El episodio de los automóviles de lujo es la reiteración de un libreto repetido, que devela una grave patología de nuestra organización y, por ello, de nuestro sistema democrático. Esa emulsión impropia de las labores jurisdiccionales, con otras múltiples de naturaleza administrativa.
¿Tiene alguna justificación republicana que el tiempo de 13 ministros de la Corte Suprema se insuma en el vitrineo, cotización y decisión de compra de automóviles?
La reciente decisión del tribunal pleno de la E. Corte Suprema (contra los votos del ministro señor Ricardo Blanco y la ministra señora Andrea Muñoz) de renovar la flota de vehículos asignadas al cargo por vehículos de lujo, con un costo de 1200 millones de pesos, ha causado revuelo público –entre otros reproches- por el extravío de prioridades, la clara desproporción del gasto, la manifiesta desconexión de los jueces de la más alta jerarquía judicial evidencian respecto de las carencias del país, agravadas por luctuosos desastres y otras que de los propios tribunales (infraestructura, mantenimiento, fondos para suplencias de jueces, falta de dotación), que son fuente habitual de denegación de requerimientos básicos a peticiones de éstos y de organizaciones gremiales.
El problema -que a la fecha exhibe ribetes no esclarecidos- es apenas un síntoma de una anomalía orgánica en términos democráticos y permite recordar con preocupación una de las demandas corporativas más sentidas por la propia Corte Suprema, que va incluso, un paso más adelante respecto de la simple deliberación de gamas altas o bajas.
Casi como una letanía en cada discurso, la Corte Suprema ha postulado la necesidad de ser dotada de lo que denomina “autonomía financiera”. Una idea que no ha acabado de explicar del todo, pero que, al menos, deja en claro que no le basta con la actual ausencia de control de los fondos de Estado por parte de órganos autónomos y técnicos distintos a los que lo gestionan y ejecutan. La idea reclama que sería necesaria una especie de autodeterminación del presupuesto por parte de la Corte Suprema, aunada a la autogestión, sin control respecto de los límites que impone la ley de presupuesto.
En el marco de una auto comprensión que demanda todavía más tareas gerenciales, que habrán de sumarse a aquellas en las que la Corte Suprema ya disocia su quehacer (como tal y como órgano que gobierna también la Corporación Administrativa del Poder Judicial), el episodio de los automóviles de lujo entonces, es solo reiteración de un libreto repetido, que devela una grave patología de nuestra organización (y por ello, de nuestro sistema democrático): esa emulsión impropia de las labores jurisdiccionales, con otras múltiples de naturaleza administrativa.
Exhibimos como país una falencia fundamental, largamente superada por los regímenes democráticos más avanzados, que identifican con claridad que el trabajo de altos magistrados y magistradas de la República no puede destinarse de manera exclusiva y excluyente sino a lo jurisdiccional y por lo tanto, debe ser depurado de toda tarea administrativa.
Tal vez si este episodio, actualice lo necesario que es retomar algunos impulsos de reforma para poner a los jueces únicamente avocados a la delicada y trascendental función que una democracia y los ciudadanos le exigen: juzgar con alta competencia técnica, conforme al derecho vigente.
Cabe recordar que no obstante el doble fracaso de los procesos constituyentes y ciertas diferencias planteadas en los modelos propuestos en uno y otro, existió un acuerdo manifiesto en ambos, en orden a terminar con este estado de cosas y reedificar el gobierno judicial desde la idea básica fundamental de dotar a la jurisdicción de exclusividad en la tarea.
Esa línea de reforma debiera ser retomada.
En el otrosí del asunto, sería bueno recordar el viejo aforismo judicial, utilizado para reparar un entuerto por una mala resolución o vicio procesal: “las cosas se deshacen como se hacen”. Mesura mediante.