Hay que democratizar y darle sustentabilidad a la ONU (no da el ancho). Es la única forma de tener un mundo más seguro y que garantice las libertades de las que hablaba Franklin Delano Roosevelt.
Conflictos o guerras como el de Darfur, Yemen, Siria, Ucrania y ahora Gaza, demuestran que los marcos de seguridad global han fracasado, poniendo en peligro la seguridad internacional, la vida e integridad de las personas y el futuro, al fragilizar aún más el multilateralismo y sus normas. El principal marco de seguridad lo constituye Naciones Unidas (ONU) con su Consejo de Seguridad y el capítulo VII de su Carta. Sin embargo, como se ha constatado desde mitad del siglo pasado, este ha respondido más a los intereses de los países con asientos permanentes (con derecho a veto) que a los principios de la Carta o a la gran mayoría de la voluntad mundial. Incluso más, muchos de estos actores han sido protagonistas y/o avales de los grandes conflictos de la segunda mitad del siglo XX y lo que va del XXI.
El 31 de octubre de 2023 dimitió el alto comisionado de la ONU para los DD.HH., Craig Mokhiber. Una decisión que, según sus declaraciones, fue a consecuencia de la incapacidad de frenar lo que catalogó de “genocidio” en Gaza a manos de las fuerzas militares de Israel (en dos meses, las bombas israelíes han causado la muerte de más de 20 mil personas, entre ellas, varios miles de niños). Con ello, nuevamente, queda en evidencia la escasa capacidad de contención y la diluida influencia que tienen los marcos de seguridad internacional como la ONU y su Consejo de Seguridad para prevenir y detener conflictos como los de Ucrania, Gaza o los de África solo este año, y hacer respetar tratados internacionales jurídica y civilizatoriamente vinculantes con el derecho humanitario o las convenciones de Ginebra para limitar las barbaries de la guerra, como por ejemplo la Convención sobre Armas Químicas de 1993, que prohíbe el uso, el almacenamiento y la producción de las armas químicas y de cuya utilización han sido acusados últimamente Siria, Rusia e Israel.
En la Carta de la ONU se encuentran enumerados sus objetivos, su estructura orgánica, sus competencias en general y de sus órganos en particular. En su artículo 1, número 1, por ejemplo, esta promueve “mantener la paz y la seguridad internacionales, y con tal fin: tomar medidas colectivas eficaces para prevenir y eliminar amenazas a la paz, y para suprimir actos de agresión u otros quebrantamientos de la paz; y lograr por medios pacíficos, y de conformidad con los principios de la justicia y del derecho internacional, el ajuste o arreglo de controversias o situaciones internacionales susceptibles de conducir a quebrantamientos de la paz”.
Igualmente, en su artículo 2, número 1, plantea que “la Organización está basada en el principio de la igualdad soberana de todos sus miembros”, mientras el numeral 4 dice que “los miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los propósitos de las Naciones Unidas”.
Sin embargo, y como lo hemos visto en la segunda mitad el siglo XX y en lo que va del siglo XXI, y más allá de los grandes esfuerzos de los funcionarios de la ONU (ej., casi una centena han muerto cumpliendo funciones en medio del bombardeo a Gaza), no solo se han trasgredido los principios mencionados, sino también los marcos de seguridad internacional (incluyendo la ONU y su Consejo de Seguridad). Parafraseando a Franklin Delano Roosevelt, han “fracasado” al no consagrar la necesaria “libertad frente a la miseria” como se constata en las desigualdades, pobreza, inclusión y crisis sociales diversas, como también en la “libertad frente al miedo” con de los desgobiernos, conflictos y guerras.
En virtud del Capítulo VII de la Carta de San Francisco, el Consejo de Seguridad (uno de los seis órganos principales de la ONU) es el único de esta organización que detenta la capacidad de decidir y ejecutar acciones o medidas para el restablecimiento de la paz y seguridad internacional, que impliquen o no el uso de la fuerza.
Lamentablemente, el derecho del veto de los cinco miembros permanentes del Consejo ha sido, en muchas ocasiones, uno de los factores que ha impedido a dicho órgano, responsable esencial en el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, frenar la violencia, los conflictos, las guerras e investigar la violación del derecho humanitario y/o el uso de armas prohibidas en contra de la población civil y combatientes.
La prerrogativa abusiva del veto en los casos sirio, ucraniano o ahora en Gaza, ha actuado en la práctica como un instrumento para que las partes involucradas en estos dramáticos conflictos actúen con total impunidad y desprecio del derecho internacional y humanitario. El presidente de Brasil, Lula da Silva, ha dicho recientemente que “Brasil sigue de luto por el trágico conflicto entre Israel y Palestina; la violación cotidiana del derecho humanitario es impactante y resulta en la muerte de miles de civiles inocentes, sobre todo mujeres y niños”.
El Consejo, en particular sus cinco miembros permanentes con el poder de veto, poseen virtualmente completa libertad para modelar sus acciones en el ámbito de la paz y la seguridad internacional. Pero, de cara a algunos de los peores conflictos mundiales, como el de los Balcanes de 1991, por ejemplo (Srebrenica es el único genocidio reconocido en Europa desde el fin de la II Guerra), el Consejo ha demostrado ser ineficiente, en gran medida debido a que uno o más de sus miembros permanentes han respaldado a uno u otro bando en guerra (se produce un bloqueo mutuo y una inacción).
La Asamblea General, por ejemplo, votó una resolución redactada por los Estados árabes en la que le exigían a Israel detener su asedio a Gaza (pausa humanitaria), resolución que contó con 121 votos a favor y 44 abstenciones, pero al final la negativa de unos pocos Estados, como Israel y EE.UU., la bloquearon. Más allá de la declaración moral, entonces, esta no tuvo ningún impacto real, porque las resoluciones emitidas por la Asamblea General, al ser de carácter no vinculante, no disponen de instancias legales que, por ejemplo, le exijan a Israel detener su asedio contra de Gaza.
Esta realidad ha terminado condicionando y limitando la capacidad de la ONU para cumplir lo declarado en su misión. Es claro que los líderes de las principales potencias mundiales no siempre respetan las normas civilizatorias del derecho internacional y, particularmente, del derecho humanitario, al no evitar los conflictos y dejar a las personas civiles abandonadas frente a los estragos de la guerra.
Amnistía Internacional, por ejemplo, ha documentado un desprecio flagrante por la protección de la población civil y el derecho internacional humanitario en los conflictos armados en los que son parte cuatro de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU: Rusia, EE.UU., Reino Unido y Francia. El quinto, China, ha protegido activamente a Myanmar mientras este cometía crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad y, posiblemente, genocidio (más su apoyo al régimen despótico y amenazante de Corea del Norte). Sin embargo, y peor aún, en muchos de estos conflictos, como los del Sudán, Yemen, Siria, Ucrania o Gaza, entre otros, encontramos las manos de las potencias como parte o promotoras del conflicto, trasgrediendo la normatividad de la ONU.
El debilitamiento del multilateralismo, en especial la parálisis del sistema de seguridad colectiva previsto en la Carta de la ONU, como lo planteó el presidente Boric, exige una profunda reflexión tendiente a actualizar/reformar y revitalizar el papel del organismo y, en particular, del Consejo de Seguridad en una perspectiva democratizadora/modernizadora. La paz y la seguridad global requieren un cambio urgente del sistema de la ONU, como una redefinición de los conceptos de seguridad colectiva previstos, un cambio que conduzca a algo más que meros gestos y promesas vacías.
Es necesario tomar medidas concretas para revertir la tendencia realista de poder, haciendo más coherentes sus órganos (ej., no puede ser que en el Consejo de DD.HH., organismo de la ONU dedicado a emprender acciones en contra de países que violen los derechos de sus ciudadanos, haya miembros que hagan precisamente eso), ampliando las facultades de la Asamblea General como asamblea legislativa (democratizar el sistema de decisiones) y terminando con el poder de veto del Consejo de Seguridad y no ampliándolo, como lo manifestaron el 2005 Brasil, Alemania, Japón e India, de modo de limitar las asimetrías entre los países, evitar las expresiones de fuerza bélica, proteger de manera efectiva a la población civil (revisar y controlar más a las fuerzas de paz/cascos azules), poner fin a los crímenes de guerra y acabar con la impunidad.
Como lo expresó Sergio García Magariño, reformar la ONU no es fácil. No es una cuestión de ideas sino de voluntad. Ha habido múltiples y muy sólidas propuestas para su reforma desde Kofi Annan, pero esto ha sido cambiado por un contexto de negociación en que cada Estado busca ampliar sus intereses y poder.
Sin embargo, mientras no haya una reforma sustancial, como en los casos sirio, ucraniano o gazatí, será la población civil la que seguirá pagando el precio más alto en vidas y seguridad, y seguiremos viviendo en un mundo de desconfianzas donde intereses nacionales se anteponen a intereses globales. Hay que democratizar y darle sustentabilidad a la ONU (no da el ancho). Es la única forma de tener un mundo más seguro y que garantice las libertades de las que hablaba Franklin Delano Roosevelt y no tener una dispersión del esquema de seguridad que funcione al vaivén del poder duro.