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La Constitución sigue siendo parte del problema: la clase política debe estar a la altura Opinión

La Constitución sigue siendo parte del problema: la clase política debe estar a la altura

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Es frustrante que todo el esfuerzo reformador de estos años no culmine, todavía, con un nuevo texto que genere consenso. Es verdad. Pero ¿acaso nada positivo ha surgido del proceso?, ¿no estamos hoy todos de acuerdo en que Chile debe organizarse como un Estado social de derecho?


El amplio triunfo del “En contra” en el plebiscito de salida de la nueva propuesta constitucional, ha motivado reflexiones de todo tipo. Desde cierta derecha, que lo ve como el cierre definitivo de la inconducente inestabilidad política derivada del estallido social del año 2019 y como la total consolidación de la Constitución vigente (basta ver la portada de El Mercurio del día siguiente al plebiscito) hasta cierta izquierda, que lo interpreta como un mensaje de la ciudadanía que, hastiada de los largos y costosos procesos constitucionales, desea que se enfrenten sus problemas vitales a través de la política de los acuerdos, que descree de los proyectos identitarios –de derecha o izquierda– y que ha comprendido –o siempre lo supo– que la Constitución juega en esto un papel más bien secundario (basta con escuchar el discurso del Presidente Boric y leer a Carlos Peña para observar y entender, respectivamente, esta visión del proceso).

¿Son correctas estas interpretaciones? No del todo, me parece.

Partamos por lo más simple: ¿Consolida este resultado la constitución vigente? ¡En absoluto! Si no es así, ¿por qué, entonces, la ciudadanía rechazó dos intentos para refirmarla?

En el primer caso, un 62% rechazó no porque considerara que no había que cambiar la Constitución (un 78% así lo había decidido, anteriormente), sino porque consideró –aguijoneada por una impudorosa campaña del terror, a mi juicio– que la propuesta de la Convención era demasiado refundacional y que reflejaba una sola concepción comprensiva del mundo; es decir, que era partisana.

En el segundo caso, ahora, un 56% votó ‘En contra’ no para salvar el texto actual, sino para frustrar una suerte de reforma tributaria regresiva a nivel constitucional (la extraordinariamente mala idea de eximir de contribuciones a la vivienda principal), para impedir la constitucionalización de las isapres y AFP, y para evitar que el modelo constitucional se transforme en uno con aspectos aún más conservadores que el vigente, al poner en riesgo el aborto en tres causales, al enfatizar la autoridad paterna por sobre el interés de los niños y adolescentes, al limitar la capacidad del Estado de imponer contenidos educacionales mínimos, al negarse a aceptar de manera explícita los distintos tipos de familia y las distintas identidades y disidencias sexuales, al debilitar el derecho a huelga, al reconocer la “excepción de conciencia” sin límites y al obligar a honrar los símbolos tradicionales de la chilenidad.

La verdad es que la propuesta diseñada por los republicanos no cambiaba al sistema, sino que lo reforzaba. En su más esencial sentido era una reacción conservadora, para consolidar el modelo creado por la Constitución vigente. Era una verdadera contrarreforma –literalmente lo era, al menos, porque reponía su carácter pétreo y la existencia de leyes supramayoritarias–. Tenía aspectos positivos, claro –el germen de un Estado social, el reconocimiento formal de los pueblos indígenas, ciertas medidas para mitigar la fragmentación de fuerzas políticas en el Congreso–, pero el conjunto representaba una regresión. Era una contrarreforma y, por ello, su rechazo no puede interpretarse como un apoyo al modelo y Constitución vigentes: todo lo contrario.

Sigamos con algo menos simple: ¿no es la Constitución el problema, ahora?, ¿nunca lo fue?, ¿han sido estos cuatros años una borrachera, una demasía, que nos ha desviado de lo realmente importante?

No lo creo. Es frustrante que todo el esfuerzo reformador de estos años no culmine, todavía, con un nuevo texto que genere consenso. Es verdad. Pero ¿acaso nada positivo ha surgido del proceso?, ¿no estamos hoy todos de acuerdo en que Chile debe organizarse como un Estado social de derecho y que, por fin, debe reconocer a sus pueblos originarios?, ¿no es positivo que una gran parte de la clase política esté ahora dispuesta a aceptar algún tipo de democracia paritaria, que permita una participación más justa de las mujeres?, ¿no ha sido positivo el que se haya reformado la Constitución actual para hacer más simples sus futuras modificaciones y para eliminar el quorum supramayoritario de las Leyes Orgánicas Constitucionales, quorum que otorgaba poder de veto a una minoría conservadora?, ¿no fue un indicio extraordinariamente halagüeño el que prácticamente todos los partidos políticos (excepto Republicanos, claro) hayan considerado aceptable, justo, balanceado, el anteproyecto de Constitución elaborado por la Comisión Experta (paritaria tanto políticamente como por género)?

Establecido lo anterior, pasemos al tercer punto: la política de los acuerdos y el “agotamiento constitucional”.

Comparto ese análisis. La ciudadanía espera más concordia y menos discordia. Y parecería no aceptar inmediatamente un tercer proceso constitucional –si lo aceptara, sería una buena idea plebiscitar, directa y simplemente, el texto de la Comisión Experta–. ¿Significa todo esto inmovilismo? No, más bien lo contrario: la ciudadanía espera, como dijo el Presidente, que las reformas al sistema de salud y de pensiones vean finalmente la luz y solucionen sus problemas reales. Espera, asimismo, que se enfrenten debidamente los problemas de seguridad pública. Y aspira también a que el Estado cuente con recursos suficientes para una ampliación progresiva y responsable de los derechos sociales y para combatir la inseguridad.

Conjeturo, además, que el hastío que produciría un nuevo proceso constitucional no es incompatible con que el Parlamento ejerza de manera directa el poder constituyente e introduzca en el texto actual aquellas reformas que cuentan con un amplio consenso, como Estado social, reconocimiento de los pueblos originarios, mecanismos de democracia directa, algún tipo de paridad de salida, medidas para mitigar la fragmentación de las fuerzas políticas en el Congreso, perfeccionamiento de la gobernanza del Poder Judicial, etc.

¿Qué podría justificar que no se avance en estas materias? Solo el sectarismo y el que se conciba la política más como un campo de batalla que como un mecanismo de deliberación pública y de progreso democrático.

A diferencia de lo que se ha repetido hasta el cansancio en estos días, en mi opinión, la Constitución sigue siendo parte del problema y no tenemos por qué renunciar a solucionarlo. La clase política tiene que estar a la altura.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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