Sea que gane el En Contra o el A Favor, el proceso constituyente fue un fracaso, porque no se logró un texto constitucional consensuado y apoyado por amplias mayorías políticas y sociales. Una pena, un desperdicio histórico. Así las cosas, todo indica que lo más razonable es votar “En contra”.
Sustentada mayormente en una competencia electoral de trazo corto entre dos extremos políticos, la propuesta de nueva Constitución elaborada por el Consejo Constitucional no alcanza el perfil de marco institucional que pueda brindar estabilidad política y social de largo plazo al país. No hubo acuerdo en lo esencial entre las principales fuerzas políticas, por lo que carece de un consenso político transversal amplio que la vertebre y proyecte de manera institucionalmente ordenada hacia el futuro.
A pesar de que los expertos designados por los partidos políticos, desde el Partido Republicano hasta el Partido Comunista, sí consiguieron ponerse de acuerdo en lo básico, los consejeros constitucionales no pudieron hacerlo –o no quisieron–, imponiéndose en definitiva la mayoría de Republicanos con el apoyo de integrantes de Chile Vamos, quienes terminaron elaborando un proyecto de Carta Magna lleno de excesos ideológicos y programáticos, que difícilmente nos permitirá convivir, crecer y desarrollarnos como sociedad diversa y compleja.
Lo entregado por el Consejo Constitucional está demasiado lejos del compromiso de “una que nos una” o de “la casa de todos”, asumido por quienes lideraron el Rechazo a la anterior propuesta constitucional –también deficiente, pero de signo contrario–. Más bien, se trata de un texto partisano y populista, excesivo hasta en su extensión (sería una de las constituciones más extensas del mundo y con más de 60 normas transitorias), y más propio de un programa de gobierno de extrema derecha. Salvo en la regulación del sistema político, donde incorpora tibios avances o mejoras, en términos generales la propuesta no significa un progreso respecto del texto constitucional vigente, muy por el contrario.
Lo peor es que sube el quorum para hacer reformas constitucionales, desde el actual 4/7 de parlamentarios en ejercicio a 3/5 de ellos, lo que dificultaría realizar mejoras y adecuaciones al texto –o derechamente cambiarlo–, en el caso de ser aprobado.
Así las cosas, a estas alturas, todo indica que lo más razonable es rechazar (votar “En contra”) el proyecto constitucional propuesto, dándole consecuencialmente legitimidad democrática a la actual Constitución que nos rige, la que seguiría plenamente vigente.
Podría pasar legítimamente a denominarse “Constitución Consociativa de 1990”, o Constitución de 1980/2005 –por la macrorreforma que se le hizo ese año, en pleno Gobierno del Presidente Ricardo Lagos–, toda vez que su actual texto es el resultado del juego democrático de las fuerzas políticas durante más de 30 años, en los que se le han hecho decenas de reformas, con cientos de modificaciones puntuales, más o menos relevantes.
Esto sería darle coherencia y continuidad al proceso político e institucional de largo plazo que implicó la recuperación y fortalecimiento de la democracia, más allá del origen espurio de la actual Constitución (la que se vería “saneada” por decisión de la ciudadanía, en caso de ganar la opción “En contra”). Y otorgarle a la voluntad de cambio exhibida por la ciudadanía en todos estos años un valor cívico, cual es que no desea cualquier tipo de cambio, sino uno con racionalidad política de renovación democrática, sin innovaciones dramáticas o excluyentes.
Aunque parezca un contrasentido de legitimidad histórica, la Constitución de 1980/2005 que nos rige resulta más flexible, útil y conocida para todos. Además de una necesaria cuota de certidumbre, a fin de cuentas, del juego democrático de largo plazo de los últimos más de 30 años.