Los Grandes Estados Periféricos son aquellos que, por sus dimensiones geográficas, su población, su importancia económica y su gravitación en la región a la que pertenecen, cuentan con un potencial singular para lograr una influencia significativa y creciente en la esfera regional y a nivel mundial.
La reciente desaparición física de Samuel Pinheiro Guimarães nos hace reflexionar sobre la capacidad que tienen las sociedades de pensar su forma de relacionarse con el mundo, con su entorno geográfico, y en los valores y principios que quieren proyectar en el sistema internacional; también en la manera que articulan sus intereses nacionales, en su economía, en su cultura, en el rol del Estado frente a otros Estados, y, en definitiva, en la solidez y consistencia de su política exterior.
Brasil es un caso especial en Sudamérica, por su tamaño e influencia. Primero, parte del Imperio portugués, luego, el mismo convertido en un Imperio –que se proyectó mucho más allá de la repartición y delimitación de posesiones coloniales definidas por España y Portugal en el Tratado de Tordesillas (1494)– y después en una República, cuya instauración data de noviembre de 1899. Además, su condición de país federal contribuyó a la construcción de estructuras centrales fuertes tales como las Fuerzas Armadas y la Cancillería, llamada Itamaraty (“piedra blanca”, en idioma guaraní) por el nombre del Palacio que la albergaba en Río de Janeiro y cuya denominación se repitió al trasladarse la capital a Brasilia.
Tener un cuerpo burocrático especializado en el ámbito de la diplomacia fue un requisito sine qua non para la consolidación de sus múltiples fronteras y para participar del juego del poder en América y el resto del orbe, en condiciones relativamente ventajosas. Ello le ha permitido contar con estrategias de largo plazo, con una tradición de excelencia de sus funcionarios y con un importante contingente de intelectuales internacionalistas, al cual perteneció Samuel Pinheiro, lo que constituye, sin duda, un caso extraño y singular en nuestra región.
Pinheiro Guimarães fue secretario general del Ministerio de Relaciones Exteriores, ministro Jefe de la Secretaría de Asuntos Estratégicos (2009-2010) y Alto Representante General del Mercosur (2011-2012). Junto a Celso Amorim, ambos han sido actores destacados del desarrollo de la democracia y defensores de las causas populares en su país, impulsando una política exterior “activa y altiva”, desde la izquierda, en la promoción de los intereses de Brasil, demostrando la pluralidad política de su Cancillería, la cual posee importantes intelectuales orgánicos de todo el espectro partidario.
Dentro de su obra como autor se destacan los libros Quinientos Años de Periferia y Desafíos Brasileños en la Era de los Gigantes, donde abundan las reflexiones sobre la geopolítica mundial y el lugar de su nación en las relaciones internacionales. Para Pinheiro el sistema internacional se halla organizado en base a Estructuras Hegemónicas, por un lado, y Grandes Estados Periféricos y países periféricos, por otro. Las Estructuras Hegemónicas serían el resultado de un proceso histórico que favorece a los países que las integran y tienen como objetivo principal su propia consolidación en posiciones de poder.
Los Grandes Estados Periféricos son aquellos que, por sus dimensiones geográficas, su población, su importancia económica y su gravitación en la región a la que pertenecen, cuentan con un potencial singular para lograr una influencia significativa y creciente en la esfera regional y a nivel mundial. Brasil ocupa un lugar natural dentro de los Grandes Estados Periféricos y tiene un rol clave en las relaciones con Estados Unidos, junto a una misión fundamental en el proceso de integración de América Latina. Pinheiro Guimarães plantea, a su vez, que existen diferentes mecanismos de dominación que permiten la perpetuación y el “congelamiento”, por llamarlo de algún modo, de las Estructuras Hegemónicas como centro del sistema mundial, al relacionar y entrecruzar en su favor dimensiones estratégicas tales como las ideológicas, políticas, militares y económicas.
Esta reflexión se vincula a los planteamientos y denuncias de Celso Furtado y Florestan Fernandes, dos pensadores brasileños vinculados al desarrollismo de corte más progresista y a la teoría crítica, en lo que se refiere, en particular, a la identificación de las élites locales con las pautas de consumo e ideacionales de los sectores dominantes de los Estados Centrales. Y que, en ambos casos, pasa por la exclusión y la postergación de vastos sectores sociales.
Asimismo, Guimarães rescata la perspectiva centro-periferia en el contexto de la relevancia dada al discurso de la globalización como idea homogeneizadora que obvia la profundización de la brecha entre países desarrollados y subdesarrollados. Por cierto, no es nada usual que un diplomático de carrera estrechamente vinculado a los procesos de toma de decisiones se refiera a los puntos negativos de las ideas hegemónicas, expresando una percepción crítica y compleja de la realidad de las relaciones internacionales.
Pero eso tiene que ver, básicamente, con la existencia dentro de la Cancillería brasileña, aun en momentos de gran hegemonía de los sectores conservadores, como fueron los primeros años de la dictadura cívico-militar brasileña ( o régimen burocrático-autoritario, según la canónica definición del politólogo argentino Guillermo O’Donnell), de una elite impregnada por un fuerte sentido nacional que impulsó, incluso bajo condiciones de una desatada “Guerra Fría”, a nivel regional y global, lo que se conoce como la “Política Exterior Independiente (PEI)”. Una construcción y una tradición teórica que persiste hasta hoy con no poco vigor en los pasillos del bello palacio construido alrededor de una fuente por el arquitecto Oscar Niemeyer en Brasilia.
Como señalan Soares y Hirst (2006), “la principal aspiración de la política exterior de Brasil ha sido lograr un reconocimiento internacional basado en la creencia de que debería asumir su papel ‘natural’ como ‘país grande’ en los asuntos mundiales…”. Y eso ha sido así tanto en los tiempos del legendario barón de Rio Branco, cuando Brasil consolidó sus fronteras por medio de acuerdos pacíficos con sus países vecinos, en la primera década del siglo XX, como en los gobiernos de Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff (2003-2016), y pasando incluso por los interregnos de Michel Temer y Jair Bolsonaro, donde hasta el vociferante ideologismo de este último debió ceder ante el más severo pragmatismo cuando le correspondió ejercer el poder.
Esa marca, la de la Política Exterior Independiente, es tan fuerte que el Brasil de la dictadura militar, que, a grandes rasgos, se alineó con Estados Unidos en muchas materias, apoyó la independencia de Angola y Mozambique, y fue uno de los primeros en establecer relaciones diplomáticas con ambos países africanos, gobernados por movimientos guerrilleros de origen marxista, después de que se independizaran de Portugal, en 1975.
En el mismo sentido, y guiado por consideraciones también absolutamente pragmáticas, Jair Bolsonaro, quien llegó al poder entonando loas de emocionado amor a Donald Trump y a Occidente, se negó a unirse a las sanciones contra Rusia después de la invasión a Ucrania, en febrero de 2022, privilegiando antes que nada, entre otras cosas, la provisión de fertilizantes y urea que es de crucial interés para el agronegocio brasileño.
En todas esas decisiones se observa como trasfondo y base de acción, más allá de determinados aspectos coyunturales, la prevalencia de una cultura burocrática y diplomática, de un ADN propio de un “país grande”, que se resiste ante la idea de ir a remolque de agendas geopolíticas ajenas y que pone al interés nacional y a la autonomía como prioridades número uno de su política externa.