Que Chile tenga la tasa de fertilidad más baja de América Latina debe impulsar políticas públicas que favorezcan aún más la libertad reproductiva y asuman que lo que más constriñe esa capacidad es un contexto que no protege a los niños que vienen al mundo.
La estructura familiar de nuestro país está cambiando rápidamente. En la actualidad el hogar más habitual tiende a ser aquel que tiene a un menor a cargo o en su defecto a sólo dos convivientes. De acuerdo a la Tasa Global de Fecundidad (TGF) de la Organización Mundial de la Salud (OMS), en nuestro país existe una fecundidad de 1,3 hijos por mujer, la más baja de América Latina.
Hace pocas décadas era normal que las familias tuvieran más de tres hijos, considerando una alta cifra de muertes prematuras de bebés. Eso ha ido evolucionando favorablemente y hoy se atiende mejor los partos y la mortalidad infantil ha disminuido notablemente, lo que ha modificado la pirámide de población. Merece la pena comprender por qué ha ocurrido esta transformación en paralelo a la caída de la fecundidad.
Este fenómeno no es una singularidad de Chile, sino que se observa en todos los países desarrollados e incluso en China y otras naciones que tuvieron un alto índice de fertilidad en el pasado. La variable común a todos estos casos es el sostenido avance en la autonomía reproductiva de las mujeres. Pero siendo esta la tendencia global, es necesario analizar la especificidad de nuestro país.
Investigaciones de sociólogas chilenas relativizan una interpretación muy común que considera esta situación como un mero efecto de transformaciones culturales ligadas a la mayor autonomía de las mujeres. Siendo este un factor relevante, estos estudios muestran que esta evolución no sólo se asocia a un reemplazo de valores tradicionales, sino también a un mejor control anticonceptivo, determinado por los costes de la crianza.
En la actualidad la inversión que requiere criar a un hijo es cuatro veces mayor a la de hace cien años. De esa forma, el fuerte descenso en la fecundidad es un síntoma de la persistencia de estructuras disfuncionales en nuestro país, tales como un mercado de trabajo juvenil altamente precarizado, la debilidad de la educación pública gratuita y las dificultades de la población joven para autonomizarse de sus padres, accediendo a la vivienda. Por eso el descenso en la tasa de fertilidad en Chile se debe comprender en un contexto de precarización de las condiciones necesarias para la crianza de los hijos. Postergar o desestimar la maternidad se puede ver cómo una táctica reproductiva que permite adecuar las expectativas vitales ante contradicciones sistémicas muy poco propicias para la maternidad.
Es cierto que las cifras de fecundidad son significativamente más altas en la población inmigrante, pero los datos internacionales muestran que estos grupos poblacionales no tardan en acomodarse a la pauta reproductiva del país de acogida, en la medida en que asumen su misma táctica reproductiva.
Ante esta evolución se han levantado voces que proponen revertir esta baja fertilidad mediante políticas natalistas, tales como vouchers o bonos a familias numerosas. Pero estas tesis natalistas, obsesionadas con revertir la cifra de nacimientos, olvidan lo importante: las personas no deben decidir formar una familia según la conveniencia o parecer de los gobernantes.
Es fundamental defender que las opciones reproductivas se puedan tomar de la manera más autónoma posible, lo que también implica que los condicionantes materiales sean lo menos constrictivos para que las mujeres puedan asumir libremente esa decisión. Para eso lo más adecuado es incentivar normas laborales que permitan la conciliación familiar y políticas de cuidado con perspectiva de género que contrapesen los desincentivos sistémicos a traer bebes a este mundo. El debate sobre la baja natalidad chilena no puede ser ocasión para revestir con nuevos ropajes las anacrónicas políticas natalistas, tan habituales en los regímenes autoritarios, obsesionados con gobernar países con población numerosa, sin considerar en lo más mínimo la calidad de vida de las familias y de sus niños y niñas, sino sólo sus objetivos políticos o económicos.
Al contrario, lo que fomenta la libre disposición reproductiva son todas las propuestas que amplifican la libertad de las mujeres. Por ejemplo, el proyecto de Ley que modifica el régimen de sociedad conyugal del matrimonio, que actualmente está en condiciones de ser aprobado en el Congreso luego de 16 años de tramitación. Esta Ley busca terminar con la discriminación que impide a las mujeres casadas bajo ese régimen administrar sus propios bienes y los de la sociedad conyugal sin la venia del marido.
Que Chile tenga la tasa de fertilidad más baja de América Latina debe impulsar ese tipo de políticas públicas, que favorezcan aún más la libertad reproductiva y asuman que lo que más constriñe esa capacidad es un contexto que no protege a los niños que vienen al mundo. Para revertirlo es necesario que las mujeres sean dueñas de sus decisiones y la infancia y la juventud sean consideradas como una absoluta prioridad en una sociedad que debe responsabilizarse ante ellas.