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¿Será 2024 el año en que vivió en peligro la democracia en Estados Unidos? ANÁLISIS

¿Será 2024 el año en que vivió en peligro la democracia en Estados Unidos?

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Mladen Yopo
Por : Mladen Yopo Investigador de Política Global en Universidad SEK
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Trump no deja de hacer campaña mientras enfrenta juicios criminales y civiles. Ante este sombrío panorama, EE.UU. necesita un liderazgo valorado-legitimado, capaz de generar compromisos de credibilidad y respeto. En la Convención Demócrata de agosto podría surgir el nombre de Michelle Obama.


Estados Unidos ha promovido durante mucho tiempo un modelo de democracia que ve en sus instituciones y, particularmente, en el sufragio, su esencia y sentido nacional. No obstante, la polarización y el extremismo político que han capturado a la sociedad en los últimos tiempos no solo están ahondando la fractura interna, sino que están haciendo a estos valores “obsoletos”, con un sector de votantes radicales que se niegan a aceptar los resultados electorales cuando no les favorecen; anclados en sus propios imaginarios están dispuestos a manipular y/o saltarse la institucionalidad. Esta fricción que no se veía desde la Guerra Civil (1861-1865), conflicto que determinó el curso de la Unión (entre otros, la unidad nacional y el fin de la esclavitud), se agudiza este año con las elecciones presidenciales que pueden llevar a la Casa Blanca a uno de los principales animadores de esta decadencia. 

La democracia en EE.UU. enfrenta grandes retos, como el extremismo, el autoritarismo, el salto a las leyes, la desinformación, la desigualdad y la oligarquización de la política (dominada por hombres blancos mayores, pudientes, de universidades prestigiosas). El país está viviendo un período de convulsiones sin precedentes donde muchos ven un futuro incierto. Según una encuesta reciente de The Associated Press – NORC Center for Public Affairs Research, el 62% de los ciudadanos percibe los resultados de los comicios de 2024 como una amenaza para la democracia. Si los demócratas ven la victoria de Trump (78 años) como un gran riesgo, los republicanos (capturados por el trumpismo de MAGA – Make America Great Again) observan lo propio con un segundo mandato de Biden (82 años). Esta también señala que un 51% opina que el estado de la democracia “no es muy bueno” o que es “muy malo”, 40% que “está saliendo adelante”, un 8% que todo está “bien”, pero hay también un 19% que considera que “ya ha sido tan gravemente socavada que ni siquiera importa quién gane”.

Es claro que la democracia de EE.UU., que fue observada mundialmente como un faro, no se ha puesto al día. Hoy, su diseño inscrito en el Estado de derecho, equilibrio de poderes, de participación y resguardo ciudadano y de protección de las minorías, se encuentra “ralentizado” en la formulación de leyes y política con las crecientes diferencias entre republicanos y demócratas, dejando múltiple vacíos y problemas sociales y nacionales sin respuesta. Tampoco el voto y la participación ciudadana (quid de la democracia) han sido respetados en plenitud con la irrupción de conductas, leyes y mapas electorales sociorraciales discriminatorios (por ejemplo, el Tribunal Supremo de EE.UU., en el caso Allen contra Milligan, tuvo que anular los mapas manipulados por el Congreso de Alabama para favorecer a conservadores blancos). En varios estados, legisladores conservadores continúan socavando el voto libre e informado al prohibir libros (por ejemplo, en el condado de Orange-Florida prohibieron varios libros, entre los que están los de Isabel Allende y Gabriel García Márquez) y aprobar leyes que restringen los debates en las aulas sobre raza, historia, orientación sexual, género, etc.

También, con la elección indirecta (delegados electorales), el voto popular tampoco llega a determinar siempre quién gobierna, como se vio el 2000 con el demócrata Al Gore, quien obtuvo más sufragios que George W. Bush, pero la Corte Suprema le dio a este último los votos electorales disputados en La Florida; y en 2016, Hillary Clinton ganó el voto popular por 2.8 millones, pero perdió con Trump por el anticuado sistema del colegio electoral. 

El sistema, por otra parte, sigue garantizando que los multimillonarios y las grandes corporaciones, o sea, los intereses del dinero como los bancos, industrias del petróleo o la cuestionada Asociación Nacional del Rifle (NRA) –corresponsable de los múltiples y cotidianos tiroteos (hay más armas en el país que ciudadanos)–, sigan teniendo un poder casi sin límite en la determinación política (candidatos y leyes). Es claro que se ha instalado una oligarquización del poder en EE.UU., además con características etarias: Nikki Haley, por ejemplo, definió al Senado como “el asilo de ancianos más privilegiado del país”, y el expresidente Jimmy Carter dijo el 2015 que EE.UU. es ahora una “oligarquía” en el que “el soborno político ilimitado” ha creado “una subversión completa de nuestro sistema político”. 

A estas interpelaciones político-institucionales, se suma una complicada realidad socioeconómica con un dramático aumento de la pobreza y desigualdad, realidad aprovechada/tergiversada bien por los discursos nacionalistas de Trump. Hoy, más de 30 millones son pobres y otros 30 millones están al borde de serlo; el 10% más rico acapara más del 50% de todos los ingresos y al 50% más pobre solo les llega el 13%. Esto ha traído una gran desafección con un sistema que no da respuestas ni cumple con “ese sueño americano”, todo en medio de una alienación cultural de una masa importante que observa con preocupación las transformaciones e incertezas que producen temas como las inmigraciones o la tecnología.

Esto, además, ha robustecido el dilema de las brechas generacionales, donde jóvenes mal preparados se incorporan tarde al mercado laboral y en malas condiciones, lo que retrasa su madurez económica-social, afectiva e identitaria (aumentando la desafección sistémica) y donde la digitalización ha dejado atrás a los ciudadanos mayores que, sin competencias digitales, son dependientes (o no aptos) para realizar tareas básicas y/o trabajar. 

Por último, resalta la variable de inseguridad y no solo social. Además de los tiroteos civiles cotidianos (650 masivos en el 2023 y miles menores) y la expansión de grupos y carteles criminales, el Departamento de Seguridad Interna y otras agencias han declarado que entre las amenazas de seguridad nacional más peligrosas está la presentada por agrupaciones de derecha extrema y supremacistas blancos, y alertan contra la posibilidad de actos violentos en el ciclo electoral de 2024. Este miedo fue ratificado por el Council on Foreign Relations en su sondeo anual de expertos sobre política exterior estadounidense, el que, por primera vez en los 16 años de mediciones, constató que un tema interno está entre las tres principales preocupaciones globales para 2024: el terrorismo doméstico y los actos de violencia política. 

La muy probable nominación de Trump en la Convención Republicana de Milwaukee de mediados de julio (Nikki Haley es una opción simbólica y una posibilidad si Trump es inhabilitado), es uno de los hechos más amenazantes en este contexto. Hoy el expresidente (2017-2021) enfrenta 5 grandes investigaciones judiciales (91 cargos) por hechos como fraude, destrucción de documentos, falsificación de registros comerciales, acoso, difamación, declaraciones falsas y conspiración. Por ejemplo, al no reconocer su derrota el 2020 (cosa que aún no hace), instigó al fraude en algunos estados y a un intento de “golpe de Estado” con el ataque al Capitolio, levantamiento que causó más de 140 policías heridos al tratar de evitar daños a los legisladores, incluyendo al vicepresidente Mike Pence que se negó a las solicitudes impropias de Trump (más 1.230 de los sublevados fueron acusados en el caso de investigación criminal más grande de la historia de EE.UU.). 

Trump es el primer candidato que hace campaña mientras enfrenta juicios criminales y civiles –entre ellos, el de posesión de documentos clasificados en su residencia de Mar-a-Lago (Ley de Espionaje)–, juicios que ha aprovechado magistralmente como tribuna para hacer campaña, victimizándose y acusando de ser parte de “la mayor cacería de brujas en la historia” o que “el sistema de justicia está siendo asaltado por jueces y fiscales partidistas, ilusos y sesgados”. Si bien no le ha ido bien –un jurado lo sentenció a pagar US$83 millones a la escritora E. Jean Carroll por difamación y otro juez de Nueva York le ordenó pagar casi US$355 millones por fraude–, desde el punto de vista jurídico, si no es inhabilitado, seguiría siendo elegible y podría gobernar incluso si fuera a prisión (la Constitución no dice nada en contra). 

Lo más preocupante es que a una porción relevante del país no le importan sus delitos, falacias o las graves consecuencias de sus actos. Al contrario, como lo refleja la encuesta de CNN (01/02/2024), un 49% de los votantes registrados respaldaría a Trump si hoy se celebraran elecciones, mientras que solo un 45% lo haría por Biden y un 5% dice que votaría por otra persona (el 59% de los encuestados tiene una opinión desfavorable de Biden, mientras solo el 55% de Trump). Detrás de Donald Trump están sus leales huestes que no solo consumen sus cruzadas llenas enemigos, falacias, odio y venganza, sino que le aportan millones de dólares en pequeñas donaciones y consumiendo su inmenso merchandising (por ejemplo, sus zapatillas deportivas “Never Surrender” de US$400 se agotaron en un día en la “Sneaker Con” – Feria de Zapatillas). Esta adhesión cuasirreligiosa es compartida por el liderazgo republicano (se subieron a la ola y evitan castigos): por ejemplo, además del intento de impeachment a Biden por supuestos sobornos a su hijo Hunter y hermano James, desde el anuncio de juicios, parlamentarios republicanos dijeron que era “un escándalo absoluto”, una “persecución política” y “un día triste para EE.UU.”, a pesar de la contundencia de las pruebas.

Ante este sombrío panorama, donde EE.UU. necesita un liderazgo valorado-legitimado, capaz de generar compromisos de credibilidad y respeto institucional, de promocionar políticas públicas que permitan ampliar la representación pública (“Run for Something” ayuda a jóvenes a postularse), a ejercer el derecho a voto de manera adecuada, liderar iniciativas para reducir la pobreza y desigualdad, los otros candidatos son más bien simbólicos (Phillips, Kennedy, West, Stern) y Biden no está dando el ancho a pesar de su esfuerzo (suprimió deuda de US$1.200 millones a estudiantes, promete orden ejecutiva en fronteras, trató a Putin de “loco hijo de p…” por la muerte de Navalny). Un artículo de The Washington Post titulaba “Muchos hombres negros (frustrados) se preguntan qué ha hecho Biden por ellos”; voces de izquierda, demócratas (46% de acuerdo a Los Angeles Times) y cerca del 70% jóvenes desaprueban su política frente a Gaza; muchos líderes de las minorías han manifestado rechazo o dudas de votar por él; y el 75% de los votantes, incluido 50% de los demócratas, dice estar preocupado por su salud física y mental. 

Si Biden no repunta y dada la importancia de lo que está en juego, en la Convención Demócrata de agosto en Chicago-Illinois podrían surgir otros nombres (los estados pueden promulgar cambios de emergencia para permitir que algunos de los 3.936 delegados cambien sus votos a un nuevo candidato) y ahí, más que Kamala Harris, salta el nombre de Michelle Obama: 98% de los americanos sabe quién es y tiene una adhesión del 61% (logró equipararse en popularidad a Jacqueline Kennedy). Michelle, con títulos en Princeton y Harvard, ha repetido en múltiples ocasiones que no quiere ser candidata, pero ante la perspectiva de que Trump sea el candidato y gane, también ha repetido que “estoy aterrada por lo que pueda pasar, no podemos dar por sentada la democracia… Esas son las cosas que me mantienen despierta “. 

Hoy es imperativo rejuvenecer la democracia en Estados Unidos y el mundo para que liderazgos autocrático-populistas no terminen destruyéndola. 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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