¿Qué efectos puede tener el enfrentamiento con Israel mientras el presidente de Argentina se convierte al judaísmo y su ministro de Defensa negocia la adquisición de una flota de aviones F16 que –el Presidente chileno sabe– utilizan radares y sistemas de armas israelíes de última generación?
En la saga de novelas de espionaje de la Guerra Fría de John le Carré (como Tinker, Taylor, Soldier, Spy y otras), el héroe, George Smiley, predice el fin de su archienemigo Karla, jefe del contraespionaje de la KGB, sentenciando que la debacle de este último está garantizada por su “falta de moderación”.
A fines de la década de 1980 y comienzos de la de 1990 esa afirmación pudo explicar la caída del “muro de Berlín”, la desintegración del Pacto de Varsovia y la secesión de Estonia, Letonia, Lituania y Ucrania que, literalmente, huyeron de la “falta de moderación” de los líderes comunistas de la URSS.
La máxima del escritor británico también explicó por qué en 1991 el “secuestro” de Mikhail Gorbachov –Jefe de Estado–, concebido para detener procesos de reformas y volver a la dictadura comunista clásica, a final de cuentas condujo a un tragicómico desenlace que, en apenas tres meses, terminó con 72 años de régimen de partido único. Para entonces los independentistas de las provincias soviéticas del occidente habían logrado declarar a la URSS “ingobernable”.
Los sabios de la Antigüedad y de la escolástica medieval, al igual que los humanistas del Renacimiento y los filósofos de la Ilustración, entendieron la “moderación” como uno de los elementos de la prudencia. Esta, a su vez, era entendida como “la madre de las virtudes” (la primera de las “virtudes cardinales” cristianas). Según la autoridad de los sabios, sin esos atributos todo gobernante está condenado al fracaso.
La reflexión es atingente en vista del espectáculo público en el que, sin moderación ni prudencia, el Presidente de la República se ha permitido alienar las relaciones con un aliado confiable y proveedor de herramientas de primera importancia para la seguridad interior y exterior del país (Israel). Eso, mientras no terminamos de asumir las múltiples connotaciones del inédito nivel de inseguridad que nos afecta.
Bajo el pretexto de que las decisiones de política internacional las maneja “él mismo”, el Presidente no escatimó oportunidad para desmejorar las relaciones con ese país, sin medir los efectos de sus decisiones, e ignorando que todos los gobiernos anteriores, incluido aquel de la Nueva Mayoría, estimaron que ese vínculo obedecía a “razones de Estado”.
Abstrayéndose de que las relaciones internacionales son, precisamente, “entre Estados” y, por lo mismo, materia de una “política de Estado” (política exterior), el Presidente desestimó no solo la contribución israelí a la defensa de nuestra integridad territorial, sino también a la caracterización y al monitoreo de nuestros recursos naturales, y a la producción de información inteligente de vital importancia en, por ejemplo, situaciones de catástrofe. Privilegió su interés por sobre el interés del país.
A las personalísimas decisiones del Presidente ha contribuido una opaca Cancillería, carente de mística y de imaginación que, a estas alturas, parece cómoda en la reacción post facto (una suerte de compañía de bomberos dedicada al “incendio del día”). Toda vez que la conducción del Ministerio de Relaciones Exteriores y la calidad de los diplomáticos chilenos son temas de actualidad, mucho más allá de las encuestas coyunturales, todo indica que el aprecio ciudadano por el trabajo de la Cancillería está en un mínimo histórico.
El citado caso de Israel ilustra la escasa influencia que ese ministerio tiene sobre las decisiones de La Moneda. El episodio en el que –no obstante lo prescrito en el Derecho Diplomático– “en el minuto” el Presidente se negó a recibir las Cartas Credenciales del embajador israelí, demuestra cómo el Servicio Exterior es incapaz de hacer valer nuestra tradición de apego a la práctica diplomática internacional. Ocurre que, aunque la Constitución establece que es facultad presidencial “conducir las relaciones políticas con las potencias extranjeras” (Art.32.15), la misma no faculta al Mandatario para lesionar el cumplimiento de nuestra obligación con el Art.16 de la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas en materia de presentación de Cartas Credenciales y orden de precedencia de los embajadores.
Mientras cierta “barra brava” exige romper relaciones con Israel, no es descartable que los impulsos del Presidente gatillen la expulsión del embajador, quedando entonces “servida” la réplica del Gobierno de Tel Aviv.
¿Quedará entonces el Gobierno satisfecho con el resultado? ¿Además de las “declaraciones de principio” (de importancia incidental para la mayor parte de la ciudadanía), qué habrá ganado Chile?
Es más, ¿qué efectos puede tener el enfrentamiento con Israel mientras el presidente de Argentina se convierte al judaísmo y su ministro de Defensa negocia la adquisición de una flota de aviones F16 que –el Presidente chileno sabe– utilizan radares y sistemas de armas israelíes de última generación? ¿Qué significa esto para la defensa del país?
Si el objetivo de la embestida del Gobierno pretende detener la incursión militar en Gaza, en lugar de optar por el enfrentamiento bilateral y demandar a Israel ante la Corte Internacional de Justicia, ¿por qué la diplomacia nacional no prefirió sumarse a los esfuerzos de Egipto y Qatar, que impulsan una paz negociada para terminar con la miseria de la población civil de Gaza?
¿Por qué ni el Gobierno, ni la colonia árabe (que parece apoyarlo), se han inscrito entre los agentes de la comunidad internacional que han reaccionado enviando ayuda humanitaria, comenzando por alimentos? ¿Cuántos kilos de arroz o cuántas botellas de agua han enviado el Presidente, los políticos, banqueros, industriales, profesionales y comerciantes de origen árabe, que apoyan la causa palestina?
Esta apatía no es, sin embargo, privilegio del Gobierno. La oposición tampoco logró pasar de la denuncia y la queja. En este asunto, nada propositivo y material ha surgido desde la derecha.
La excepción podría estar en la participación del presidente de la Comisión de RR.EE. del Senado, quien en persona se ha sumado a las acciones de la administración Boric en contra de Israel. Toda vez que las informaciones de prensa lo identifican como senador y presidente de la citada comisión, conviene preguntarse: ¿la presencia del senador en La Haya obedece a una acción personal, o se trata de una comisión que representa el parecer del Senado? Y, también, ¿representa dicho legislador la posición oficial de su partido (RN) y, por extensión, también la de Chile Vamos?
Esto ocurre mientras, en cambio, el canciller, un distinguido miembro de la colonia israelí, insiste en practicar un bajo perfil. Parecería que para la comunidad judía es cada vez más incomprensible por qué el canciller se aferra a un cargo en el cual –“la gente” percibe– carece de autoridad en los asuntos verdaderamente importantes.
Todo indica que en los dos años de Gobierno que restan, mientras el Presidente continuará considerando la política exterior patrimonio personal, la Cancillería seguirá en modo “candidata a Miss Universo”, es decir, pidiendo “que no haya más guerras ni hambre en el mundo”.
En el ámbito de la reconstrucción de las relaciones con Israel y una larga lista de otras materias, la política exterior del próximo Gobierno enfrentará grandes desafíos. Para enfrentarlos, la próxima administración deberá contar con una Cancillería de mejor nivel, cuestión que ya preocupa en amplios sectores, en los que hay consenso respecto de que, la estructura del Ministerio de Relaciones Exteriores y la composición del personal diplomático, requieren cambios profundos.
La situación por la que atravesamos ha puesto en evidencia que, en los hechos (no en las declaraciones rimbombantes ni en las decisiones efectistas), en un mundo fragmentado y peligroso, la diplomacia profesional y la Cancillería deben estar a la altura de las necesidades del país. Sin embargo, sin moderación y sin prudencia, este estado de cosas seguramente continuará por los próximos dos años.