El local de Pablo Iglesias está lleno de guiños a los íconos revolucionarios. Se llama “Taberna Garibaldi” y allí los clientes pueden elegir entre un “Fidel Mojito”, un “Ché Daiquiri” o un “Gramsci Negroni”. Aquí ya el sentido del humor se transforma en abierta parodia, por no decir sarcasmo.
El hecho de que Pablo Iglesias haya abierto un bar en Madrid no deja de ser una buena noticia. El fundador de Podemos, el partido de izquierda que revolucionó la política española a inicios del decenio pasado y fue el referente de muchos de los intelectuales del Frente Amplio chileno, se ha transformado así en tabernero.
En primer lugar, esto habla bien del propio Pablo Iglesias, porque demuestra que se ha tomado en serio eso de jubilarse de la política activa. Aunque no está dicho que no pueda volver a ella en cualquier momento, lo cierto es que pasar de vicepresidente del gobierno y ministro de asuntos sociales a dueño de un bar en el popular barrio madrileño de Lavapiés es un verdadero salto cuántico. Es difícil pensar que alguien que hace eso pueda volver a la primera línea de la política nacional, aunque, claro, cosas más raras se han visto en este mundo.
En segundo lugar, habla bien de Iglesias porque demuestra que tiene sentido del humor, o sea de lo relativo de las situaciones humanas y sobre todo de la “fraseología humana”, tan cara a los “puros”, a los “elegidos” o “superiores”, todo ese catálogo de consignas que forman el dogma del político-sacerdote que no se condice con la algarabía de un bar de noche. Los políticos suelen retirarse o guarecerse durante los períodos tormentosos en fundaciones, organismos internacionales, universidades (o todas las anteriores), pero cíteme usted un solo político o política de envergadura nacional que se haya bajado de la pasarela del show político-mediático para abrir una taberna en un barrio como Bellavista, o Yungay. Una reconversión, por lo menos, sorprendente.
Uno de los reproches que los políticos suelen hacerles a sus rivales es que les falta “calle”. Pues, bien, un bar nocturno en un barrio de vida nocturna y en una ciudad que vive de noche como Madrid, es ya no la calle, sino directamente la intemperie, la cuneta, la esquina. No conozco ningún político chileno que pudiese hacer algo igual (incluidos o, mejor dicho, sobre todo los del Frente Amplio). La política por definición es “seria”. Se trata de administrar los asuntos de la polis, o sea de todos, y eso está reñido con el sentido del humor. Por eso es que la política, cuando no está animada por un ideal que la trascienda o un sentido de urgencia, suele ser aburridísimamente administrativa y los políticos de hoy, la mayoría de ellos incultos, nos abruman con sus discursos sin gracia, ni profundidad, ni mucho menos estilo.
Hay que reconocerle a Pablo Iglesias que su retiro de la vida política es una transformación: de la abrumadora gravedad de quien está en el poder, a la simpatía del simple dueño de bar. Pero, además, desde el nombre el local de Pablo Iglesias está lleno de guiños a los íconos revolucionarios. Se llama “Taberna Garibaldi” y allí los clientes pueden elegir entre un “Fidel Mojito”, un “Ché Daiquiri” o un “Gramsci Negroni”. Aquí ya el sentido del humor se transforma en abierta parodia, por no decir sarcasmo.
¿Se imaginan ustedes qué habría pasado en cualquiera de los bares de La Habana, en tiempos de Fidel, o quizás aún hoy, si uno pudiera pedir un Ché Daiquiri o un Fidel Mojito? ¿Se imaginan cómo hubiese reaccionado el régimen de nuestros valientes soldados si durante la dictadura alguien hubiese abierto un bar donde se hubiese podido elegir entre una Pinochet-Cola o una Sangría Manuel Contreras?
El punto es el siguiente: ¿hay que leer en el “Evita Martini”, en el “First We Take Manhattan” o en las “Enchiladas Viva Zapata” un simple gesto de auto irrisión, el de alguien que se permite reírse de sí mismo, o bien se trata de una deconstrucción mediante el humor de lo que alguna vez se creyó? Porque una de dos: o es cierto que “en una revolución se gana o se muere”, como escribió el Ché Guevara, y esa victoria no se condice con el sentido del humor, o es cierto que se puede amar la revolución y reírse de ella al mismo tiempo. A lo mejor, los tiempos han cambiado y ser revolucionario ya no es lo que era…