Por supuesto, la energía para proponer una alternativa se agotó. A rey muerto, no hay rey puesto. El zombi constitucional sigue operando. Nadie está dispuesto a soportar otro tedioso debate constitucional de normas, aventurándose en un nuevo procedimiento de mayorías de carácter incierto.
El 55% de la ciudadanía rechazó el segundo proyecto constitucional presentado por un órgano diseñado ex profeso con ese fin. Se ha cerrado un momento constituyente que se abrió mucho antes de octubre de 2019 y en el que deben incluirse, al menos, las movilizaciones de 2011 y el proceso que se desarrolló durante el segundo Gobierno de Michelle Bachelet. Tras este largo ciclo siguen abiertas las mismas demandas por una distribución más equitativa del ingreso, por una igualdad sustancial ante la ley y por mecanismos efectivos de reconocimiento para una sociedad diversa, educada, consciente de los abusos a los que se le somete y exigente en sus criterios de acceso a derechos fundamentales.
Tras el rechazo, la derecha ha sacado a relucir la estrafalaria teoría de la doble legitimación de la actual Constitución. Se trata de una tesis voluntarista, construida para su propia autocomplacencia. Es una afirmación de consuelo, que niega el descrédito social y político que durante estos años ha larvado la configuración del entramado constitucional vigente, cuestionado desde todos los ángulos y perspectivas imaginables. El doble rechazo a las nuevas propuestas constitucionales no dice nada acerca del espléndido cadáver constitucional que quedó en el piso luego de la disección quirúrgica de cada una de sus averías.
Por supuesto, la energía para proponer una alternativa se agotó. A rey muerto, no hay rey puesto. El zombi constitucional sigue operando. Nadie está dispuesto a soportar otro tedioso debate constitucional de normas, aventurándose en un nuevo procedimiento de mayorías de carácter incierto, o a delegar en un solo acto plebiscitario el futuro de las presentes y futuras generaciones. No solo se cerró el debate constitucional bajo el actual Gobierno de Boric: es improbable que algún candidato presidencial proponga en 2025 revivir este ciclo interminable a una sociedad que claramente no desea impulsar un tercer intento, ya que las urgencias son otras y porque el método mismo al que nos entregamos ya no puede dar nada más de sí. En este aparente juego de suma cero, cualquier avance en materia constitucional tendrá que pasar por una reforma en el Congreso que requerirá a la aprobación de, al menos, cuatro séptimas partes del Parlamento.
Estas evidencias no deben hacernos pensar que la dimensión constitucional de la crisis del país se ha resuelto por walkover. Lo que terminó fue el intento, por los distintos actores, de cerrar el problema por la vía de una guerra relámpago, una suerte de blitzkrieg constituyente en que “se joda” al enemigo en una sola ofensiva. Es probable que pasemos ahora a las trincheras, a una guerra de posiciones que tendrá más de ajedrez que de artillería.
Esta es una mala noticia para los partidarios de las utopías consensualistas del fin de la política. Lamentablemente para ellos, no es el consenso lo que caracteriza a lo político, sino el desacuerdo. Más aun, la dimensión política de la vida existe porque el desacuerdo es una realidad tan fuerte que se impone por sí misma, más allá de lo que una parte desee o estime conveniente. Esas utopías consensualistas buscan acabar por decreto con la política, tratando de eliminar su dimensión disociativa y conflictual desde una interpretación de lo social como un campo puro de intereses sedimentados y neutrales. Pero la realidad es otra, lo que existe es la pluralidad de valores y voces inherente a La conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado, como decía Lechner.
Pero, a la vez, la política tampoco se agota en el desacuerdo. Es el intento, siempre imperfecto, por superarlo, aunque sea de forma provisoria. Esto explica la recurrente necesidad de la sociedad de llamar a la política a la eterna tarea de articular nuevos procesos que tejan la convivencia deteriorada. Y esa labor se ha aplazado, pero está latente. Chile va a seguir buscando su Constitución pendiente porque la necesita, no porque sea un capricho de unos excéntricos disociados de las urgencias de la realidad.
Probablemente, arribaremos a ella en un lento tránsito, que se parecerá más al capullo de una mariposa que al fragor de una nueva batalla. Pero eso no quiere decir que en esa metamorfosis no se ejercerán tensiones y juegos de fuerza que, si sabemos catalizar y reconocer, darán un sentido a todo el tiempo y energía que hemos invertido como país en estos años constituyentes.