chile!

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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