La alianza virtuosa entre dinero y política, instituida a través de los siglos de los siglos, amén de que se teje en colegios con verdadera educación de calidad y en playas del litoral central y de algunos lagos del sur, constituye en buenas cuentas el pecado original en la génesis de la inequidad.
Los principales ingredientes de la receta del poder –dinero y política– han constituido siempre una alianza indivisible que explica, entre otras cosas, los tropiezos y dificultades de la movilidad social en Chile. Por eso, si bien fuimos saliendo con vigor de la pobreza, nuestro índice Gini no mejoraba de manera sustantiva. Quienes han de estar mejor son siempre los grupos constituyentes de esa feliz alianza. Los demás, simplemente, hacemos nuestro trabajo. Para eso nos pagan.
La alianza virtuosa entre dinero y política, instituida a través de los siglos de los siglos, amén de que se teje en colegios con verdadera educación de calidad y en playas del litoral central y de algunos lagos del sur, constituye en buenas cuentas el pecado original en la génesis de la inequidad social en nuestro país. El elemento estructurante. Como dijo el poeta: “La izquierda y la derecha unidas jamás serán vencidas”.
Agregue usted, además, el hecho de que para esa alianza virtuosa, hasta ahora libre de toda sospecha, el fraude no ha sido más que un recurso. Nos han dicho: “No somos mafiosos”. En efecto, la diferencia con lo develado por la serie Los Soprano es que los cadáveres de los contadores –especialistas sociales en minimizar el pago de impuestos– no son envueltos en cemento en los pilares de un edificio en construcción y terminan hablando en vida, si no se atiende a sus solicitudes. Nada es perfecto.
Dígame usted, ¿será posible acaso realizar la cuidadosa cirugía que permita separar a estos siameses unidos por enormes vasos comunicantes y que comparten el mismo torrente sanguíneo? Tiendo a creer que, aun cuando mejoremos las “cotas”, estos asuntos tenderán, tarde o temprano y solo por inercia, a sostener esta suerte de statu quo, en particular si muchos de quienes han de diseñar y operar la solución son precisamente los militantes de la alianza virtuosa que cada cuatro años rinde sus más contundentes pruebas de mutua lealtad durante las campañas políticas. Nos dirán: “Dejemos que las instituciones funcionen”. Entonces solo cabrá esperar ruido y puesta en escena –precisamente para garantizar el buen éxito del rito siguiente– y poquísimas nueces.
En salud, por ejemplo, esta suerte de “oligarquía patria”, la elite –antes denominada alianza virtuosa–, ha definido por más de dos siglos las ocurrentes soluciones para la atención de los más pobres, estructurando sistemas y servicios que ellos mismos –los “oligarcas”– jamás utilizarían, solo sus “nanas”. “Problemas de salud pública”, nos dirán. Y asisten con nerviosismo a los foros donde, comisiones mediante, se intenta universalizar soluciones que tienden a nivelar “para abajo”. Imagínese a todos compartiendo la misma sala de espera en un centro de salud familiar. El consumidor soberano –que pertenece solo a la especie social en comento– recurre por su cuenta y riesgo al especialista, directamente, dado que sus recursos se lo permiten. Es libre para elegir. Las listas de espera no existen para él y mucho menos la gestión en red, que no parece necesaria en ese mundo.
Entonces, quienes sean sujetos de subsidios estatales recibirán la solución ad hoc que la elite que ostenta el poder ha diseñado especialmente para ellos, sin opciones (los pobres no necesitan elegir), costo-efectiva (solo medicina basada en evidencia, nada en manos del azar), socialmente eficiente (control de costos y nada de consumo conspicuo), de la cual los propios diseñadores se excluyen. Y esto es lo mismo para todo tipo de asunto: educación, vivienda, justicia, medioambiente, etc. En la práctica los subsidiados están sumidos en una suerte de “apartheid social”. El famoso doble estándar. ¿Acaso es esto aquello con lo que queremos terminar?
¿Qué dijo Tironi en su momento? Dijo que habíamos de hacer algo ahora, tal vez desplegar mejor nuestra lucidez democrática y hacer los respectivos acuerdos, convocar a los que tienen menos que perder y, sobre todo, nunca creer que vamos a instalar “el bien” en el sitio que hoy ocupa “el mal”. Tal cosa nunca sucederá, porque al final no somos ni tan buenos ni tan malos.
Esperemos que se nos presente una oportunidad, un claro donde pegar un picotazo –como diría Julio Cortázar en las Historias de cronopios– y ¡ya veremos quién es quién!
Solo nos queda hacer más difícil el desempeño de las fuerzas que corrompen, que alteran nuestra convivencia social y que arriesgan nuestra democracia (hay los que buscan premeditadamente esto último). Más grandes los castigos. A lo mejor menos “mano invisible” como, al contrario, soñaba Chicago y un poquito más de regulación en manos de agencias competentes y verdaderamente libres de captura y de toda sospecha. Estibar mejor el barco, como dijo Eyzaguirre en esos primeros días de gloria de la reforma educacional que luego naufragó con estrépito. Que no nos vean las “canillas”, como diría mi padre, q.e.p.d. Al final, quizás esta vez sí, requerimos de un gran gesto de ubicuidad.
Lo otro que nos dijo Tironi en su momento fue: “¡Cuidado! Los tribunales de justicia tienen su propia manera de tener razón. Ya no están subordinados a los dictámenes de la economía y de la gobernabilidad y menos de la política”. Ellos terminarán a cargo de ordenar el naipe, mal que nos pese. Buen ejemplo lo acontecido con las isapres y que hoy nos tiene devanándonos los sesos. Henos aquí, de brazos cruzados, esperando que nos caiga la teja.
NOTA: Una primera versión de esta columna (que no ha sido publicada) fue escrita en 2010.