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Progresismo Peso Pluma Opinión

Progresismo Peso Pluma

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Cristián Zuñiga
Por : Cristián Zuñiga Profesor de Estado
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A más de 50 años de aquel periodo, nuestro país vive nuevamente un enfrentamiento entre la política y la cultura, un problema que deja algunas interrogantes que vendría bien plantearse en este momento país.


Una de las primeras labores que llevó a cabo la dictadura militar, además de bombardear La Moneda, asesinar, detener y torturar a civiles (y uniformados), fue el de borrar la cultura de la Unidad Popular: su música, sus murales, su danza, literatura, cine y pintura. Por ese tiempo, por ejemplo, los militares detuvieron a muchos músicos que no habían hecho nada ilegal (¿Peso Pluma habrá hecho algo ilegal en Chile?) pero que, dados los delirios de Merino y Pinochet, pasaron a ser “enemigos del Estado”. Para aquellos funcionarios públicos con uniformes y armamentos (cuando el Leviatán se vistió de tirano), había un enemigo superior que estaba poniendo en peligro al país: el marxismo y su tesis de la lucha de clases como motor de la historia (el tiempo le ha dado la razón a Hegel, pues hemos constatado que el gran motor de la historia es el deseo de reconocimiento).       

Entonces, el régimen reemplazó los símbolos de la cultura popular de Chile por íconos militarizados. Se allanaron las oficinas de la Discoteca del Cantar Popular (DICAP) y destruyeron todos los originales de la música que ahí se almacenaban. Asimismo, escuadrones militares invadieron las oficinas de la Brigada Ramona Parra y, según el relato de músicos de esa época, como Mariela Ferreira de la agrupación Cuncumén, los carabineros que allanaban sus viviendas, al ver los discos de Inti Illimani, Víctor Jara y Quilapayún, entraban en cólera y amenazaban con matarlos a todos.

No cabe duda que, para la dictadura, asustaba el poder de la música: esa mezcla de letra y sonido como un movilizador emocional, cultural y político. Por lo mismo es que el régimen quiso establecer el dominio simbólico mediante el terror: corte obligado de cabello a los hombres, filas con distancia en los patios de las escuelas y liceos, y la alcaldesa de Viña de entonces (junto al directorio militar de TVN) no invitando a artistas que pusieran en riesgo la seguridad del país con sus líricas. Por entonces, el marxismo era, en términos de simbología, lo que la cultura narco es para algunos políticos y pensadores del presente.  

¿Cuánto habrá pagado Chile para que millones de chilenos modificaran, vía decreto, sus tradiciones y preferencias culturales? Muchísimo dinero, por cierto.

A más de 50 años de aquel periodo, nuestro país vive nuevamente un enfrentamiento entre la política y la cultura, un problema que deja algunas interrogantes que vendría bien plantearse en este momento país. Para abordar estas preguntas (algo que el progresismo y las izquierdas chilenas deberían hacer cuanto antes), podemos apoyarnos en la literatura del antropólogo colombiano Carlos Granés, quien, en su obra, aborda este cruce entre cultura y política desde la siguiente interrogante: ¿qué tiene más impacto en la sociedad?, ¿las ideas políticas que intentan hacer transformaciones estructurales o las propuestas culturales que intentan afectar las conciencias, los valores y los estilos de vida? 

No cabe duda que las creaciones artísticas logran generar un impacto enorme en sus seguidores, algo que Granés, en su investigación centrada en América Latina, expone de manera formidable. Este antropólogo, viendo la actividad de los poetas, escritores y artistas de gran parte del siglo XX, pudo constatar que la cultura fue transmisora de ideas, ideologías y utopías que, de otra forma, habrían tardado más en circular. Sabido es que los artistas siempre son personas muy atentas al espíritu de sus épocas y, a partir de sus tertulias, encuentros o fiestas, comienzan a transmitir ideas y estéticas inspirados en una realidad que no les satisface del todo: suelen ver pobreza, miseria, desigualdad e inmovilidad y, de pronto, les asoma el espíritu de convertir aquellas fantasías (que usualmente se quedaban en los poemas y las canciones) en actos reales. Si se va a soñar, esa fantasía hay que anclarla en la realidad para que la transforme (cómo no recordar la gran instalación cultural de octubre del 2019 en aquel lejano Chile con esos encendidos actores que parecen haber sido secuestrados por alguna fuerza metafísica).       

Es lo que sucedió en gran parte de nuestro continente durante aquel “siglo pesado” (citando al poeta Redolés), donde los escritores, poetas y artistas buscaron llevar sus fantasías a la realidad a través del que, sin duda, es el atajo más tentador y atractivo para estas personas: la revolución. Por supuesto que para esta generación (también conocida como la de “mayo del 68”) los sistemas democráticos eran algo paquidérmico, lento y burocrático (“un colchón de papeles inútiles”, como le llamaba el poeta Huidobro). En cambio, la revolución les ofrecía una promesa de cambio rápido y de solución casi mágica a todas las necesidades que se detectaban en la sociedad. 

Es esta relación, entre la imaginación del artista y la realidad, lo que nuevamente vuelve (al igual que muchos otros episodios que hoy se le aparecen a este gobierno en formato de farsa) a discusión, a propósito de la columna escrita por un influyente sociólogo de la plaza, mismo que, hace un tiempo, decretara “el derrumbe del modelo” (a estas alturas podría publicar un libro titulado “el enchape del modelo”). En esta columna se pide a las autoridades que bajen de la parrilla del festival de Viña al cantante mexicano Peso Pluma, por el contenido de sus líricas, las que evocan fantasías (poesía) que, según el académico (al parecer ya no es académico de una universidad pública) no serían metáforas, sino que realidades puras y duras. Es más, el sociólogo (que también oficia como libretista de ópera) plantea, en su escrito dedicado a Peso Pluma, que “el artista no es artista, pues no sabe cantar, no sabe bailar y apenas tiene una canción propia” (al parecer no solo le molestan sus líricas). 

Pretender vetar, censurar o limitar el que recursos públicos financien a un artista por sus líricas (fantasías), puede ser el paso definitivo a un abismo del que difícilmente se podrá regresar, pues la caída y el golpe serán definitivos en el torrente cultural de la historia larga. Ya vemos lo que pasó con el régimen que interpretó a las poesías de una época como peligro para la seguridad nacional, y las acallaron, desfinanciaron y manipularon (hubo otro Mayol que en esa época organizaba grandes montajes simbólicos), so pretexto de un bien superior. 

No cabe duda que una posible censura al cantante Peso Pluma sería una mancha imborrable para este Gobierno, un ridículo de escala internacional (como cuando el cura Medina no dejó entrar a Iron Maiden a Chile) para nuestra escena musical y la mejor publicidad para que el artista siga aumentando sus reproducciones.     

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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