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Inseguridad, violencias y derechos humanos: a 75 años de la Declaración Universal de los DD.HH. Opinión Francisco Paredes/AgenciaUno

Inseguridad, violencias y derechos humanos: a 75 años de la Declaración Universal de los DD.HH.

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Germán Díaz Urrutia
Por : Germán Díaz Urrutia Sociólogo y Master en Psicología Social, secretario ejecutivo del Comité para la Prevención de la Tortura.
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La seguridad entendida como derecho humano debe apuntar a contener la violencia con justicia, a resarcir los daños con oportunidades, pero, por sobre todo, a incidir tempranamente en los factores que favorecen, permiten y habilitan la violencia.       


El 10 de diciembre pasado se conmemoraron 75 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH), instrumento civilizatorio que por primera vez confiere una serie de derechos fundamentales a todas las personas del mundo, independientemente de cualquier condición de raza, religión, sexo, nacionalidad, posición política o cualquier otra distinción.

Esta declaración, a su vez, sienta las bases para la construcción de una arquitectura institucional de promoción y protección de estos derechos, a través de la consolidación de un Sistema Internacional de los Derechos Humanos, del Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH) y de diversas instituciones nacional de Derechos Humanos, como el Instituto Nacional de Derechos Humanos, la Defensoría de la Niñez y el Comité para la Prevención de la Tortura.

Esta institucionalidad ha permitido un avance sustantivo en el reconocimiento de la dignidad humana y la erradicación de diversas formas de discriminación, lo que refuerza los principios del Estado democrático de derechos. Sin embargo, estos esfuerzos aún parecen insuficientes e incluso comprometidos ante el grave avance de movimientos populistas y regímenes autoritarios que proponen limitar el reconocimiento y la garantías solo a ciertas personas, en desmedro de diversas minorías. En otras palabras, trazar una frontera entre las vidas que merecen ser vividas (y protegidas) y las que no.

En Chile esta situación es especialmente preocupante por los altos niveles de inseguridad, que desplazan la discusión pública del análisis de las condiciones estructurales de la desigualdad y la violencia al plano psicológico de la angustia, a la que se responde con la evocación a colectivos tradicionales y reconfortantes, símbolos de estabilidad y orden.

Parte de esta inseguridad tiene su correlato directo en la grave crisis de seguridad en la que nos encontramos inmersos, una de las peores de nuestra historia, con un aumento sostenido de episodios graves de violencia, como homicidios, extorsiones y secuestros, con más de un millón de habitantes de la RM viviendo en barrios ocupados por la narcocriminalidad, y con una región y dos provincias (Arauco y Biobío) completas bajo Estado de Excepción Constitucional de Emergencia hace más de un año.

A esto se suma la dolorosa constatación de que, 50 años después, aún no hemos sido capaces de cerrar las dolorosas heridas de la fractura social que dejó la dictadura cívico-militar y sus horrendas violaciones a los derechos humanos. A pesar de los esfuerzos, la violencia estatal sigue impune y no podemos devolver la tranquilidad a miles de familias que aún claman por verdad y justicia.

Desde esta perspectiva, se hace evidente que los mecanismos tradicionales para prevenir, sancionar y erradicar las violencias se han visto superados y, sin embargo, se insiste con intensificar aquellas estrategias centradas exclusivamente en el control y el castigo o, aún más grave, en favorecer estrategias a costa de debilitar el Estado de derecho.

Es fundamental, entonces, reconocer sin miramientos que la seguridad es un derecho humano fundamental, establecido en el Artículo 3 de la propia Declaración Universal de Derechos Humanos: “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”.

De esta forma, el Estado está en la obligación de disponibilizar todos los recursos necesarios para garantizar adecuadamente este derecho y promover las condiciones necesarias para su realización. Todos merecemos vivir en entornos libres de violencia y tener las garantías de recibir una atención oportuna cuando este derecho se ve violentado. Pero este ejercicio solamente puede ser sostenible y legítimo si el Estado y sus agentes lo ejercen bajo la estricta observancia de sus facultades y sin trastocar otras garantías fundamentales.

Los derechos humanos son indivisibles, y aunque en situaciones complejas se pueda apelar a una coalición de derechos, la administración de seguridad y justicia no debe nunca horadar el Estado de derecho y, menos, promover discursos de odio, que solo amplifican las diversas expresiones de violencia. La seguridad entendida como derecho humano debe apuntar a contener la violencia con justicia, a resarcir los daños con oportunidades, pero, por sobre todo, a incidir tempranamente en los factores que favorecen, permiten y habilitan la violencia.

Sin derechos humanos no hay paz. Sin paz no hay desarrollo y sin desarrollo no hay seguridad posible.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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