Por eso no hay nada más urgente que lanzarse con valentía a la reconquista de lo público, que no es otra cosa que tener la sensación de no estar haciendo el tonto cuando se pagan impuestos y no se es estúpido cuando se cumple con los deberes cívicos.
Se ha destapado un megafraude tributario tras una investigación del Servicio de Impuestos Internos (SII), suponiendo un perjuicio fiscal estimado en $240 mil millones, lo que configura la defraudación más grande de Chile. Pero este escándalo, el mayor de la historia nacional, se habrá olvidado en unos días, semanas como máximo. A quién le importa que se ponga en cifras lo que todos conocen y se callan. Nadie sale a desmentir al SII. Pero tampoco hace falta molestarse en ocultar lo que ya no despierta vergüenza.
En Chile se impone un tupido velo ante la corrupción tranquila, esa forma indolora de robar que no hace ruido en los matinales ni logra titulares en los noticiarios. Se trata de una antigua plaga que prospera entre unas sombras administrativas que le son propicias, entre una impunidad que no solo profita del desconocimiento, sino de la aceptación resignada o cínica de lo que siempre se ha hecho.
Mucho más grave que la enormidad del monto evadido es el clima de tolerancia complaciente con que muchos medios han reaccionado y el estruendoso silencio de buena parte de los parlamentarios. Se instaló un deliberado intento de avanzar hacia la normalidad de lo inaceptable. Basta evidenciar que El Mercurio demoró exactamente una semana en llevar este caso en su portada, y recién el 20 de diciembre sus lectores pudieron notificarse de la situación. En la Cámara de Diputados se propuso el martes 19 la lectura de un informe en el que se determinó la magnitud de la evasión tributaria que afecta al país. Si bien dicha lectura fue apoyada por los legisladores oficialistas, no logró los votos necesarios para que la iniciativa fuera aprobada en Sala. El silencio es el mejor aliado del olvido.
Ese informe a la Cámara, elaborado por el SII, constató que el incumplimiento corporativo “alcanzaría una tasa promedio del 51,4% como consecuencia de la evasión tributaria, la elusión tributaria y la subdeclaración involuntaria”.
Ante tamaña evidencia, está claro que quienes cumplen con el pago de sus impuestos y no evaden sus deberes sienten que han trabajado en vano. Quienes se empeñan en hacer lo que corresponde están destinados a la tranquilidad de su conciencia, pero también a la melancolía del que asume el absurdo papel de idiota de la clase. Tal como van las cosas, estos tontos involuntarios, que pagan sus impuestos y cumplen con sus deberes invisibles, son los que hacen que el país, increíblemente, no se desmorone.
Pero el deber con lo público se va derrumbando, encogiendo cada día delante de nuestros ojos. Se desmonta sin que prestemos demasiada atención, aturdidos y despistados en la privacidad incesante de nuestras pantallas. La televisión nos aturde con la estupidización de los matinales y las redes sociales nos atomizan en nuestras burbujas de interés particular. En otros tiempos sabíamos distinguir instintivamente entre el espacio privado y el espacio público. Ahora esta frontera no existe, porque solo impera el espacio privado como medida y criterio de todas las cosas. El interés privado mantiene su prestigio intocable, aunque también inmerecido, dada la inocultable naturaleza fraudulenta de muchas de sus utilidades.
Se puede establecer una conexión entre la sublimación simbólica de los evasores fiscales y la exaltación de la narcocultura. En ambos casos se glorifica una especie de capitalismo salvaje, basado de hacer todo lo imaginable para salir de la pobreza (o incrementar la riqueza) y conseguir cada vez más dinero, puesto que nunca es suficiente. Pero la diferencia es que la narcocultura es objeto de preocupación y escándalo por parte de los medios de comunicación biempensantes, destinados a las gentes pudientes, mientras el fraude fiscal es objeto de todo tipo de conmiseraciones y relativismos.
Sin embargo, este crimen es demasiado monstruoso como para que quede impune. Tenemos 240 mil millones de razones para obligarnos a que nadie olvide el nombre de los 55 evasores, defraudadores y ladrones que desmantelaron las capacidades de las administraciones públicas. Hay que buscarlos uno a uno y llevarlos al tribunal del escarnio, que resulta obligatorio cuando se graban brindando con champaña desde sus yates en Miami. Y tenemos 240 mil millones de motivos para investigar a los colaboradores necesarios de estos delitos, abogados tributarios, ingenieros de la elusión y funcionarios de impuestos internos que sirven como facilitadores, a veces corruptos, de los intereses privados.
Por eso no hay nada más urgente que lanzarse con valentía a la reconquista de lo público, que no es otra cosa que tener la sensación de no estar haciendo el tonto cuando se pagan impuestos y no se es estúpido cuando se cumple con los deberes cívicos. Para eso es necesario tener la seguridad de que los poderosos que se pasan de listos en materia fiscal se tendrán que enfrentar a castigos suficientemente duros y humillantes como para aterrorizar a sus colegas. Solo así los que hacen lo que se debe se sentirán recompensados por las redes fraternales de la ciudadanía.