En Chile las iniciativas institucionales para promover la participación son recientes, escasas y débiles.
“Organizaciones vinculadas al PC preparan primer hito de ‘presión social’ para sacar adelante reformas del gobierno”, indica un titular reciente. Esta asociación comunicacional entre organizaciones sociales y el Partido Comunista está diseñada para deslegitimar las demandas de la sociedad civil utilizando el antiguo estigma del “comunismo” y la tan desacreditante influencia de los partidos políticos. La sociedad civil es el conjunto de organizaciones de interés público por fuera del Estado y el mercado. Además, incluye a movimientos sociales. Pese su profunda desconfianza pública, nuestros partidos políticos cuentan con análisis de especialistas que casi siempre defienden su sobrevivencia y rol democrático. En contraste, tal como grafica el titular, la sociedad civil chilena está enfrentando una de las olas más intensas de desprestigio desde nuestro retorno a la democracia y casi nadie quiere salvarla.
Muchos otros medios han contribuido al desprestigio de la sociedad civil. Lo hacen cubriendo casi solamente la violencia de protestantes. El descrédito en el que han caído las organizaciones sociales desde nuestro primer proceso constitucional, liderado por la Convención Constitucional en 2022, las hace blanco fácil. Además, muchos y muchas analistas profundizaron ese descrédito al usar el “caso Convenios” para apuntar injustamente con el dedo a toda la sociedad civil. Su consecuente debilitamiento público se nota en el disminuido poder de convocatoria del que desde hace un par de años gozan organizaciones estudiantiles, sindicales y pobladoras. De hecho, durante el último año la Encuesta Cadem ha situado a ONGs y fundaciones en el mismo nivel de aprobación ciudadana (39-43%) que otras entidades altamente desprestigiadas públicamente, como las municipalidades, Fiscalía o el Tribunal Constitucional. Esto es una derrota para nuestra democracia por al menos tres razones.
Primero, una sociedad civil fuerte hace más eficiente la inversión pública. Cuando las personas viven en comunidades que las representan y entregan orgullo, tienden a involucrarse en organizaciones que les permiten tener impacto en dichas comunidades. Los programas gubernamentales de redistribución pública funcionan mejor cuando son parte de ese esfuerzo colectivo. En otras palabras, las personas utilizan y cuidan más una plaza sobre cuyo diseño decidieron, que una que fue diseñada por autoridades sin injerencia ciudadana. Por eso, Naciones Unidas y el Banco Mundial recomiendan darles voz a las organizaciones sociales en el diseño e implementación de políticas públicas. Debilitar nuestra sociedad civil es dañar la eficiencia del gasto público.
Segundo, la sociedad civil pone límites democráticos al poder político. Esto es porque la sociedad civil demanda lo que en inglés se llama accountability. Sin traducción exacta al castellano, accountability es rendir cuentas de acciones y recibir las consecuencias del escrutinio público o institucional resultante de esa rendición de cuentas. Nuestra sociedad civil debería tener la diversidad, especialización y recursos para someter las acciones de instituciones y elites a ese escrutinio público. Solo así tendremos una democracia robusta, en la que nuestras elites políticas tienen consecuencias por sus acciones. Conscientes de esto, las sociedades más democráticas del planeta promueven organizaciones sociales que, a la vez, sean autónomas y diversas, y colaboren con instituciones políticas. Debilitar a la sociedad civil es erosionar la democracia promoviendo la impunidad de instituciones y elites.
Tercero, muchas organizaciones de la sociedad civil son el motor de cambio de una sociedad inclusiva y sostenible. Dependemos de que algunas organizaciones, dedicadas a construir movimientos sociales, desafíen y presionen a nuestras autoridades. Sin los movimientos sociales el uso injusto del poder de las elites se perpetuaría en el tiempo. Simultáneamente (y paradójicamente), los movimientos sociales deberían colaborar con partidos políticos, gobiernos o congresistas. Debilitar a la sociedad civil es, por lo tanto, entorpecer la justicia en nuestra democracia.
En Chile las iniciativas institucionales para promover la participación son recientes, escasas y débiles. Nuestra ley de participación ciudadana en la gestión pública es solo del 2011 y nuestra Constitución sigue poniéndoles restricciones antidemocráticas a las reuniones públicas (como argumenté en otra columna). Programas como el Quiero Mi Barrio (de presupuesto participativo para la regeneración urbana en barrios desaventajados) tienen presupuestos y procedimientos participativos importantes para nuestros estándares. Sin embargo, son iniciativas insuficientemente ambiciosas si las comparamos con los sistemas participativos de otros lugares (en Calgary, el País Vasco y Montevideo, por dar algunos ejemplos).
En este contexto, perseverar en deslegitimar el rol democrático de la sociedad civil en Chile es retroceder en el camino que tímidamente hemos recorrido.