Ciertamente, la política es más que administración conveniente del poder circulante. La política es creación de poder. Ello significa que siempre habrá que lidiar con un problema de control y equilibrio, con un riesgo de inflación o deflación política.
No solo hay inflación (y deflación) en economía, también la hay en política, como lo propuso el sociólogo Talcott Parsons, identificando equivalencias entre el dinero y el poder. Es una equivalencia útil. El Gobierno de Gabriel Boric está en plena lucha no solo contra la inflación monetaria, sino también contra los efectos de una enorme inflación política.
Convengamos en que el sentido concreto de la política es perseguir y alcanzar metas colectivas y que en la medida que estas se vayan logrando se (man)tiene el poder. Más simple: el poder de un Gobierno crece o decrece en función de su capacidad demostrada ⎯o en la creencia de que tiene capacidad⎯ para dar cumplimiento efectivo a las tareas con que se ha comprometido.
Permítanme una breve digresión teórica: como si de un contrato se tratara, el poder es moneda de cambio en un sistema de reciprocidad en el que las personas entregan apoyo y confianza en la medida que consideran que existe la capacidad gubernamental para alcanzar metas colectivas. En caso contrario el poder decrece. No funciona como un juego de suma cero, en que los gobernantes lo tienen y los gobernados no. Funciona como comunicación y capacidad colectiva de lograr tales metas. En este punto, Parsons coincide con Hannah Arendt, como lo recuerda Jürgen Habermas. John Locke también sabía que la confianza es el cimiento básico que legitima el poder.
Como candidato, Gabriel Boric dijo que esperaba “ser un Presidente que cuando termine su mandato tenga menos poder que cuando comenzó”. Frase premonitoria, aunque en un sentido distinto al que tenía en mente el Mandatario. Puede decir muchas cosas, decirlas con ímpetu, pero pocos creen que esas cosas tendrán efecto sobre la realidad, en el sentido de alcanzar metas colectivas.
La decisión presidencial de excluir a Israel de la Fidae es de aquellas pocas medidas, de efecto inmediato, que sí tienen consecuencias reales, y vaya que las tiene. Pero ahí no hay gestión, acuerdo, tampoco es parte de compromisos y metas colectivas realizadas con la ciudadanía. Hubo liderazgo, sí, riesgo de decisión, sí, pero en un terreno que, pese a sus efectos potenciales, sigue estando más cerca de lo simbólico que de lo real. Por sus características, la política internacional se presta para eso y parece ser un espacio de confort para el Presidente.
El verdadero liderazgo crea poder. Me explico: en vez de conformarse con el poder circulante –gestionando para ello las demandas específicas ya comprometidas, de alcance limitado y cuyo cumplimiento probable asegura (man)tener el poder–, el líder, como quien crea dinero, puede intentar “crear poder”. Ello consiste en comprometerse y buscar comprometer a la ciudadanía con propuestas de más largo plazo, con objetivos colectivos más ambiciosos, no considerados en el pacto de base. El liderazgo es expansivo, creativo.
De lograr esa expansión, al líder se le otorga crédito enorme, que ⎯cualesquiera sean las circunstancias adversas⎯ debe pagar, logrando los objetivos comprometidos en el plazo de su mandato. De otro modo se devalúa el poder, porque su creación no tenía sustento o solvencia. No era un compromiso real sino un sobrecompromiso.
A dos años de Gobierno todo indica que el de Boric no tiene cómo cubrir su deuda crediticia. Su sobrecompromiso era lingüísticamente revolucionario y suponía pagar las deudas históricas que fueron cobradas con violencia en el estallido social. Hoy queda clara la total insolvencia del Gobierno.
Como reacción, busca dejar el liderazgo de los grandes compromisos y volver atrás, a la cuestión básica de pagar los compromisos específicos demandados en lo inmediato. Mediante una lógica gestionaria, de la simple circulación de una cantidad fija de poder, se busca volver a mostrar solvencia. “Lo que resta no es para hacer promesas, es para cumplirlas”, dice hoy Boric respecto de lo que queda de su mandato. No es el momento de batallas ideológicas, o culturales, dicen otros. Casi como un “gobierno municipal a gran escala”, un Gobierno cosista (a lo Lavín), ya no trataría de asaltar el palacio sino que se recoja día a día la basura (parafraseando a Íñigo Errejón). El punto es mostrar solvencia.
Pero, ciertamente, la política es más que administración conveniente del poder circulante. La política es creación de poder. Ello significa que siempre habrá que lidiar con un problema de control y equilibrio, con un riesgo de inflación o deflación política, según la visión que Parsons toma prestada de Keynes. La inflación política se produce cuando hay una expansión de compromisos de poder y autoridad y queda demostrado a poco andar que no existe una base organizativa adecuada para cumplir con las expectativas creadas, expandiéndose la duda sobre las capacidades generales del Gobierno.
La deflación, por su parte, tiene lugar cuando los fracasos políticos generan la pérdida generalizada y aguda de confianza, un colapso de la idea de efectividad colectiva, y las personas salen del contrato, dejan de honrarlo y exigen el pago inmediato de la deuda adquirida y no pagada. Sin poder alguno, al Gobierno solo le resta exigir compromiso ciudadano, muchas veces con represión y violencia. Ello solo puede crear una “espiral deflacionaria”, que en su contexto Parsons ejemplificó con el macartismo. Arendt agudiza el punto diciendo que la violencia es lo contrario del poder, y que ella tiene lugar cuando este ya no existe. La reacción del Gobierno de Piñera al estallido social es un muy buen ejemplo.
Chalmers Johnson, discípulo de Parsons, en su Cambio Revolucionario, entendía que en contextos de deflación de poder se esperan niveles elevados de contestación y violencia civil. Ello no ha ocurrido ni se espera que ocurra en el Gobierno de Boric. El periodo expansivo inflacionario no parece ser seguido de signos deflacionarios agudos. ¿Qué decir sobre esto? Hay un sector que apoya a Boric a toda prueba, que fluctúa en torno al 30%. Ese grupo desafía a la teoría parsoniana de la inflación-deflación del poder político. Parece funcionar bajo una lógica distinta, según la cual el apoyo y compromiso dependen de elementos identitarios y de trayectorias personales y familiares y no de expectativas de cumplimiento de compromisos políticos. En todo caso es un verdadero misterio, digno de explorar.
Igualmente interesante es que no exista protesta generalizada contra su Gobierno o que esta se manifieste en la comidilla implacable de las redes sociales, y no en las calles. Parte importante de los recursos experienciales y organizativos para la protesta están “desmovilizados” al interior del propio Gobierno (en el 30% de base de apoyo del Gobierno) y, por tanto, no están a disposición de las personas, en las calles. Además, muy posiblemente, se encuentren aún agotadas las energías contestatarias después de un ciclo agudo de protestas.
En fin, el punto es que la deflación no ha devenido contestación generalizada y protesta, y el Gobierno no se ha visto forzado a usar la violencia policial en las calles contra los ciudadanos. Hay un rechazo enorme y furibundo contra este Gobierno, pero sus modos de expresión están aún por verse.
¿Qué puede aprender la izquierda de la experiencia de este Gobierno? No existe en política un banco central que controle tendencias inflacionarias o deflacionarias. Solo existe la responsabilidad política. Ella consiste en combinar sabiamente la resolución de los compromisos de corto plazo (mantener el poder) e ir mostrando solvencia en una estrategia de extensión más amplia o de políticas de largo plazo (crear poder). Para eso la solvencia en términos organizacionales y de capacidades políticas y técnicas es clave.
Un Gobierno de izquierda futuro debe tener y dar seguridad de que sabe hacer las cosas; debe responder a sus compromisos y las urgencias del momento, las inmediatas, responderles en el hoy a las personas, man-teniendo el poder, y por supuesto, si es de izquierda, debe crear poder extendiendo sus compromisos en función de principios de igualdad y justicia, hacia el mediano y largo plazo, pero siempre de manera regulada y responsable.
En la renovación socialista de los 80 y 90 se habló de dejar la política de la convicción (propia del viejo socialismo revolucionario) y abrazar la de la responsabilidad (eso siguiendo la distinción de Max Weber). Hoy se trata de que hay perseguir las convicciones de manera regulada, prudencial y responsable, consciente del riesgo de la inflación política. Así como existe una banca responsable, pero también una orientada a la especulación descontrolada, así también existe una línea muy delgada entre un Gobierno capaz de crear poder de manera sólida y sostenible ⎯que cumple con sus obligaciones inmediatas y al mismo tiempo compromete a la colectividad en el futuro con metas colectivas ambiciosas⎯ y uno que especula con un poder que está lejos de solventar, se sobrecompromete de manera imprudente y finalmente termina en la esterilidad y la impotencia: en un gobierno municipal de gran escala.