El problema del Simce en el sistema educativo chileno es el lugar que esta medición se ha tomado en él. Es el protagonista, cuando debiera ser un indicador más para apoyar la toma de decisiones.
Los resultados presentados de la última medición del Simce dieron cuenta de una rápida recuperación de los puntajes obtenidos, llegando a niveles similares a los que se observaban con anterioridad a la pandemia. Los Servicios Locales de Educación Pública (SLEP) presentaron cifras positivas, lo que permitió aliviar momentáneamente un conjunto de críticas que –sostenidas en nula o débil evidencia– arreciaban y ponían en riesgo un clima favorable para la implementación de la Nueva Educación Pública.
Hace algo más de dos años, cuando el actual gobierno empezaba a instalarse, uno de los principales proyectos que se enarboló fue el que buscaba modificar el Sistema de Aseguramiento de la Calidad de la Educación y el lugar que el Simce tiene en él. Sostenido –aquí sí– en robusta evidencia nacional e internacional, existía el interés por dotar al sistema educativo de un sistema de evaluación que fortaleciera su carácter formativo y de apoyo a la toma de decisiones pedagógicas y que limitara los negativos efectos que generan los mecanismos que asocian la evaluación externa a altas consecuencias, como estrategia para generar mejoramiento educativo.
Previo a eso, se presentaron diferentes “olas” de críticas al Simce y a su protagonismo en la definición de la calidad de la educación en Chile. El estallido social y la pandemia le acompañaron involuntariamente, por medio de un discurso y de hechos que mostraban que los establecimientos educacionales podían vivir sin el Simce y que el sistema educativo podía dar a esta medición un rol más equilibrado en su esquema estratégico.
Dentro de este estado de las cosas, la coalición gobernante lograba hacerse de un conjunto de argumentos, datos y clima para avanzar en esta materia, entendiendo que esta otorga valor a los cambios mencionados y los identifica como pasos necesarios para el desarrollo de la educación en Chile.
Sin embargo, hace poco tiempo, luego de la presentación de los resultados del Simce, todo el Gobierno –encabezado por el Presidente y el ministro de Educación– manifestó su alegría por las mejoras obtenidas. No solo eso, sino que las presentaron como señales de los resultados de las políticas implementadas en el período.
No se trata de ser amargado, pero ¿entonces se celebra el Simce, o no? ¿Qué valor le está dando actualmente el Gobierno a esta medición? En escenarios muy diferentes al de esta columna, el fenómeno descrito me recuerda lo que pasa con la siempre polémica encuesta Cadem. Esta ha logrado sostenerse y “generar agenda” pese a que, en diferentes ocasiones, personas expertas en estadística y en encuestas han cuestionado sus supuestos, su diseño y validez. Sin embargo, cuando los resultados de Cadem son favorables a los propios intereses, pareciera que su calidad y su capacidad analítica dejan de ser tema de preocupación.
El problema del Simce en el sistema educativo chileno es el lugar que esta medición se ha tomado en él. Es el protagonista, cuando debiera ser un indicador más para apoyar la toma de decisiones, cuando sabemos que no entrega información indispensable para la revisión de las prácticas pedagógicas en las escuelas, cuando contamos con antecedentes sobre que no debiera clasificarse la calidad de una escuela solo en base a lo que ese resultado indica y que no debiera ser el sustento de consecuencias como el cierre de una escuela, o cuando conocemos el riesgo de esforzarse más por mejorar el puntaje que por dotar de una educación de calidad a todo el estudiantado de las escuelas. No lo digo yo, lo dice la consistente y abundante evidencia empírica, nacional e internacional.
Se puede entender que en un escenario político adverso se busque generar un discurso que dé confianza en la gestión de las políticas educativas y en su futuro. Sin embargo, celebrar el Simce parece, a mi juicio, más una capitulación que un logro.