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Por qué Daniel Noboa debería leer más literatura latinoamericana Opinión

Por qué Daniel Noboa debería leer más literatura latinoamericana

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Ariel Dorfman
Por : Ariel Dorfman Escritor, autor de "La muerte y la doncella" y, más recientemente, de "Allende y el museo del suicidio".
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Ante la frustración constante de nuestra América insólita, ¿cómo no darme el gusto de imaginarme la venganza de la literatura ante los hombres con poder que la ignoran y olvidan y solo la leen cuando ya es demasiado tarde?


Es una lástima que Daniel Noboa, el iletrado presidente de Ecuador, no hubiera leído a Alejo Carpentier. Se hubiera ahorrado las múltiples contrariedades que le han llovido desde que ordenó a la policía asaltar la embajada de México para detener al exvicepresidente Jorge Glas, que había buscado refugió ahí.

En efecto, hubiera bastado que Noboa leyese El derecho de asilo de Carpentier para que encontrara la solución al dilema que le planteaba la presencia del prófugo Jorge Glas en la legación mexicana. En ese relato, publicado en 1972, el gran autor cubano narra las peripecias de un Secretario de Gobierno de un país latinoamericano que, al ser derrocado el presidente al que servía, busca refugio en una embajada amiga. Se aburre muchísimo, pero de a poco empieza a llevar a cabo todo tipo de labores en la embajada (incluyendo labores eróticas, ya que se hace amante de la mujer del embajador) y, de hecho, permanece encerrado durante tantos años en ese lugar que se hace ciudadano del país anfitrión y, ulteriormente, es nombrado él mismo como embajador ante el gobierno de su país natal.

La lectura de esta nouvelle juguetona (que anticipa la sátira de El recurso del método) le hubiera ofrecido a Noboa la clave de qué hacer con Jorge Glas: dejar que se pudriera en la legación de México. Puedo asegurar que quedar recluido y aislado en un recinto inmutable, sin poder (como se queja el asilado de Carpentier) “dar un salto, siquiera hasta el cine que esta media cuadra (ya hay dos guardianes apostados en la entrada de la Embajada)”, es un suplicio.  Yo lo sufrí cuando busqué refugio en la embajada argentina en septiembre de 1973, después del golpe de Estado de Pinochet. A medida que pasaban los meses claustrofóbicos y la dictadura no me otorgaba el salvoconducto, me sentí atrapado en un tiempo que se repetía como “un calendario de hojas muertas” (palabras de Carpentier). Llegué a pensar que era preferible arriesgar la vida allá afuera en las calles de Santiago, donde todo era peligroso, pero por lo menos no sería yo mismo mi propio carcelero.

Es a esa desdicha que Noboa hubiera debido condenar a su enemigo. ¡Hubiera bastado con que conociera un poco mejor la literatura latinoamericana!

Por cierto que Noboa no es el único mandatario al que le vendría bien adentrarse un poco más en las obras maestras de nuestro continente. Si ese otro Daniel (Ortega), que ha perseguido y exiliado a sus excompañeros de lucha, leyera las obras de Sergio Ramírez y Ernesto Cardenal, quizás tuviera una epifanía y entendería, aunque fuera por un momento, la vileza que significa haber traicionado la causa de Sandino.

Y si Javier Milei leyera el Facundo de Sarmiento (aunque dudo de que Milei lea otra cosa que mensajes de amor y admiración que se escribe a sí mismo) podría darse cuenta de cómo terminan los megalómanos en la Argentina. Y a Bukele le beneficiaría echar una mirada a las palabras de su insigne compatriota Roque Dalton (recomiendo Las historias prohibidas del Pulgarcito) para que comprendiera que más vale la ternura y el humor para gobernar que la brutalidad y la sorna.

Y en cuanto a Dina Boluarte, si profundizara en Conversación en La Catedral, de Vargas Llosa, por ahí entendería que cuando la corrupción y la duplicidad se instalan en la Casa de Gobierno del Perú no hay rincón del país que no quede pervertido. Y ni qué hablar de Maduro, al que le haría falta echarle una mirada a Oficio de difuntos de Uslar Pietri, para sentir la vergüenza de ser otro autócrata venezolano que lleva a su pueblo a la miseria.

Tengo claro que nada de ello va a ocurrir.

Nuestra literatura y nuestra política son vasos incomunicantes.

Me solazo, entonces, me consuelo, con la siguiente imagen. Conjeturo un día cuando Daniel Noboa, asediado por sus errores, necesite él mismo buscar amparo en una embajada (sugiero la de El Salvador, el único país que se abstuvo durante la votación de condena al régimen ecuatoriano en una reciente reunión de la OEA). Y sigo conjeturando: espero que en el velador del dormitorio en que alojarán a tan ilustre huésped le tengan como único material de lectura una copia de El derecho de asilo de Carpentier.

Veo la escena. Noboa, aburrido y solitario, lee la novelita y la vuelve a leer una y otra vez hasta que, saciado, suspira y dice en voz alta (pero nadie lo escucha): “Ay, si lo hubiera leído antes”.

Fantasías mías, típicas de un escritor que mira con desesperación la incultura de nuestros gobernantes. Pero ante la frustración constante de nuestra América insólita, ¿cómo no darme el gusto de imaginarme la venganza de la literatura ante los hombres con poder que la ignoran y olvidan y solo la leen cuando ya es demasiado tarde?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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