La noticia era sobre El Salvador, donde se iniciaba un juicio masivo, a distancia y sin posibilidad de defensa, con 492 acusados a la vez, y en nuestro país hay quienes aplaudían. ¡Al fin!, decían; necesitamos un Bukele en Chile, se repite desde hace un tiempo.
La noticia era sobre El Salvador, donde se iniciaba un juicio masivo, a distancia y sin posibilidad de defensa, con 492 acusados a la vez, y en nuestro país hay quienes aplaudían. ¡Al fin!, decían; necesitamos un Bukele en Chile, se repite desde hace un tiempo.
Unos días antes, la noticia era sobre la alcaldesa Evelyn Matthei, quien cuestionaba el funcionamiento de la Defensoría Penal Pública, afirmando que debía limitarse el derecho a la defensa pública y gratuita cuando se tratara de ciertos reincidentes. Nuevamente las redes sociales, al menos en parte, celebraron. El populismo penal tiene fanáticos y barras bravas, pero estas conductas y sus respuestas dan cuenta de un problema anterior, y, tal vez, incluso más grave al discurso habitual de poner un candado a la puerta giratoria o apelar a una cada vez mayor severidad de las penas como la panacea en lo que denominan guerra contra la delincuencia.
Hay mucho que discutir sobre las maneras en que se enfrentan los problemas de seguridad, pero nuestra experiencia de décadas nos ha mostrado una tendencia de los políticos y legisladores a hacerlo a través de leyes que aumentan las penas –generalmente con nombres propios que reaccionan ante un caso reciente y terrible— o las facultades de las policías, sin preocuparse por la eficacia de su ejecución. La experiencia también nos ha mostrado que ha resultado ineficaz. Probablemente el problema más urgente sea el aumento en los homicidios y el uso de armas, y las principales deficiencias están en el trabajo investigativo y policial, con una importante incapacidad de identificar a los responsables; pero, más allá de la dirección en la que deberían orientarse las políticas, parece que estamos de acuerdo en algo: la situación hoy es más grave. Hay delitos que han aumentado, con formas de comisión particularmente violentas, y el temor se ha disparado.
Ante esta situación es normal que aparezcan ofertas de soluciones simples y rápidas para problemas complejos y multifactoriales (basta recordar que en el primer programa de Kast se ofrecía como una de las “propuestas en la materia”, “quitar las rejas de las casas [y usarlas] para construir más cárceles”), que buscan profitar del miedo de la ciudadanía, exhibiendo el más pornográfico populismo punitivo. Pero, aunque podría argumentarse contra este tipo de medidas, de probada inefectividad, lo relevante es que incluso quien reclame la pena de muerte para un pedófilo, primero tiene que hacer algo evidente: demostrar que efectivamente se trate de un pedófilo.
Un juicio justo, en el que se presente la prueba ante un tribunal autónomo e imparcial, que luego decide, y haya un real derecho a la defensa, con posibilidad cierta de controvertir las evidencias, es la única manera en que se puede determinar la culpabilidad de una persona en un sistema democrático. Por eso dudamos cuando en una dictadura se dice haber ejecutado legítimamente a quién se señala como delincuente o terrorista. La determinación de la culpabilidad precede cualquier reproche (legítimo); la condena de alguien inocente es el peor error posible en el proceso penal, por lo que la presunción de inocencia es su pilar fundamental.
Aunque sea evidente, no puede afirmarse que una persona pertenece a las maras, es un asesino o un reincidente, por lo que diga una autoridad, un proceso administrativo, las policías, los medios o las redes sociales. Primero hay que probar, en un proceso judicial, que esa persona, es un asesino o un reincidente. Antes de eso podría haber un inocente, por lo tanto, debe tratarse como tal. Obviamente, un tatuaje no prueba que alguien pertenece a una pandilla o ha cometido un homicidio, debe probarse que se es miembro de la organización criminal o que se ha matado a alguien, o sea, algo que se hizo: se trata de un derecho penal de actos, no de autores o formas de ser; y también es obvio que para privar de un derecho a un reincidente, primero se debería probar qué se está procesando a un reincidente, y eso depende de si realmente hizo lo que se le imputa, lo que jamás podría determinarse antes de un juicio justo (con derecho a la defensa), pues siempre podría tratarse de un inocente.
Es lamentable que ya no solo se impulsen medidas, tan populares como ineficientes, que tienden sólo a elevar las penas, sin preocuparse por la prevención y la investigación, sino que ahora se cuestione y celebre limitar un pilar fundamental de cualquier democracia, como el derecho de toda persona (presunta inocente) a la defensa pública y gratuita. Es todavía más lamentable en un país en el que el lema de su Defensoría Penal Pública, aunque se suele olvidar, sea sin defensa, no hay justicia.
Solo podemos hablar de culpables luego de un juicio justo, o, incluso para los promotores de las políticas más represivas, podría tratarse de un inocente.
Y, si no, ¿cómo lo sabes?